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EL SUICIDIO DE CENICIENTA
Debía de ser viernes, porque el olor a pescado de la cafetería del Mansion House de al lado era tan fuerte como para levantar un garaje encima. Aparte de eso, era un bonito día templado de primavera, ya cayendo la tarde, y hacía una semana que no salía ningún trabajo. Tenía los pies sobre los surcos de la mesa de despacho y me calentaba los tobillos con un rayo de sol cuando sonó el teléfono. Le quité el sombrero de encima y bostecé sonoramente por el micrófono.
—Te he oído —dijo una voz—. Debería darte vergüenza, Johnny Dalmas. ¿Has oído hablar alguna vez del caso Austrian?
Era Violetas M’Gee, detective de Homicidios de la oficina del sheriff y un hombre encantador, salvo por una mala costumbre: pasarme casos con los que acababa mareándome y no sacaba dinero suficiente ni para un corsé de segunda mano.
—No.
—Uno de esos de la playa, por Bay City. He oído que volvió a agriarse la cosa en el pueblo con las últimas elecciones a alcalde, pero el sheriff vive allí y nos gusta ser amables. No hemos pateado por allí. Al parecer la gente del juego ha puesto treinta de los grandes para la campaña, así que ahora los chiringuitos dan boletos de apuestas junto con los recibos.
Bostecé de nuevo.
—Te he oído otra vez —me ladró M’Gee—. Si no te interesa, me muerdo la otra uña y lo dejamos. El tipo dice que tiene algo de pasta para gastarse.
—¿Qué tipo?
—El Matson ese, el que encontró el fiambre.
—¿Qué fiambre?
—¿No sabes nada del caso Austrian, eh?
—¿No te he dicho que no?
—No has hecho nada más que bostezar y decir «qué». De acuerdo. Dejamos que se carguen al pobre hombre y que se ocupen los de Homicidios de la ciudad, ahora que anda por aquí.
—¿A ese Matson? ¿Quién se lo va a cargar?
—Bueno, si lo supiera no querría contratar a un sabueso para averiguarlo, ¿no crees? Y andaba en tu mismo tinglado, pero lo ficharon hace un tiempo y ahora apenas puede salir gracias a esos pistoleros que lo andan incordiando.
—Pásate por aquí —dije—. Se me está cansando el brazo izquierdo.
—Estoy de servicio.
—Y yo estaba a punto de bajar a por una botella de whisky.
—El que llama a la puerta soy yo —dijo M’Gee.
Llegó en menos de media hora. Era un hombre corpulento, de cara agradable y pelo plateado, hoyuelo en la barbilla y una boca pequeñita hecha para besar niños pequeños. Llevaba un traje azul bien planchado, zapatos lustrados de punta cuadrada y un diente de alce sobre el estómago, colgando de una cadena de oro.
Se sentó con cuidado, como se sientan los gordos, desenroscó el tapón de la botella de whisky y la olisqueó despacio, para asegurarse de que no había rellenado una botella buena con matarratas al noventa y ocho por ciento, como hacen en los bares. Luego se sirvió una buena dosis, le dio vueltas en la boca con la lengua, y recorrió mi despacho con la mirada.
—No me extraña que te quedes sentado esperando los trabajos —dijo—. Hoy en día hay que tener una fachada.
—Podrías darme un respiro. ¿Qué pasa con ese Matson y ese caso Austrian?
M’Gee se terminó la bebida y se sirvió otra, no tan abundante. Me miró jugar con un cigarrillo.
—Suicidio con monóxido —dijo—. Una rubia tonta de apellido Austrian, casada con un médico de Bay City. Uno que se pasa la noche tratando de evitar que los histriones del cine vean elefantes rosa a la hora del desayuno. Así que la tipa salía por ahí por su cuenta. La noche que se quitó del medio había estado por el club de Vance Conried, en el acantilado al norte de allí. ¿Lo conoces?
—Sí. Antes era un club de playa, con una bonita playa privada abajo y las piernas más fantásticas de Hollywood delante de las cabañas. Fue allí a jugar a la ruleta, ¿eh?
—Bueno, si tuviéramos garitos de juego en este condado —dijo M’Gee—, diría que el Club Conried sería uno de los que tendrían una ruleta dentro. Pongamos que la chica jugó a la ruleta. Dicen que también jugaba a juegos más personales con Conried, pero pongamos que en este caso estaba jugando además a la ruleta. Y pierde, que es para lo que son las ruletas. Esa noche pierde hasta la camisa y se cabrea y monta un cirio por todo el local. Conried se la lleva a su habitación privada y deja un aviso al doctor, su marido, en la central de médicos. Y entonces el doc...
—Espera un momento —dije yo—. No irás a decirme que hay pruebas de todo esto... Con ese sindicato del juego que habría en este condado si hubiera un sindicato del juego.
M’Gee me miró con compasión.
—Mi mujer tiene un hermano pequeño que trabaja en un periodicucho de por allí. No hubo investigación. Total, que el médico sale a toda pastilla para el garito de Conried y pincha a la mujer en el brazo para tranquilizarla. Pero no se la puede llevar a casa porque tiene que ir a ver a una criatura en Brentwood Heights. Así que Vance Conried saca su coche particular y la lleva a su casa, y entretanto el médico llama a la enfermera de su consulta y le pide que vaya a su casa y mire a ver si su mujer está bien. Pasa todo eso y Conried vuelve a su negocio y la enfermera la deja en la cama y se marcha, y la criada se vuelve a la cama. Eso sería más o menos a medianoche o un poco después.
»Bien —continuó—, pues entonces sobre las dos de la madrugada aparece por allí el tal Harry Matson. Lleva un servicio de vigilancia nocturna en la zona y esa noche ha salido a hacer la ronda él mismo. En la calle donde vive Austrian oye el motor de un coche en marcha dentro de un garaje a oscuras y entra a investigar. Se encuentra a la rubia tumbada de espaldas en el suelo con un pijama transparente y zapatillas y todo el pelo manchado del hollín del escape.
M’Gee hizo una pausa para dar otro sorbito al whisky y volver a recorrer mi despacho con la mirada. Yo contemplé el último rayo de sol que paseaba por el alféizar y caía ya sobre la franja oscura del callejón.
—¿Y qué hace entonces el tontorrón? —dijo M’Gee pasándose un pañuelo de seda por los labios—. Decide que la moza está muerta, lo cual puede que fuese cierto, pero con los casos de gas nunca se sabe, y menos ahora con ese nuevo tratamiento de azul de metileno...
—Por el amor de Dios —dije—. ¿Y qué hizo?
—No llama a la poli —dijo M’Gee severamente—. Apaga el motor del coche, apaga la linterna y se larga a su casa, que está a unas pocas manzanas. Avisa al doctor desde allí y al cabo de un rato los dos están de vuelta en el garaje. El médico dice que está muerta. Manda a Matson por la vía rápida a llamar al jefe de la policía local en persona a su casa. Matson lo hace y al cabo de un rato se presenta el jefe con un par de números, y poco después el recogecadáveres de la funeraria al que le toca ser asistente del departamento forense esa semana. Se llevan el fiambre y uno del laboratorio le saca una muestra de sangre y dice que está llena de monóxido. El forense da el visto bueno, incineran a la señora y el caso queda cerrado.
—Bueno, ¿y cuál es el problema? —pregunté.
M’Gee se terminó la segunda copa y sopesó si servirse una tercera. Decidió fumarse primero un cigarro. Yo no tenía cigarros y eso le molestó ligeramente, pero encendió uno de los suyos.
—Yo no soy más que un poli —dijo parpadeando con calma en medio del humo—. Así que no lo sé. Lo único que sé es que a ese Matson le retiraron la licencia, se largó del pueblo y anda asustado.
—Al diablo —dije—. La última vez que me entrometí en un asunto de pueblo me partieron el cráneo. ¿Cómo puedo contactar con Matson?
—Yo le doy tu número y él te llama.
—¿Cómo de bien lo conoces?
—Lo bastante como para darle tu nombre —dijo M’Gee—. Por supuesto, si se descubre algo, yo debería echarle un...
—Claro, claro —dije—. Te lo dejaré en tu despacho. ¿Bourbon o centeno?
—Vete al infierno —dijo M’Gee—. Escocés.
—¿Qué pinta tiene Matson?
—Complexión mediana, uno setenta, ochenta kilos, pelo gris.
Se puso otra cortita, se la bebió a toda prisa y se marchó.
Yo seguí allí sentado una hora fumando más cigarrillos de la cuenta. Se hizo de noche y noté la garganta seca. No llamó nadie más. Me levanté y encendí la luz, me lavé las manos, me pulí un trago pequeño y guardé la botella bajo llave. Era hora de comer.
Llevaba el sombrero puesto y estaba atravesando la puerta cuando el mensajero de Green Feather apareció por el pasillo mirando los números. Buscaba el mío. Firmé el recibo de un paquete pequeño de forma irregular, envuelto con ese papel muy fino y amarillento que usan en las lavanderías. Puse el paquete encima de la mesa y corté la cuerda. Dentro había papel de seda y un sobre con una hoja de papel y un llavín dentro. La nota empezaba de un modo brusco:
Un amigo de la oficina del sheriff me ha dado su nombre como el de una persona de quien me puedo fiar. He sido detective y estoy en un lío y lo único que quiero es aclarar las cosas. Por favor, venga por la noche a los apartamentos Tennyson Arms, en Harvard, cerca de la Seis, apartamento 524, y si no estoy, entre con la llave. Evite a Pat Reel, el encargado, no me fío de él. Por favor, ponga la zapatilla en un lugar seguro y manténgala limpia. P.D. Lo llaman Violetas, nunca he sabido por qué.
Yo sí sabía el porqué. Era porque chupaba pastillas de violetas para el mal aliento. La nota venía sin firmar. A mí me sonó un poco nerviosa. Desenvolví el papel de seda. Contenía una chinela de terciopelo verde, de la talla 36 más o menos, forrada de cabritilla blanca. En la cabritilla blanca del interior de la suela había un nombre grabado en letras doradas: Verschoyle. En el lateral había un número escrito —«S465»— con tinta indeleble y letra muy pequeña donde debería estar el número de la talla, pero yo sabía que no era el número de la talla porque en Verschoyle Incs., en la calle Cherokee, en Hollywood, solo hacían zapatos a medida con hormas individuales, y calzado de teatro y botas de montar.
Me eché hacia atrás, encendí un cigarrillo y pensé un rato en el tema. Finalmente, cogí la guía de teléfonos, busqué el número de Verschoyle Inc. y llamé. El teléfono sonó varias veces antes de que una voz cantarina dijera:
—¿Diga? ¿Sí?
—El señor Verschoyle en persona —dije—. Soy Peters, de la oficina de identificación. —No dije de qué oficina de identificación.
—Oh, el señor Verschoyle se ha ido a casa. Ya hemos cerrado, ¿sabe? Cerramos a las cinco y media. Yo soy Pringle, el contable. Si hay algo que...
—Sí. Tenemos un par de zapatos suyos entre una mercancía robada. La marca que trae es ese cuatro seis cinco. ¿Le dice algo?
—Oh, sí, claro. Es un número de horma. ¿Quiere que se lo mire?
—Desde luego que sí —dije.
Estuvo de vuelta en un instante.
—Oh, sí, en efecto, es el número de la señora de Leland Austrian. Calle Altair, siete treinta y seis, Bay City. Le hacemos todos sus zapatos. Muy triste. Sí. Hace cosa de dos meses le hicimos dos pares de chinelas verde esmeralda.
—¿Qué quiere decir con lo de triste?
—Oh, que se ha muerto, ¿sabe? Se suicidó.
—Demonios, vaya. Dos pares de chinelas, ¿eh?
—Oh, sí, las dos iguales, ¿sabe? Es frecuente que la gente encargue los colores delicados como ese por pares. Una manchita o un punto cualquiera, ya sabe... Y como puede que los hayan hecho a juego con algún vestido...
—Bien, muchísimas gracias, y cuídese —dije, y le colgué.
Volví a coger la zapatilla y la observé con cuidado. No la habían usado. No había señal alguna de rozamiento en la gamuza de la fina suela. Me pregunté qué hacía Harry Matson con ella. La metí en la caja fuerte del despacho y me fui a comer.