13

Marcus pisó el freno, detuvo el coche y sonrió admirado ante la gran casa protegida por los árboles.

—Muy bonita —dijo—. Yo también me tomaría ahí un largo descanso.

Delaguerra se bajó del coche despacio como con dificultad y muy cansado. Se había quitado el sombrero de paja y lo llevaba bajo el brazo. Tenía afeitada una parte del lado izquierdo de la cabeza y un grueso apósito de gasas y esparadrapo para cubrir los puntos de sutura. Un rizo de pelo negro asomaba hirsuto por uno de los bordes del vendaje, con un efecto ridículo.

—Sí... —dijo—, pero yo no voy a instalarme, bobo. Espérame aquí.

Echó a andar por el camino de losas que serpenteaba entre la hierba. Los árboles proyectaban largas sombras sobre el césped bajo los rayos del sol de la mañana. La casa estaba totalmente en calma, las persianas cerradas, una corona con crespón negro en el picaporte de bronce. Delaguerra no fue hacia la puerta. Torció por otro sendero que pasaba bajo las ventanas y luego continuaba por el lateral de la casa para seguir más allá de los arriates de gladiolos.

Detrás había más árboles, más césped, más flores, más sol y sombra. Había un estanque con nenúfares y una rana toro de piedra grandota. Detrás de eso, un semicírculo de tumbonas en torno a una mesa de hierro con superficie de azulejos. En una de las tumbonas estaba recostada Belle Marr.

Llevaba un traje blanco y negro, suelto e informal, y sobre el pelo castaño, un sombrero veraniego de alas anchas. Estaba sentada muy tiesa, mirando a lo lejos. Tenía la cara blanca y el maquillaje resaltaba sobre su palidez.

Volvió lentamente la cabeza, sonrió con una sonrisa triste, hizo gesto de que se sentara en la tumbona que tenía al lado. Delaguerra no se sentó. Sacó el sombrero de debajo del brazo, dio un golpecito en el ala con el dedo y dijo:

—Han cerrado el caso. Habrá pesquisas judiciales, investigaciones, amenazas, cantidad de gente gritando a voz en cuello para atraer publicidad, todas esas cosas. Los periódicos le darán mucho bombo durante un tiempo. Pero a efectos oficiales, lo han cerrado. Puedes empezar a tratar de olvidarlo.

La joven lo miró de golpe, abrió mucho sus ojos azul intenso, apartó otra vez los ojos y miró por encima del prado.

—¿Qué tal tu cabeza, Sam? ¿Muy mal? —preguntó con voz suave.

—No, está bien —dijo Delaguerra—. Lo que quiero decir es que esa tal La Motte le pegó un tiro a Masters... y también disparó contra Donny. Aage la mató a ella. Y yo a Aage. Todos muertos; círculo cerrado. Como en el corro. Y supongo que nunca llegaremos a saber cómo murió Imlay exactamente. Pero no veo qué importancia puede tener ya.

Sin levantar la vista, Belle Marr dijo en tono tranquilo:

—Pero, ¿cómo supiste que era Imlay el de la cabaña? El periódico decía... —la interrumpió un estremecimiento repentino.

Delaguerra miraba impasible el sombrero que sostenía.

—No lo supe. Pero sí pensé que a Donny lo había matado una mujer. Así que lo de que el de allí arriba, el del lago, fuera Imlay me pareció más que una buena corazonada. Encajaba con la descripción.

—¿Cómo supiste que fue una mujer la que mató a Donny? —En su voz sonaba una calma mantenida, casi un susurro.

—Sencillamente, lo supe. —Se alejó unos pasos, se paró a mirar los árboles. Luego se dio la vuelta despacio, volvió y se quedó de pie al lado de la tumbona. Su rostro reflejaba cansancio—. Nos lo pasábamos muy bien juntos los tres. Donny, tú y yo. A la vida le gusta jugarle malas pasadas a la gente. Ahora todo ha desaparecido..., todo lo bueno.

La voz de ella seguía siendo un susurro cuando añadió:

—Puede que no haya desaparecido todo, Sam. De ahora en adelante tendremos que vernos un montón.

Una vaga sonrisa se pintó en las comisuras de los labios de él.

—Es la primera trampa que me tienden —dijo, tranquilo—. Y espero que sea la última.

Belle Marr sacudió un poco la cabeza. Apretó las manos blancas sobre los brazos barnizados de la tumbona. Todo el cuerpo se le puso rígido.

Al cabo de un momento, Delaguerra se llevó la mano al bolsillo, y cuando la sacó, un objeto dorado relucía en ella. Lo contempló con aire aburrido.

—Me han devuelto la placa —dijo—. No está tan limpia como estaba. Tan limpia como la de la mayoría, supongo. Procuraré conservarla así —decidió, y se la guardó otra vez en el bolsillo.

La chica se levantó muy lentamente y se puso a su lado. Alzó la barbilla, le clavó los ojos en una mirada larga, serena. Su rostro era como una máscara de escayola blanca detrás del colorete.

—¡Dios mío, Sam! —dijo—. ¡Empiezo a entenderlo!

Delaguerra no la miró a la cara. Miró detrás de ella, hacia algún punto impreciso allá a lo lejos. Luego dijo en tono vago, distante:

—Desde luego... pensé que había sido una mujer porque era un arma pequeña, como la que emplearía una mujer. Pero no solo por ese motivo. Después de subir a la cabaña supe que Donny estaba preparado para tener problemas y que no resultaría fácil pillarle desprevenido; pero sí que era un montaje perfecto para ser obra de Imlay. Masters y Aage dieron por hecho que era cosa suya e hicieron que un abogado telefoneara para que admitiera que había sido él y prometiera entregarse a la mañana siguiente. Así que era natural que cualquiera que no supiese que Imlay estaba muerto se tragase la píldora. Además, ningún poli se espera que una mujer recoja los casquillos.

—Después de que Joey Chill me contase su historia, pensé que podía ser esa chica, La Motte. Pero no lo pensaba cuando lo dije delante de ella. Eso fue una cochinada y en cierta forma tuve la culpa de que la mataran. Aunque de todos modos, con esa pandilla no hubiera dado un centavo por sus posibilidades.

Bella Marr seguía mirándolo fijamente. La brisa le agitó un mechoncito de pelo y eso fue lo único que se le movió.

Delaguerra dejó de mirar a lo lejos y la miró a ella un instante, serio, y luego apartó otra vez la mirada. Sacó un piño de llaves del bolsillo y las arrojó sobre la mesa.

—Hubo tres cosas difíciles de descubrir, hasta que por fin me di cuenta: lo que había escrito en el bloc, la pistola en la mano de Donny y los cartuchos que faltaban; y entonces, caí. No había muerto inmediatamente. Tenía agallas y las usó en un último destello... para proteger a alguien. La letra del bloc era un tanto temblorosa. Escribió aquello después, cuando se quedó solo, moribundo. Había estado pensando en Imlay y lo de escribir su nombre ayudaría a enredar el juicio. Y después sacó su pistola del cajón para morir con ella en la mano. Así que solo faltaba lo de los cartuchos, y también aclaré eso al cabo de un tiempo.

»Los tiros se dispararon de cerca —continuó—, desde el otro lado de la mesa de despacho. En uno de los extremos de la mesa había libros y los casquillos cayeron allí, encima del escritorio, un sitio donde podía cogerlos. Porque del suelo no habría podido recogerlas. En el llavero tienes una llave de la oficina. Fui allí anoche, tarde. Encontré los casquillos en el humidificador, con los cigarros de Donny. Nadie los buscó allí. Solo se encuentra lo que se espera encontrar, después de todo.

Dejó de hablar y se frotó el lado de la cara. Al cabo de un momento, añadió:

—Donny lo hizo todo lo mejor que pudo... y después murió. Fue un trabajo de primera... y voy a dejar que se salga con la suya.

Belle Marr abrió la boca, poco a poco. Lo primero que salió de ella fue una especie de balbuceo; después palabras, palabras claras.

—No eran solo las mujeres, Sam. Era la clase de mujeres que tuvo —se estremeció—. Iré ahora mismo a la central y me entregaré.

—No —dijo Delaguerra—. Ya te he dicho que le dejaré que se salga con la suya. Allí, en la central, les gustan las cosas tal como están. Es política de primera. Rescata a la ciudad de la banda de Masters y Aage, y eleva a Drew a la cumbre una temporadita, pero es demasiado débil para durar. Así que no importa... No vas a hacer nada de nada. Vas a hacer lo que Donny quiso dejar claro que quería empleando en ello sus últimas fuerzas. Te quedas al margen. Adiós.

Miró una vez más, fugazmente, aquel rostro blanco, agotado. Luego dio media vuelta y se alejó andando por el prado. Pasó junto al estanque de los nenúfares y la rana toro de piedra, siguió por el lateral de la casa y salió para llegar al coche.

Pete Marcus le abrió la puerta. Delaguerra entró, se sentó, apoyó la cabeza sobre el respaldo y dejó caer el cuerpo en el asiento, y cerró los ojos. Dijo, rotundo:

—Vete tranquilito, Pete. Tengo un dolor de cabeza del demonio.

Marcus arrancó el coche y salió a la calle, conduciendo despacio por De Neve Lane. La casa rodeada de árboles desapareció a sus espaldas.

Cuando ya estaban muy lejos de ella, Delaguerra abrió los ojos.

Todos los cuentos
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