4

Iba siendo ya la hora de cierre en el extremo sur de la calle Spring. Los taxistas remoloneaban junto a la acera, las mecanógrafas iban saliendo antes de hora camino de sus casas, los tranvías se apiñaban y los guardias de tráfico impedían a la gente hacer giros a la derecha totalmente legales.

El edificio Quorn tenía una fachada estrecha del color de la mostaza seca con una larga vitrina llena de dentaduras postizas en la entrada. En la lista de inquilinos figuraban los nombres de dentistas que no hacían daño, de personas que te enseñaban cómo ser recadero, solo nombres y números sin nombres. Rush Madder, abogado, ocupaba el despacho 619.

Salí de un ascensor sin puerta y traqueteante, miré una escupidera sucia que había sobre una estera de goma sucia, recorrí un pasillo que olía a colillas y probé el pomo que había bajo el cartel de vidrio esmerilado del 619. La puerta estaba cerrada. Llamé.

Una sombra se acercó al cristal y la puerta se abrió con un chirrido. Tenía delante a un hombre orondo con una mandíbula redonda y afeitada, unas gruesas cejas negras, la piel grasienta y un bigote a lo Charlie Chan que le hacía la cara más gorda de lo que era. Me tendió un par de dedos manchados de nicotina.

—Bueno, bueno, bueno, el viejo mataperros en persona. El ojo que nunca olvida. El nombre era Marlowe, ¿no es cierto?

Pasé al interior y esperé a que la puerta se cerrase con su chirrido. Una habitación desnuda, sin enmoquetar, con un suelo de linóleo marrón, una mesa de despacho plana y un secreter de persiana en ángulo recto, una gran caja fuerte verde que parecía tan a prueba de fuego como una bolsa de bombonería, dos archivadores, tres sillas, un armario empotrado y un lavabo en la esquina de la puerta.

—Bueno, bueno, siéntese —dijo Madder—. Me alegro de verlo —se metió detrás de su escritorio, ajustó el cojín reventado del asiento y se sentó—. Muy amable dejándose caer por aquí. ¿Negocios?

Me senté, me coloqué un cigarrillo entre los dientes y lo miré. No dije ni una palabra. Observé cómo empezaba a sudar. Empezaba por el pelo. Después echó mano de un lápiz y se puso a hacer marcas sobre el secante de la carpeta. Luego me lanzó una mirada fugaz y volvió a mirar el secante. Le habló a la carpeta:

—¿Alguna idea? —preguntó con voz suave.

—¿Sobre qué?

No me miró.

—Sobre cómo podríamos hacer algún negociete juntos. De piedras, digamos.

—¿Quién es el pajarito? —pregunté.

—¿Eh? ¿Qué pajarito? —Seguía sin mirarme.

—El que me llamó por teléfono.

—¿Le llamó alguien por teléfono?

Alargué la mano para coger su teléfono, que era uno de aquellos antiguos de pie. Levanté el auricular y empecé a marcar el número de la Jefatura de policía, muy despacio. Sabía que se sabría el número tan bien como sabría reconocer su sombrero.

Alargó la mano y apretó el gancho del teléfono.

—Oiga, escuche —se quejó—. Va demasiado deprisa. ¿Para qué llama a la pasma?

—Porque ellos quieren hablar con usted —dije lentamente—. A cuenta de que usted conoce a una gachí que conoce a un tipo con los pies fritos.

—¿Y hay que hacerlo de este modo? —Ahora el cuello le venía demasiado estrecho. Tiró de él.

—Por mi parte, no. Pero si se piensa que voy a estar aquí sentado mientras usted juega con mis reflejos, sí.

Madder abrió una lata plana de cigarrillos y se metió uno entre los labios haciendo el mismo ruido que si destripara un pez. Le temblaba la mano.

—Muy bien —dijo con voz espesa—. Muy bien. No se enfade.

—Pues entonces deje de pretender contar las nubes conmigo —gruñí—. Hable con sentido. Si tiene un trabajo para mí es probable que sea demasiado sucio para que yo lo toque. Pero al menos lo escucharé.

Asintió. Ahora se sentía más cómodo. Sabía que yo iba de farol. Lanzó una bocanada de humo claro y la miró flotar.

—Eso está muy bien —dijo sin alterarse—. También yo me hago el tonto de vez en cuando. La cuestión es que sabemos lo que hay. Carol lo vio entrar en la casa y volver a marcharse. Y no fue la ley.

—¿Carol?

—Carol Donovan. Una amiga mía. La que le llamó.

Asentí.

—Adelante —dije.

No dijo nada. Se limitó a seguir sentado y mirarme con cara de búho. Sonreí y me incliné un poco sobre la mesa.

—Esto es lo que me preocupa. No sabe por qué fui a la casa ni por qué después de ir no llamé a la policía. Pues es fácil. Pensaba que era un secreto.

—Estamos jugando el uno con el otro —dijo Madder con acidez.

—Muy bien —dije—. Hablemos de perlas. ¿Resulta eso más fácil?

Le brillaron los ojos. Quería permitirse a sí mismo emocionarse, pero no lo hizo. Siguió hablando en voz baja y dijo con frialdad:

—Carol lo recogió una noche, al pequeñín. Un enanito loco, atiborrado de nieve, pero con una idea muy al fondo de la sesera. Hablaba de perlas, hablaba de un viejo por el noroeste o por Canadá que las había afanado hacía mucho tiempo y todavía las tenía. Solo que no decía quién era el viejo ese ni dónde estaba. Era muy astuto con eso. Se lo guardaba. No sabría decir por qué.

—Porque quería que le quemaran los pies —dije.

A Madder le temblaron los labios y volvió a aparecerle un sudor fino en el pelo.

—No fui yo —dijo con voz espesa.

—Usted o Carol, ¿qué más da? El pobre está muerto. Pueden considerarlo asesinato. Y no averiguaron lo que querían averiguar. Por eso estoy yo aquí. Se creen que tengo información que ustedes no tienen. Pues olvídelo. Si supiera lo suficiente, no estaría aquí, y si usted lo supiera, no querría tenerme aquí, ¿cierto?

Sonrió muy lentamente, como si aquello le hiciese daño. Se revolvió en la silla y tiró de un cajón más profundo del lateral del escritorio, sacó una botella marrón muy bonita y la puso sobre la mesa con dos vasos estriados. Susurró:

—Hacemos dos partes. Usted y yo. A Carol la dejo fuera. Es demasiado bruta, Marlowe. He visto mujeres duras, pero esta rompe los moldes. Y no se le ocurriría ni mirarla, ¿verdad?

—¿La he visto alguna vez?

—Creo que sí. Eso dice ella.

—Oh, la chica del Dodge.

Asintió, sirvió dos buenas cantidades en los vasos, dejó la botella y se puso de pie.

—¿Agua? A mí me gusta con agua.

—No —dije yo—, pero ¿por qué darme una parte? Yo no sé más de lo que usted ha dicho. O muy poco más. Ciertamente no tanto como usted para llegar tan lejos.

Lanzó una mirada astuta por encima de las gafas.

—Sé dónde puedo sacar cincuenta de los grandes por las perlas Leander, el doble de lo que sacaría usted. Así que puedo darle lo suyo y seguir teniendo lo mío. Tiene usted la fachada que necesito para trabajar a plena luz. ¿Qué me dice del agua?

—Sin agua —dije.

Se fue hasta el lavabo de la esquina e hizo correr el agua y volvió con el vaso hasta la mitad. Se sentó de nuevo, sonrió, lo alzó.

Bebimos.

Todos los cuentos
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