5

SOUKESIAN EL VIDENTE

Era un hombre alto, derecho como el acero, con los ojos más negros y el pelo rubio más claro y fino que había visto en mi vida. Podría tener treinta años o sesenta. Y no tenía más aspecto de armenio que yo. Llevaba el pelo peinado para atrás desde un perfil tan bueno como el de John Barrymore a los veintiocho. Un galán, cuando yo me esperaba alguien furtivo y oscuro y grasiento que se frotase las manos.

Llevaba un traje cruzado negro de corte impecable, camisa blanca, corbata negra. Tan pulcro como un libro para regalo. Tragué saliva y dije:

—No quiero que me lea el porvenir. Ya lo sé todo de este tema.

—¿Sí? —dijo con delicadeza—. ¿Y qué es lo que sabe usted?

—Déjelo —dije—. Comprendo lo de la secretaria porque contribuye de una manera dulce al impacto que se lleva la gente cuando viene a verle. Lo del indio me choca un poco, pero tampoco es asunto mío. Yo no me dedico a detener timadores. Vengo a propósito de un asesinato.

—Resulta que el indio es un médium natural —dijo Soukesian en tono suave—. Son más raros que los diamantes y, al igual que ellos, a veces aparecen entre la suciedad. Pero eso tampoco le interesará. En cuanto al asesinato, tendrá usted que informarme. Nunca leo los periódicos.

—Vamos, vamos —dije—. ¿Ni siquiera para ver quién cobra los cheques gordos en el despacho de enfrente? Vale, pues ahí va.

Y le solté allí delante toda la maldita historia y lo de sus tarjetas y dónde las había encontrado.

No movió ni un músculo. No quiero decir que no gritase o agitase los brazos o diese patadas en el suelo o se mordiese las uñas. Quiero decir que sencillamente no se movió en absoluto, ni siquiera un párpado, ni siquiera un ojo. Se limitó a estar allí sentado y mirarme como un león de piedra a la entrada de una biblioteca pública. Cuando se lo hube soltado todo, fue y metió el dedo en la llaga.

—¿Escondió esas tarjetas a la policía? ¿Por qué?

—Dígamelo usted. Lo hice y ya está.

—Es evidente que los cien dólares que le mandé no eran suficientes.

—Eso es otra idea —dije—. Pero la verdad es que no me he puesto a planteármela.

Se movió lo suficiente para cruzar los brazos. Sus ojos negros podían ser tan poco profundos como una bandeja de cafetería o tan hondos como un agujero hasta la China, lo que se prefiera. No decían nada de ninguna de las maneras.

—¿Me creería usted si le digo que solo conocía a ese hombre del modo más superficial: profesionalmente? —preguntó.

—Lo tomaré en consideración —contesté.

—Ya veo que no tiene mucha fe en mí. Quizás el señor Paul sí que la tenía. ¿En esas tarjetas había algo además de mi nombre?

—Sí —dije—. Pero no creo que le guste. —Aquello era material de guardería, de esas cosas que dice la poli en los programas de crímenes de la radio. Hizo como que ni lo había oído.

—La mía es una profesión sensible —dijo—. Incluso en este paraíso de falsificadores. Déjeme ver una de esas tarjetas.

—Era una broma —dije—. No pone nada más que su nombre. —Saqué la cartera, y de ella, una de las tarjetas, que puse delante de él. Volví a guardar la cartera. Le dio vuelta a la tarjeta con una uña.

—¿Sabe qué es lo que yo creo? —dije con entusiasmo—. Yo creo que Lindley Paul pensó que usted sería capaz de descubrir quién se lo iba a cargar, incluso aunque la policía no lo lograse. Lo que quiere decir que tenía miedo de alguien.

Soukesian desdobló los brazos y volvió a doblarlos en el otro sentido. Para él eso probablemente equivaliera a trepar por los cables de la luz y quitar una bombilla a mordiscos.

—Usted no piensa nada de eso —replicó—. Rápido, ¿cuánto quiere por las tres tarjetas y una declaración firmada de que registró el cuerpo antes de notificárselo a la policía?

—No está mal —dije— para el hermano de un vendedor de alfombras.

Sonrió con mucha gentileza. Había algo casi agradable en su sonrisa.

—Hay vendedores de alfombras honrados —dijo—. Pero Arizmian Soukesian no es hermano mío. El nuestro es un apellido corriente en Armenia.

Asentí.

—Usted piensa que yo no soy más que otro impostor, por supuesto —añadió.

—Adelante. Demuéstreme que no.

—Quizá después de todo no es dinero lo que busca —dijo precavido.

—Quizá no.

No le vi mover el pie, pero debió de tocar un botón en el suelo. Las cortinas de terciopelo negro se abrieron y el indio entró en la habitación. Ya no tenía aspecto ni sucio ni raro.

Iba vestido con unos pantalones blancos sueltos y una túnica blanca bordada en negro. Llevaba un fajín negro por la cintura y una cinta negra en la frente. Sus ojos negros parecían adormilados. Fue hasta el taburete que estaba junto a los cortinajes arrastrando los pies y se sentó en él, y se cruzó de brazos e inclinó la cabeza sobre el pecho. Parecía más macizo que nunca, como si la ropa que llevaba se la hubiera puesto sobre la otra ropa.

Soukesian puso las manos sobre el globo lechoso que había entre nosotros, sobre la mesa blanca. La luz del alto techo negro estaba rota y empezó a moverse en extrañas formas y dibujos, muy débiles, debido a que el techo era negro. El indio mantenía la cabeza baja y la mandíbula sobre el pecho, pero fue levantando los ojos lentamente para mirar los movimientos de las manos.

Las manos se movían formando un dibujo ágil, gracioso, intrincado, que podía significarlo todo o nada, era como los de la liga juvenil bailando danzas griegas, o trozos de cinta de Navidad arrojados al suelo, lo que prefieran.

La robusta mandíbula del indio seguía apoyada en su robusto pecho y, lentamente, como los ojos de un sapo, sus ojos se cerraron.

—Habría podido hipnotizarlo sin todo esto —dijo Soukesian suavemente—. No es más que una parte del espectáculo.

—Sí —dije mirando su garganta delgada y firme.

—Ahora, a ver, algo que tocase Lindley Paul —dijo—. Esta tarjeta servirá.

Se puso de pie sin hacer ruido, se acercó al indio, le metió la tarjeta en la cinta de la frente y la dejó allí. Se sentó de nuevo.

Empezó a murmurar en voz baja, en un lenguaje gutural que no reconocí. Seguí observando su garganta.

El indio empezó a hablar. Hablaba con lentitud y pesadez, entre unos labios que no se movían, como si las palabras fueran piedras muy pesadas que tenía que arrastrar colina arriba bajo un sol de justicia.

—Lindley Paul hombre malo. Hacer amor a india de jefe. Jefe muy enfadado. A jefe robar collar. Lindley Paul tener que traer. Hombre malo matar. Grrr.

El indio hizo un movimiento brusco con la cabeza cuando Soukesian dio una palmada. Los ojillos negros sin párpados se abrieron al momento. Soukesian me miró sin expresión alguna en su hermoso rostro.

—De primera —dije—. Y ni un pelo pasado de rosca. —Señalé al indio con el pulgar—. Pesa un poco demasiado para sentársele en las rodillas, ¿no? No había visto un buen número de ventrílocuo desde que las coristas dejaron de llevar medias.

Soukesian sonrió muy levemente.

—He estado observando los músculos de su garganta —dije—. No importa. Creo que he pillado la idea. Paul había andado jugando más de la cuenta con la mujer de alguien. Ese alguien se puso lo bastante celoso para hacer que lo quitaran de en medio. Es una teoría que tiene su punto. Porque ese collar de jade que llevaba ella no es algo que se lleve a menudo y alguien tenía que saber que lo llevaba esa noche en particular cuando montaron el atraco. Y un marido lo sabría.

—Es muy posible —dijo Soukesian—. Y puesto que a usted no lo mataron, tal vez no pretendieran matar a Lindley Paul. Simplemente darle una paliza.

—Sí —dije—. Y se me ocurre otra idea. Tendría que habérseme ocurrido antes. Si Lindley Paul realmente tenía miedo de alguien y quería dejar un mensaje, entonces puede que todavía esté escrito en esas tarjetas... con tinta invisible.

Ahí lo pillé. Siguió sonriendo pero ahora tenía más arrugas en las comisuras que al principio. Aunque no tuve mucho tiempo para comprobarlo.

La luz del interior del globo lechoso se apagó de repente. Al instante, el cuarto quedó en una negrura total. No podías ver ni tu propia mano. Le di una patada al taburete, saqué la pistola y empecé a andar hacia atrás.

Una ráfaga de aire trajo con ella un fuerte olor a tierra. Fue asombroso. Sin cometer el más mínimo error de cálculo en el tiempo o en el espacio, incluso en medio de aquella completa negrura, el indio me golpeó por detrás y me sujetó los brazos. Empezó a levantarme en el aire. Habría podido alzar una mano y acribillar el espacio que tenía delante disparando a ciegas. Pero ni lo intenté. No tenía el menor objeto.

El indio me levantó con las dos manos sujetándome los brazos contra los costados como si fuera una grúa de vapor. Volvió a dejarme en el suelo con fuerza y me sujetó por las muñecas. Me las sujetaba a la espalda, retorciéndomelas. Una rodilla como la esquina de una piedra angular se me clavó en la espalda. Intenté gritar. Pero la respiración se me apelotonaba en la garganta y no conseguía soltarla.

El indio me arrojó a un lado, me enganchó las piernas con las suyas mientras caíamos y me tuvo a su merced. Me golpeé fuertemente contra el suelo y parte de su peso cayó sobre mí.

Pero seguía teniendo la pistola. El indio no sabía que la tenía. O por lo menos no se comportaba como si lo supiera. Estaba aplastada debajo de nosotros. Empecé a intentar darle la vuelta.

La luz se encendió de nuevo.

Soukesian estaba de pie detrás de la mesa blanca, apoyado en ella. Parecía más viejo. En su cara había algo que no me gustó. Parecía un hombre que tenía que hacer algo que no le entusiasmaba, pero que de todas maneras lo iba a hacer.

—Conque escritura invisible... —dijo en tono suave.

Entonces alguien separó las cortinas y la mujer morena delgada entró corriendo en la habitación con un paño blanco maloliente en las manos, y me dio con él en la cara, agachándose para fulminarme con sus ojos negros ardientes.

El indio gruñó un poco detrás de mí, tirándome de los brazos.

Tuve que aspirar el cloroformo. Había demasiado peso tirando con fuerza de mi garganta. El hedor espeso y dulzón me penetró.

Desaparecí de allí.

Justo antes de desaparecer, alguien disparó dos tiros de pistola. El ruido no parecía tener nada que ver conmigo.

Me encontré otra vez yaciendo al aire libre, justo como la noche anterior. Esta vez era a plena luz del día y el sol hacía arder un agujero en mi pierna derecha. Vi el cielo azul ardiente, las líneas de una cresta, los chaparros, yucas en flor que brotaban en la ladera de un monte, más cielo azul ardiente.

Me senté. Entonces la pierna izquierda empezó a hormiguearme con puntas de alfileres diminutos. Me la froté. Me froté el estómago. El cloroformo seguía pegado en mi nariz. Me sentía tan hueco y fétido como un viejo bidón de gasolina.

Me puse de pie pero no pude quedarme así. Los vómitos eran peores que la noche anterior. Con más arcadas, más escalofríos, y mucho más dolor de estómago. Me puse otra vez de pie.

La brisa que venía del océano subía por la ladera y me dio un poco de vida frágil. Me tambaleé medio drogado y vi unas marcas de neumático sobre la arcilla roja, luego miré una cruz grande de hierro galvanizado, que había sido blanca, pero cuya pintura se había desconchado casi del todo. Estaba tachonada de soportes de bombilla vacíos, y tenía una base de hormigón agrietado con una puerta abierta dentro de la cual se veía un interruptor de cobre cubierto de verdín.

Y detrás de esa base de hormigón vi los pies.

Asomaban como por casualidad de debajo de un arbusto. Estaban dentro de unos zapatos de punta dura, del estilo de los que solían usar los universitarios justo antes de la guerra. No había visto zapatos de esos en años. Solo una vez.

Fui hasta allí, aparté los arbustos y me quedé mirando al indio.

Tenía las manos anchas y rudas a los costados, grandes y vacías e inertes. En el pelo negro grasiento se veían trocitos de arcilla y de hojas secas y semillas de salsifí. La luz del sol formaba una tracería en la mejilla morena. Las moscas ya habían encontrado una mancha empapada de sangre sobre su estómago. Tenía los ojos como otros tantos (demasiados) ojos que ya había visto anteriormente, medio abiertos, nítidos, pero la comedia de detrás se había terminado.

Volvía a llevar aquella ropa de calle ridícula y en el suelo, a su lado, había el sombrero grasiento con la banda de cuero interior todavía del revés. Pero ya no resultaba gracioso, ni brusco, ni desagradable. No era más que un pobre cadáver que nunca se había enterado de qué iban las cosas.

Lo había matado yo, claro está. Aquellos tiros eran los tiros que había oído, los de mi pistola. No encontré la pistola. Me miré en toda la ropa. Las otras dos tarjetas de Soukesian también faltaban. Y nada más. Seguí las huellas de neumático hasta una carreterita con roderas profundas y las fui siguiendo monte abajo. A lo lejos, los coches relucían cuando la luz del sol golpeaba los parabrisas o las curvas de los faros. Más abajo había también unas casas y una estación de servicio. Y más lejos aún, el azul del agua, muelles, la larga curva de la orilla en dirección a Point Firming. Había un poco de calima. No se veía la isla Catalina.

A la gente con la que trataba parecía que le gustaba operar por esa parte del país.

Me llevó media hora llegar a la estación de servicio. Llamé a un taxi por teléfono que tuvo que venir desde Santa Mónica. Fui directo a mi casa en el Berglund, tres manzanas más arriba del despacho, me cambié de ropa, metí mi última pistola en la funda y me senté junto al teléfono.

Soukesian no estaba en casa. Su número no contestaba. Ni el de Carol Pride tampoco. No esperaba que lo hiciera. Probablemente estuviera tomando el té con la señora de Philip Courtney Prendergast. Pero la Jefatura de policía sí que contestó y Reavis seguía en su puesto de trabajo. No pareció muy contento de oírme.

—¿Algo nuevo sobre la muerte de Lindley Paul? —le pregunté.

—Creí que te había dicho que lo olvidaras. Lo decía en serio —dijo en tono desagradable.

—Me lo dijiste, cierto, pero la cosa sigue preocupándome. Me gustan los trabajos limpios. Y creo que su marido hizo uno.

Hubo un silencio durante un momento. Luego:

—¿El marido de quién, so listo?

—El marido de la gachí que perdió el collar de jade, naturalmente.

—Y naturalmente tú tenías que meter las narices hasta saber quién era.

—Digamos que el olor me vino solo —dije—. Solo tuve que ventear un poco.

Volvió a quedarse callado. Esta vez su silencio duró tanto que oí los altavoces de la pared de Jefatura dar parte de un coche robado.

Finalmente, dijo con mucha claridad y suavidad:

—Me gustaría venderte una idea, pies planos. Igual puedo. Es una idea repleta de sosiego. La junta de policía te concedió una licencia en su momento y el sheriff una placa especial. Cualquier capitán en activo que se cabree puede hacer que te quiten las dos en un abrir y cerrar de ojos. Puede que incluso un teniente como yo. A ver, ¿qué tenías tú cuando te dieron esa licencia y esa placa? No me contestes, te lo digo yo. Tenías la posición social de una cucaracha. Eras un fisgón de alquiler. Todo lo que tenías que hacer en el mundo entonces era gastarte los últimos cien pavos en la entrada de un alquiler y unos muebles de oficina y esperar sentado a ver si alguien te traía un león para meterle la cabeza en la boca y ver si mordía. Si te arrancaba una oreja te demandarían por mutilación. ¿Lo vas pillando?

—Un buen parlamento —dije—. Yo lo usé hace años. ¿Así que no quieres compartir el caso?

—Si pudiera fiarme de ti, te diría que queremos desarticular una banda de joyeros listos. Pero no puedo fiarme de ti. ¿Dónde estás, en unos billares?

—Estoy en la cama —dije—. Tenía mono de teléfono.

—Bueno, pues llénate una buena bolsa de agua caliente y póntela en la cara y vete a dormir como un niño bueno, por favor, ¿quieres?

—No, mejor salgo y le pego un tiro a un indio solo para practicar.

—Bueno, pero solo un indio, jovencito.

—No te olvides de ese mordisco —grité, y le colgué el teléfono en las narices.

Todos los cuentos
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