5

Una valla blanca de madera apareció un momento antes de apagar los faros del coche. Más atrás, sobre un montículo, se alzaban hacia el cielo las siluetas de un par de torres de petróleo. El coche avanzó lentamente a oscuras y se detuvo frente a una pequeña casa de madera. No había más casas de ese lado de la calle, nada se interponía entre el coche y el campo petrolífero. En la casa no se veía ninguna luz.

Mallory bajó del coche y cruzó la calle. Un camino de grava llevaba hasta un cobertizo sin puerta en el que había un descapotable. A lo largo del camino de grava se veía una hierba pisada y escasa, y, detrás, una mancha parda que en otros tiempos debió de ser un prado de césped. Había un alambre de tender ropa y un pequeño pórtico con una puerta de tela metálica oxidada. Todo ello visto a la luz de la luna.

La casa solo tenía una ventana y estaba con la persiana echada, aunque se veían dos finas rendijas de luz en los bordes. Mallory regresó al coche caminando sin hacer ruido sobre la hierba seca y la superficie de grava. Al llegar, dijo:

—Vamos, Atkinson.

Atkinson se bajó del coche con bastante torpeza y cruzó la calle vacilante, como medio dormido. Mallory lo sujetó del brazo. Subieron juntos los peldaños de madera y cruzaron el porche en silencio. Atkinson buscó a tientas hasta dar con el timbre. Lo apretó. Se oyó un zumbido sordo dentro de la casa. Mallory se apretó contra la pared, en el lado que no quedaría bloqueado si abrían la puerta de tela metálica.

Entonces la puerta de la casa se abrió sin el menor ruido y una silueta se dibujó detrás de la alambrera. Detrás de la silueta no había luz. El abogado farfulló:

—Soy Atkinson.

Corrieron el pestillo de la puerta de alambre, que se abrió hacia fuera.

—¿De quién ha sido esta idea? —preguntó una voz ceceante que Mallory ya había oído antes.

Mallory se movió con la Luger a la altura del cinturón. El hombre de la puerta se giró hacia él. Mallory dio un rápido paso hacia él chasqueando la lengua contra los dientes y moviendo la cabeza con desaprobación.

—No llevarás un arma, ¿verdad, Slippy? —dijo, clavándole la Luger—. Date la vuelta despacio y no hagas nada raro, Slippy. Cuando notes algo contra la espalda, entra, Slippy. Nosotros iremos contigo.

Slippy, el flaco, levantó los brazos y se giró. Echó a andar en medio de la oscuridad con la pistola de Mallory en la espalda. Entraron en un pequeño cuarto de estar que olía a polvo y a cocina. Por debajo de una puerta se veía luz. El tipo bajó lentamente una mano y abrió la puerta.

Una bombilla desnuda colgaba en mitad del techo. Debajo de ella, de pie, había una mujer delgada con una bata blanca sucia y los brazos colgando inertes a ambos lados. Bajo unas greñas de pelo color óxido se veían unos ojos apagados y como absortos. Los dedos le temblequeaban y se le retorcían con contracciones involuntarias de los músculos. Lanzó un débil sonido plañidero, como de gata hambrienta.

El flaco fue al otro lado de la habitación, se puso de espaldas contra la pared y apoyó las manos sobre el empapelado. Su rostro lucía una sonrisa fija, acartonada.

La voz de Landrey dijo desde atrás:

—Yo me encargo de los amiguetes de Atkinson.

Entró en el cuarto con una automática enorme en la mano enguantada.

—Una casita preciosa —añadió en tono amable.

En un rincón del cuarto había una cama de metal. Rhonda Farr estaba acostada allí, tapada hasta la barbilla con una manta marrón del ejército. Tenía la peluca blanca medio caída y dejaba ver unos rizos rubios muy mojados. Su cara tenía una palidez azulada, como una máscara en la que resaltaban el colorete y el carmín de los labios. Roncaba.

Mallory metió la mano debajo de la manta y le buscó el pulso. Luego le levantó un párpado y observó atentamente la pupila.

—Drogada —dijo.

La mujer de la bata se mojó los labios y dijo con voz floja:

—Una inyección de morfina. Eso no hace daño, caballero.

Atkinson se sentó en una silla que tenía una toalla sucia colgada del respaldo. La camisa de gala relucía bajo aquella luz desnuda. Tenía churretes de sangre seca en el rostro. El tipo flaco lo miraba con desprecio mientras con las palmas de las manos daba golpecitos sobre el empapelado sucio. Entonces entró también Macdonald.

Tenía la cara colorada y sudorosa. Dio un pequeño traspiés y apoyó una mano en el marco de la puerta.

—Hola a todos, muchachos —dijo, distraído—. Espero ganarme el ascenso por esto.

El flaco dejó de sonreír. Se agachó a un lado muy deprisa y apareció una pistola en su mano. Un gran ruido invadió todo el cuarto, un estruendo atronador. Y otro estallido más.

El flaco dejó de agacharse para pasar a deslizarse y acabar yéndose al suelo. Se desplomó sobre la alfombra desnuda en una postura que llamaríamos cómoda. Se quedó allí tumbado, inmóvil, con un ojo medio abierto que parecía mirar a Macdonald. La mujer delgada abrió la boca de par en par pero de allí no salió ningún sonido.

Macdonald puso la otra mano en el marco de la puerta, se inclinó hacia delante y empezó a toser. Del mentón le brotaba sangre de un rojo brillante. Sus manos iban bajando poco a poco por el marco y entonces el hombro le dio un salto. Se giró como un nadador al saltar contra una ola que rompe y se desplomó. Cayó de bruces, con el sombrero aún en la cabeza y un rizo crespo de color de rata asomando por debajo.

—Dos menos —dijo Mallory, y miró a Landrey con expresión de asco.

Landrey echó una ojeada a su automática y se la guardó en el bolsillo del abrigo negro de entretiempo.

Mallory se agachó sobre Macdonald y le puso un dedo en la sien. No había pulso. Probó en la yugular con el mismo resultado. Macdonald estaba muerto y seguía oliendo terriblemente a whisky.

Bajo la bombilla desnuda quedaba un ligero rastro del humo acre de la pólvora. La mujer delgada se agachó y trató de ir hacia la puerta. Mallory la detuvo enérgicamente poniéndole una mano en el pecho y empujándola para atrás.

—Está usted muy bien donde está.

Atkinson se quitó las manos de las rodillas y se las frotó como si se le hubieran quedado insensibles. Landrey se acercó a la cama, alargó la mano enguantada y tocó los cabellos de Rhonda Farr.

—Hola, nena —dijo en tono ligero—. Mucho tiempo sin verte. —Luego salió del cuarto diciendo—: Pondré el coche a este lado de la calle.

Mallory miró a Atkinson y, como quien no quiere la cosa, le preguntó:

—¿Quién tiene las cartas, Atkinson? Las cartas que pertenecen a Rhonda Farr.

Atkinson levantó lentamente aquella cara inexpresiva y parpadeó como si la luz le hiciera daño a la vista. Habló en un tono difuso, lejano.

—Yo no..., no lo sé. Tal vez Costello. Yo no las he visto nunca.

Mallory soltó una carcajada áspera y breve que no hizo desaparecer las frías y duras arrugas de su rostro.

—¡Si eso fuera verdad sería gracioso de narices!

Se inclinó sobre la cama de la esquina y tapó bien a Rhonda Farr con la manta marrón. Cuando la levantó para arroparla dejó de roncar, pero no se despertó.

Todos los cuentos
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