10
La habitación era grande, toda rodeada de tanques para peces, dos tercios de ellos en estantes sobre ménsulas, grandes tanques oblongos con marcos de metal, algunos con luces encima y otros con luces debajo. Había hierbas acuáticas festoneadas en dibujos irregulares detrás del cristal embadurnado de algas y el agua recogía una luz verdosa y fantasmal, y en medio de esa luz verdosa se movían peces de todos los colores del arco iris.
Había peces finos y largos como dardos dorados y peces de cola de velo japoneses arrastrando sus fantásticas colas, y tetras rayos X tan transparentes como un cristal de color y peces millón diminutos, de apenas un centímetro, carpines pintados con lunares como el delantal de una novia, y los grandes telescópicos negros chinos de ojos saltones, cara de rana y aletas innecesarias, serpenteando entre las aguas verdes como unos gordos que se van a almorzar.
Casi toda la luz venía de una gran lámpara cenital inclinada. Bajo la luz cenital y en una mesa de madera desnuda, un hombre alto y chupado estaba de pie con un pez rojo debatiéndose en la mano izquierda y una cuchilla de afeitar con un lado cubierto de esparadrapo en la derecha.
Me miró por debajo de sus anchas cejas grises. Tenía los ojos hundidos, sin color, opacos. Fui hasta su lado y miré el pez que tenía en la mano.
—¿Hongos? —le pregunté.
—Hongo blanco —dijo tras asentir lentamente con la cabeza.
Dejó el pez sobre la mesa y le extendió con cuidado la aleta dorsal. Estaba rasgada y partida, y los bordes irregulares tenían un color blanco musgoso.
—Hongo blanco —dijo—. No está tan mal. En cuanto se lo recorte, este socio quedará mejor que un día de sol. ¿Qué puedo hacer por usted, amigo?
Hice girar un cigarrillo entre los dientes y le sonreí.
—Como a las personas. Los peces, quiero decir. A veces les salen cosas malas.
Sujetó el pez contra la madera y recortó la parte desigual de la aleta. Extendió la cola y la recortó. El pez había dejado de retorcerse.
—Algunas las puedes curar —dijo—, y otras no. No se puede curar por ejemplo la enfermedad de la vejiga natatoria. —Me lanzó una mirada—. Esto no les duele, en caso de que piense usted que sí —dijo—. Puedes asustar a un pez y matarlo, pero no puedes hacerle daño como a una persona.
Dejó la cuchilla de afeitar y mojó un poco de algodón en un líquido amoratado, pintó con él los cortes. Luego hundió un dedo en un tarro de vaselina blanca y se la extendió por encima. Soltó al pez en una pecera pequeña a un lado de la habitación. El pez se puso a nadar pacíficamente, de lo más contento.
El hombre chupado se limpió las manos, se sentó en el borde de un banco y se me quedó mirando con ojos sin vida. Había sido guapo en otros tiempos, en tiempos muy lejanos.
—¿Le interesan los peces? —preguntó. Su voz tenía el murmullo tranquilo y atento del pabellón de celdas y el patio de recreo.
Meneé la cabeza.
—No especialmente. No era más que una excusa. He hecho un largo viaje para venir a verlo, señor Sype.
Se humedeció los labios y continuó mirándome. Cuando volvió a oírse su voz, sonó cansada y blanda.
—Mi nombre es Wallace, amigo.
Hice un buen círculo de humo y metí el dedo en medio.
—Para mi trabajo tendrá que ser Sype.
Se inclinó hacia delante y dejó caer las manos entre las rodillas huesudas abiertas y las juntó. Unas manos grandes y nudosas que habían trabajado duro en sus tiempos. Volteó la cabeza hacia mí; sus ojos parecían muertos bajo las cejas enmarañadas. Pero la voz siguió siendo suave.
—Hace un año que no veía a un polizonte. Para hablar con él. ¿De qué va la cosa?
—Adivine —dije.
La voz se le puso aún más blanda.
—Escuche, polizonte. Aquí tengo una bonita casa, tranquila. Ya nadie me molesta. Nadie tiene derecho a hacerlo. El indulto me llegó directamente de la Casa Blanca. Tengo mis peces para entretenerme y un hombre acaba cogiendo cariño a cualquier cosa de la que se ocupe. No le debo ni un centavo al mundo. Ya pagué. Mi mujer tiene pasta suficiente para que vivamos los dos. Lo único que quiero es que me dejen en paz, sabueso. —Dejó de hablar y meneó la cabeza una sola vez—. Ya no puede ni cabrearme... Ya ni siquiera eso.
No dije nada. Sonreí un poco y lo miré.
—Nadie puede tocarme —dijo—. Recibí el indulto directo de la oficina del presidente. Lo único que quiero es que me dejen en paz.
Meneé la cabeza y seguí sonriéndole.
—Esa es la única cosa que nunca conseguirá... —dije—. Hasta que ceda.
—Escuche —dijo suavemente—. Puede que sea usted nuevo en el caso. Y que todo le parezca fresco. Quiere hacerse una reputación. Pero yo ya tuve casi veinte años del tema, y lo mismo que yo muchas otras personas, y algunas condenadamente listas. Y saben que no tengo nada que no me pertenezca. Y nunca lo tuve. Se lo llevó algún otro.
—El empleado de correos —dije—. Seguro.
—Escuche —dijo, todavía en tono suave—. Cumplí lo que me echaron. Me conozco todos los enfoques. Y sé que hay quienes nunca van a dejar de preguntarse... Por lo menos mientras haya alguien vivo que lo recuerde. Sé que irán mandando a algún mangante de vez en cuando a ver si lo remueve. Está bien. Sin rencores. ¿Y ahora qué hago para convencerle de que se vuelva usted a casa?
Negué con la cabeza y miré tras él a los peces que pululaban en sus grandes tanques silenciosos. Me sentí cansado. El silencio de la casa me trajo fantasmas al cerebro, fantasmas de hacía un montón de años. Un tren avanzando entre la oscuridad, un atraco oculto en un coche correo, el relámpago de un revólver. Un empleado muerto en el suelo, un bulto arrojado en silencio en un tanque de agua cualquiera, un hombre que había guardado un secreto durante diecinueve años... O casi lo había guardado.
—Cometió una equivocación —dije lentamente—. ¿Recuerda a un hombre llamado Peeler Mardo?
Levantó la cabeza. Vi cómo buscaba en su memoria. El nombre no parecía decirle nada.
—Un colega que conoció en Leavenworth —dije—. Un pequeño pícaro que estaba allí por abrir billetes de veinte dólares y falsificar la parte de atrás.
—Sí —dijo—. Me acuerdo.
—Le contó usted que tenía las perlas —dije.
Pude ver que no me creía.
—Debía de estar tomándole el pelo —dijo lentamente, en tono vacío.
—Puede ser. Pero aquí está la cuestión: que no se lo creyó. Estuvo por este territorio hace un tiempo con un colega, un tipo que se hacía llamar Sunset. Lo vieron a usted en algún sitio y Peeler lo reconoció. Se puso a pensar en cómo podría sacarse una tajada. Pero estaba colgado de la coca y hablaba en sueños. Una chica se enteró y luego otra chica y un picapleitos. A Peeler le frieron los pies y está muerto.
Sype se quedó mirándome sin parpadear. Las líneas de las comisuras de la boca se acentuaron. Moví el cigarrillo en el aire y continué:
—No sabemos cuánto contó, pero el picapleitos y la chica están en Olympia. Sunset está en Olympia, solo que muerto. Lo mataron ellos. Yo no sé si saben dónde está usted o no. Pero acabarán sabiéndolo, u otros como ellos. Puede mantener a raya a los polis si no consiguen encontrar las perlas y si usted no trata de venderlas. Puede seguir despistando a la compañía de seguros e incluso a la gente de correos.
Sype no movió ni un músculo. Sus grandes manos nudosas cogidas entre las rodillas no se movían. Los ojos se limitaban a mirar, ausentes.
—Pero no se puede despistar a los del oficio —dije—. Nunca se rendirán. Siempre habrá dos o tres con tiempo suficiente y dinero suficiente y maldad suficiente para seguir en marcha. Acabarán averiguando de alguna manera lo que quieren averiguar. Raptarán a su mujer o se lo llevarán a usted al bosque y se lo trabajarán. Y tendrá que acabar cediendo... Y yo ahora le traigo una propuesta justa y decente.
—¿Con qué banda está usted? —preguntó de repente Sype—. Pensé que me olía a pasma, pero ahora no estoy tan seguro.
—El seguro —dije—. Este es el trato. Una recompensa de veinticinco de los grandes en total. Cinco para la chica que me pasó la información. La consiguió por lo legal y tiene derecho a su parte. Diez para mí. He hecho todo el trabajo y me he enfrentado a todas las armas. Diez para usted, a través de mí. Directamente no sacaría ni un centavo. ¿Cómo lo ve? ¿Qué le parece?
—Me parece muy bien —dijo muy educadamente—. Salvo por una cosa: que yo no tengo perlas, sabueso.
Puse mala cara. Era mi problema. Y ya no lo tenía. Me aparté de la pared y tiré la colilla al suelo de madera y la aplasté. Di media vuelta para irme.
Sype se puso de pie y me detuvo con la mano.
—Espere un minuto —dijo, serio—, y se lo demostraré.
Cruzó el piso por delante de mí y salió de la habitación. Me quedé mirando los peces y me mordí el labio. Oí el motor de un coche en algún sitio, no demasiado cerca. Oí un cajón que se abría y se cerraba, al parecer en una habitación próxima. Sype volvió a entrar en la sala de los peces. Llevaba un Colt cuarenta y cinco reluciente en el puño huesudo. Parecía tan largo como el antebrazo de un hombre. Me apuntó con él.
—Tengo perlas aquí dentro, seis —dijo—. Perlas de plomo. Puedo peinarle las patillas a una mosca a cincuenta metros. Usted no es ningún sabueso. Así que arriba y aire... y dígale a esos amigos suyos del hierro al rojo que estoy preparado para dejarlos sin dientes a tiros cualquier día de la semana, y los domingos dos veces.
No me moví. En la mirada ausente de aquel hombre se pintaba la locura. No me atreví a moverme.
—Eso son números de teatro —dije con calma—. Puedo demostrarle que soy detective. Pero usted es un ex presidiario y tener esa herramienta ya es un delito. Bájela y seamos sensatos.
El coche que había oído parecía pararse delante de la casa. Los tambores de los frenos chirriaron. Se oyeron unos pasos, subieron un camino, luego escalones. Unas voces cortantes de repente, una exclamación contenida.
Sype retrocedió por la habitación hasta quedar entre la mesa y un tanque grande, de ochenta o cien litros. Me sonrió, la sonrisa clara y amplia de un boxeador acorralado.
—Ya veo que sus amigos lo han pillado —arrastró las palabras—. Saque la pipa y déjela caer al suelo mientras todavía tiene tiempo... y coja aire.
No me moví. Miré los pelos hirsutos encima de sus ojos. Le miré a los ojos. Sabía que si me movía, incluso para hacer lo que me decía que hiciera, dispararía.
Los pasos subieron por las escaleras. Sonaban amortiguados, arrastrados, con un atisbo de pelea entre ellos.
Tres personas entraron en la habitación.