7

A la luz del día era un sitio alegre. Begonias de color rosa té formaban una masa compacta debajo de las ventanas delanteras y en torno a la base de una acacia había una alfombra redonda de pensamientos. Un rosal trepador cubría un entramado a un lado de la casa y un colibrí verde bronce libaba delicadamente entre una masa de guisantes que trepaban por la pared del garaje.

Tenía todo el aspecto del hogar de una pareja mayor y acomodada que hubiera venido al océano para gozar de la mayor cantidad posible de sol en la vejez.

Galbraith escupió en el salpicadero de mi coche, golpeteó la pipa para vaciarla, abrió la puerta de verja y avanzó a zancadas por el camino de entrada. Aplastó el pulgar contra un timbre de cobre muy limpio.

Esperamos. Se corrió una mirilla en la puerta y apareció un rostro largo y huesudo bajo un gorro de enfermera almidonado.

—Abra. Somos la ley —gruñó el policía grandullón.

Chirrió una cadena y se oyó deslizarse un cerrojo. Se abrió la puerta. La enfermera medía un metro ochenta y tenía brazos largos y manos grandes, la ayudante ideal para un torturador. Algo sucedió en su cara y comprendí que estaba sonriendo.

—Vaya, si es el señor Galbraith —gorjeó con una voz que era aguda y ronca al mismo tiempo—. ¿Cómo está usted, señor Galbraith? ¿Quería ver al doctor?

—Sí, y rápido —gruñó Galbraith, apartándola a un lado.

Cruzamos el vestíbulo. La puerta de la oficina estaba cerrada. Galbraith la abrió de una patada llevándome a mí a sus talones y a la enfermera alta gorjeando tras los míos.

El doctor Sundstrand, el abstemio total, se estaba tomando un reconstituyente matutino servido de una botella grande recién abierta. Tenía el pelo ralo en guedejas a causa del sudor y la máscara huesuda de su cara presentaba un montón de arrugas que yo no había percibido la noche anterior.

Quitó la mano de la botella a toda prisa y nos dirigió su sonrisa de pez congelado. Dijo apresuradamente:

—¿Qué pasa? ¿Qué pasa? Creí que había dado órdenes de que...

—Oh, ahórrate el trámite —dijo Galbraith y empujó una silla junto al escritorio—. Ábrase, hermana.

La enfermera gorjeó alguna palabra más y salió por la puerta. La cerró. El doctor Sundstrand recorrió con sus ojos mi cara arriba y abajo y no pareció muy contento.

Galbraith apoyó los dos codos sobre la mesa y se sujetó las mandíbulas prominentes con los puños. Se quedó mirando fijamente, venenosamente, al avergonzado doctor. Después de lo que me pareció un tiempo muy largo le preguntó, casi con blandura:

—¿Dónde está el Granjero?

El doctor abrió los ojos de par en par. La nuez se le abultaba por encima del cuello de la bata. Los ojos verdosos empezaron a ponerse de color bilis.

—¡Y no me salga con rodeos! —bramó Galbraith—. Sabemos los negocios sucios de su clínica privada. Sabemos todo de este escondite para delincuentes que ha montado, y lo de las drogas y las mujeres. Metió usted la pata al encerrar a este detective de la gran ciudad. Esta vez sus protectores de la gran ciudad no le servirán de nada. Vamos, ¿dónde está el Granjero? ¿Y dónde está esa chica?

Recordé, casi por azar, que no había dicho ni palabra de Isobel Snare delante de Galbraith... si era esa la chica a la que se refería.

La mano del doctor Sundstrand mariposeaba sobre la mesa. Un asombro absoluto parecía dar un toque final de parálisis a su malestar.

—¿Dónde están? —bramó de nuevo Galbraith.

La puerta grande se abrió y la enfermera alta apareció de nuevo.

—Por Dios, señor Galbraith, los pacientes. Por favor, acuérdese de los pacientes, señor Galbraith.

—Váyase a hacer gárgaras —le dijo Galbraith mirando para atrás.

La mujer revoloteó junto a la puerta. Sundstrand logró recuperar la voz por fin. Con un mero hilillo, dijo débilmente:

—Como si no lo supiera.

Entonces la mano saltó como un rayo al interior de la bata y volvió a salir con un arma brillando en ella. Galbraith se arrojó a un lado, lejos de la silla. El doctor le disparó dos veces y dos veces falló. Mi mano tocó una pistola, pero no la sacó. Galbraith se rió desde el suelo y su manaza derecha se lanzó al sobaco para salir con una Luger. Era igual que mi Luger. Sonó un disparo, solamente uno. Nada cambió en la cara alargada del doctor. No vi dónde impactaba la bala. La cabeza se le cayó y chocó contra la mesa, y su pistola hizo un ruido sordo sobre el suelo. Se quedó tumbado con la cara sobre la mesa, inmóvil.

Galbraith me apuntó y se levantó del suelo. Yo volví a mirar su arma. Estaba seguro de que era la mía.

—Es un modo fantástico de conseguir información —dije como al aire.

—Baja las manos, sabueso. No querrás jugar...

Bajé las manos.

—Precioso —dije—. Supongo que todo este número se montó solo para meterle miedo al matasanos.

—Él tiró primero, ¿o no?

—Sí —dije con un hilo de voz—. Él tiró primero.

La enfermera se deslizaba hacia mí pegada a la pared. No había emitido ningún sonido desde que Sundstrand montó su número. Ya estaba casi a mi lado, cuando de repente, pero demasiado tarde, vi el destello de los nudillos de su buena mano derecha.

La esquivé, pero no lo suficiente. Un golpe feroz pareció que me partía la cabeza en dos. Me di contra la pared, con las rodillas como de agua y el cerebro funcionando a toda máquina para evitar que la mano derecha se me fuera en busca de la pistola.

Me enderecé. Galbraith me miró con sorna.

—Tampoco tan listo —dije—. Todavía tienes tú mi Luger. Digamos que eso estropea el juego, ¿no?

—Ya veo que pillas la idea, sabueso.

La enfermera con voz de pájaro dijo en medio de una pausa total:

—Jesús, este tipo tiene una barbilla como el pie de un elefante. Que me maten si no me he partido un nudillo contra él.

En los ojillos de Galbraith se veía muerte.

—¿Qué me dice de arriba? —preguntó a la enfermera.

—Salieron todos anoche. ¿Tendría que probar un directo más?

—¿Para qué? No fue a coger la pipa, y es demasiado duro para ti, nena. Lo suyo es el plomo.

—En este trabajo tendría que afeitar a la nena dos veces al día —dije.

La enfermera sonrió, se quitó el gorro almidonado, se arrancó la peluca rubia rizada y dejó al aire una cabeza pelona. Ella —o más propiamente él—sacó una pistola del uniforme blanco de enfermera.

Galbraith dijo:

—Fue en defensa propia, ¿ves? Peleaste con el médico, pero él disparó primero. Pórtate bien, y Dunc y yo intentaremos recordar las cosas de ese modo.

Me froté la mandíbula con la mano izquierda.

—Escucha, sargento. Sé aguantar una broma tan bien como el mejor. Me atizaste con la porra en la casa de la calle Carolina y no contaste nada. Ni yo tampoco. Me figuré que tendrías tus razones y que me las comunicarías en su momento. Puede que adivine cuáles son las razones. Creo que sabes dónde está Saint, o que puedes averiguarlo. Y Saint sabe dónde está esa chica, la Snare, porque tenía a su perro. Vamos a poner un poco más de tela en este trato, para que haya algo para los dos.

—Nosotros ya tenemos lo nuestro, pelanas. Le prometí al doctor que volvería a traerte y le dejaría jugar contigo. Dejé a Dunc aquí con la peluca de enfermera para que te manejara. Pero en realidad era a él a quien nosotros queríamos manejar.

—Muy bien —dije—. ¿Y yo qué saco?

—Puede que vivir un poco más.

—Sí —dije yo—. No creas que es broma, pero mira aquella ventanita de la pared detrás de ti.

Galbraith no se movió, no quitó los ojos de mí. Un gesto de gran desprecio arqueaba sus labios.

Duncan, el travestido, miró... y gritó.

Una ventanita de cristal tintado, pequeña y cuadrada, en lo más alto de una esquina de la pared de atrás, se había abierto sin hacer ningún ruido. Yo miraba directamente hacia ella, detrás de la oreja de Galbraith; directamente a la negra boca de una metralleta, en el alféizar, y a los dos ojos negros y duros que se veían detrás.

Una voz que la última vez había oído tranquilizando a un perro dijo:

—¿Qué me dices de soltar el hierro, hermana? Y tú, el de la mesa... agárrame una nube.

Todos los cuentos
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