6

Había un mostrador de madera que nacía detrás de la puerta y una estufa panzuda en el rincón. De la pared colgaban una copia de un plano del distrito y unos calendarios con las esquinas levantadas. Sobre el mostrador había montones de carpetas de aire polvoriento, una pluma oxidada, un tintero y un Stetson con marcas oscuras de sudor.

Detrás del mostrador había un viejo escritorio de persiana de roble dorado, y ante él se sentaba un hombre con una escupidera alta de latón corroído pegada a la pierna. Era un hombre corpulento, tranquilo, y se sentaba echado hacia atrás en su silla con las manos grandes y sin vello cruzadas sobre el estómago. Llevaba unos zapatos militares marrones gastados, calcetines blancos, pantalones de gabardina marrones colgados de unos tirantes cedidos, una camisa caqui abotonada hasta el cuello. Tenía el pelo castaño grisáceo salvo en las sienes donde era de color nieve sucia. En el lado izquierdo del pecho llevaba una estrella. Estaba sentado un poco más del lado izquierdo que del derecho, porque en el bolsillo de la derecha llevaba una cartuchera de cuero marrón y en la pistolera un palmo largo de revólver del cuarenta y cinco.

Tenía las orejas grandes y ojos cordiales, y un aspecto tan peligroso como el de una ardilla, pero mucho menos nervioso. Me apoyé en el mostrador y lo miré y él me saludó con la cabeza y soltó un cuarto de litro de jugo marrón en la escupidera. Encendí un cigarrillo y miré en busca de un lugar donde tirar la cerilla.

—Pruebe en el suelo —dijo—. ¿Qué puedo hacer por usted, hijo?

Tiré la cerilla al suelo y señalé con la barbilla el plano de la pared.

—Buscaba un mapa del distrito. Algunas cámaras de comercio tienen algunos para regalar. Pero supongo que usted no será la cámara de comercio.

—No tenemos mapas —dijo el hombre—. Nos trajeron un buen montón hace un par de años, pero se nos acabaron. He oído que Sid Young tenía algunos en la tienda de fotos de al lado de correos. Es el juez de paz del pueblo, aparte de tener la tienda de fotos, y los regala para enseñar dónde se puede fumar y dónde no. Tuvimos un problema grande con un incendio. Yo tengo ese plano del distrito ahí en la pared. Pero estaré encantado de indicarle cualquier sitio al que pretenda ir. Aquí arriba nos proponemos siempre hacer que los veraneantes se sientan como en casa.

Aspiró aire con lentitud y escupió otra buena carga de jugos.

—¿Cómo dijo que se llamaba? —preguntó.

—Evans. ¿Representa usted a la ley aquí?

—Ajá. Soy alguacil de Puma Point y delegado del sheriff de San Bernardino. La ley que tenemos en el pueblo somos Sid Young y yo. Me llamo Barron. Soy de Los Ángeles. Dieciocho años en los bomberos. Me vine aquí arriba hace ya un buen tiempo. Aquí el aire es agradable y tranquilo. ¿Ha venido por negocios?

No pensé que fuera capaz de hacerlo tan pronto, pero lo hizo. Esa escupidera aguantaba lo que le echasen.

—¿Negocios? —pregunté. Se quitó una de las manos del estómago, metió un dedo por el cuello y trató de aflojarlo.

—Negocios —dijo con calma—. Me refiero a que supongo que tiene permiso para llevar ese arma.

—Demonios, ¿tanto se nota?

—Depende de qué busque el que mira —dijo y puso los pies en el suelo—. Puede que sea mejor que usted y yo aclaremos las cosas.

Se puso de pie y salió de detrás del mostrador, y yo puse la cartera sobre él y la abrí para que pudiera ver la fotocopia de la licencia detrás de la ventanita de celuloide. Saqué el permiso de armas del sheriff de Los Ángeles y lo planté al lado de la licencia. Miró ambas cosas.

—Creo que será mejor comprobar el número —dijo.

Saqué la pistola y la deposité sobre el mostrador junto a su mano. La cogió y comparó los números.

—Veo que tiene usted tres. Espero que no las lleve todas a la vez. Bonita arma, hijo. Aunque me temo que no dispara como la mía. —Se sacó el cañón de la cadera y lo puso encima del mostrador. Un Colt Frontier que debía de pesar tanto como una maleta. Lo sopesó, lo lanzó al aire, lo cazó dándole vueltas y luego volvió a ponérselo en la cadera. Empujó el treinta y ocho hacia mí sobre el mostrador—. ¿Ha subido por cuestión de negocios, señor Evans?

—No estoy seguro. Me llamaron pero todavía no he podido contactar. Un asunto confidencial.

Asintió. Tenía los ojos pensativos. Ahora estaban más profundos, más fríos, más oscuros que antes.

—Me alojo en el Indian Head —dije.

—No pretendo meter la nariz en sus asuntos, hijo —dijo—. Aquí no hay delitos. Muy de vez en cuando una pelea o un conductor borracho durante el verano. O tal vez un par de delincuentes juveniles en moto que revientan una cabaña solo para dormir y robar comida. Pero no hay delitos de verdad. Aquí en las montañas hay poquísimas tentaciones para cometer delitos. La gente de la montaña es tremendamente pacífica.

—Sí —dije yo—. Y también no.

Se inclinó un poco hacia delante y me miró a los ojos.

—Pero justamente —dije— resulta que ahora tiene usted un caso de asesinato.

En su cara no hubo grandes cambios. Me recorrió las facciones una a una. Echó mano a su sombrero y se lo puso en la cabeza, echado hacia atrás.

—¿Qué me está diciendo, hijo? —preguntó con calma.

—En la punta este del pueblo, pasado el pabellón de baile. Un hombre muerto de un tiro tendido detrás de un gran árbol caído. Disparo directo al corazón. Llevaba media hora allí fumando cuando me di cuenta.

—¿Esas tenemos? —dijo arrastrando las palabras—. En Speaker Point, ¿eh? ¿Pasada la taberna de Speaker? ¿Es ahí?

—Exacto —dije.

—Se ha tomado un rato bien largo para venir a contármelo, ¿no es cierto? —Sus ojos ya no parecían tan cordiales.

—Sufrí un shock —dije—. Me ha llevado un buen rato recuperarme.

Asintió.

—Usted y yo vamos a ir ahora en esa dirección. En su coche.

—Eso no servirá de nada —dije—. Se han llevado el cuerpo. Después de encontrar el cadáver y cuando volvía a mi coche apareció un pistolero japonés de detrás de unas matas y me dejó fuera de combate. Un par de hombres se llevaron el cadáver de allí y se largaron en una barca. Y ahora allí no queda ni la menor señal.

El sheriff se giró y escupió en su vasija. Luego lanzó un escupitajo pequeño sobre la estufa y esperó a que se evaporase, pero como era verano la estufa estaba apagada. Se dio media vuelta, se aclaró la garganta y dijo:

—Igual sería mejor que se fuera usted a casa y se tumbara un ratito. —Cerró un puño a un costado—. Aquí arriba nos proponemos siempre que los veraneantes disfruten. —Apretó los dos puños, luego se los metió bruscamente en los bolsillos holgados de delante de los pantalones.

—Okey —dije.

—Aquí arriba no tenemos pistoleros japoneses —dijo el sheriff con voz espesa—. Ya nos hemos quedado sin pistoleros japoneses.

—Ya veo que esa no le ha gustado —dije—. A ver qué le parece esta otra. Un tipo que se llamaba Weber fue apuñalado en la espalda hace un rato en el Indian Head. En mi habitación. Alguien a quien no pude ver me dejó grogui con un ladrillo, y mientras estaba sin sentido apuñalaron al tal Weber. Él y yo habíamos estado hablando. Weber trabajaba en el hotel. De cajero.

—¿Ha dicho que eso sucedió en su habitación?

—Sí.

—Me da la impresión de que va a resultar usted una mala influencia en este pueblo —dijo Barron, pensativo.

—¿Esa no le ha gustado tampoco?

—Pues no —dijo negando con la cabeza—. Esa tampoco me gusta. A no ser, claro está, que tenga usted un cadáver para ilustrarla.

—No lo tengo conmigo —dije—, pero puedo ir corriendo y traérselo.

Alargó la mano y me agarró del brazo con unos de los dedos más fuertes que he conocido.

—Me sentaría fatal que estuviera bien de la cabeza, hijo —dijo—. Pero como que voy a ir con usted. Hace una buena noche.

—Desde luego —dije sin moverme—. El hombre para el que vine a trabajar aquí se llamaba Fred Lacey. Acababa de comprar una cabaña en Ball Sage Point. La cabaña de los Baldwin. El hombre al que encontré muerto en Speaker Point se llamaba Frederick Lacey según el permiso de conducir que había en su bolsillo. Y hay un montón de cosas más, pero no querrá que le moleste con los detalles, ¿verdad?

—Usted y yo —dijo el sheriff— vamos a pasarnos ahora por el hotel. ¿Tiene coche?

Le dije que sí.

—Fantástico —dijo el sheriff—. No lo utilizaremos, pero deme las llaves.

Todos los cuentos
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