3

John Vidaury medía uno noventa y tenía el perfil más perfecto de todo Hollywood. Era moreno, atractivo, romántico, con un interesante toque gris en las sienes. Hombros anchos, caderas estrechas. La cintura de un oficial de la guardia inglesa, y el traje de etiqueta le sentaba tan bien que dolía.

Así que miró a Pete Anglich como si estuviera a punto de pedirle disculpas por no conocerlo. Pete Anglich se miró las esposas, los zapatos gastados sobre la gruesa moqueta, el alto carillón de la pared. Tenía la cara ruborizada y los ojos brillantes.

Con voz aterciopelada, clara, bien modulada, Vidaury dijo:

—No, no lo había visto antes —sonrió a Pete Anglich.

Angus, el teniente de paisano, se apoyó contra el extremo de una mesa de madera tallada y se llevó un dedo al ala del sombrero. Otros dos detectives estaban de pie junto a la pared lateral. Un cuarto se sentaba ante un pequeño escritorio con una libreta de taquigrafía delante. Angus dijo:

—Vaya, pues pensamos que igual lo conocía. No hemos podido sacarle gran cosa.

Vidaury levantó las cejas y sonrió muy levemente.

—La verdad es que eso me sorprende —siguió recogiendo vasos, los puso en una bandeja y empezó a preparar más bebidas.

—Podría ser —dijo Angus.

—Creía que tenían sus sistemas —dijo con delicadeza Vidaury mientras servía whisky en los vasos.

Angus se miró una uña.

—Cuando digo que no nos quiere contar nada, señor Vidaury, me refiero a nada que sea útil. Dice que se llama Pete Anglich, que fue boxeador, pero que hace años que no combate. Hasta hace cosa de un año fue detective privado, pero ahora no tiene trabajo. Ganó algo de dinero a los dados y se emborrachó y simplemente andaba por ahí vagabundeando. Por eso andaba por la calle Noon. Vio el paquete que tiraron de su coche y lo recogió. Podemos tacharlo de vago, pero eso es todo.

—Puede que sea eso —dijo con voz suave Vidaury. Les llevó los vasos de dos en dos a los cuatro detectives, alzó el suyo e hizo un leve movimiento de cabeza antes de beber. Bebía con elegancia, con una soberbia gentileza de movimientos—. No, no lo conozco —volvió a decir—. Francamente, a mí no me parece alguien que ande lanzando ácido. —Agitó una mano en el aire—. Así que me temo que lo de traerlo aquí...

Pete Anglich levantó la cabeza de golpe y se quedó mirando a Vidaury. Dijo con voz burlona:

—Es un gran cumplido, Vidaury. No es frecuente que hagan perder el tiempo a cuatro polis para andar llevando a los prisioneros a visitar a la gente.

—Esto es Hollywood —contestó Vidaury con una sonrisa amable—. Después de todo, uno tiene una reputación.

—La tenía —dijo Pete Anglich—. Su última película fue como una patada donde no se dice delante de las señoras.

Angus se puso rígido. La cara de Vidaury, blanca. Puso el vaso despacio sobre la mesa y dejó caer la mano a un lado. Caminó ágilmente sobre la moqueta y se plantó delante de Pete Anglich.

—Esa es su opinión —dijo en tono áspero—, pero le advierto que...

—Escuche, pez gordo —dijo Pete Anglich despectivamente—, puso usted uno de los grandes en marcha porque algún rufián prometió tirarle ácido a la cara si no lo hacía. Yo recogí la tela pero no me llevo nada de su bonito y nuevo dinero. Así que ya se lo han devuelto. Sacará una publicidad que vale diez de los grandes sin pagar un centavo. Yo a eso lo llamo un negocio fantástico.

—Ya basta, mamón —dijo Angus, cortante.

—¿Sí? —dijo burlón Pete Anglich—. Creía que quería que hablase. Bien, pues ya estoy hablando. No soporto a los roñosos, ¿sabe?

Vidaury respiró fuerte. Cerró el puño de pronto, sin avisar, y lo lanzó contra la mandíbula de Pete Anglich. La cabeza de Pete Anglich se torció con el golpe; se le cerraron los ojos y luego los abrió como platos. Se sacudió un poco y dijo con frialdad:

—El codo para arriba y el pulgar para abajo, Vidaury. Se romperá una mano si le pega a la gente de esa forma.

Vidaury dio un paso atrás y meneó la cabeza, se miró el pulgar. La cara perdió la blancura. Reapareció la sonrisa.

—Lo siento —dijo arrepentido—. Lo siento muchísimo. No estoy acostumbrado a que me insulten. Y no conozco a este hombre, tal vez sea mejor que se lo lleve, teniente. Y, además, esposado. No ha sido muy deportivo, ¿verdad?

—Cuéntele eso a sus caballos de polo —dijo Pete Anglich—. Yo no me cabreo por tan poco.

Angus fue a su lado y le dio una palmada en el hombro.

—Venga, arriba, muerto de hambre. Nos largamos. Ya veo que no estás acostumbrado a tratar a gente educada, ¿a que no?

—No. Me gusta la chusma —dijo Pete Anglich. Se puso de pie lentamente y se tropezó con la lana de la moqueta.

Los dos detectives que estaban contra la pared se pusieron a su lado y salieron andando de la enorme sala por debajo de un arco. Angus y el otro hombre iban detrás. Esperaron en un pequeño vestíbulo privado a que llegase el ascensor.

—¿Cuál era la idea? —soltó Angus—. ¿Pelear con él?

Pete Anglich se rió.

—Ponerlo nervioso —dijo—. Solo eso.

Llegó el ascensor y bajaron hasta el enorme vestíbulo silencioso de las Chester Towers. Dos detectives de la casa estaban instalados al final de un mostrador de mármol, dos recepcionistas vigilaban tras él.

Pete Anglich hizo el saludo del boxeador con las manos esposadas.

—¿Qué, todavía no han venido los cuervos de la prensa? —les lanzó—. A Vidaury no le gustará que se cotillee de esto.

—Sigue adelante, listillo —le soltó uno de los detectives tirándole del brazo.

Recorrieron un pasillo y salieron por una entrada lateral que daba a una calle estrecha casi recubierta por las copas de los árboles. Más allá de las copas las luces de la ciudad eran como una enorme alfombra dorada jaspeada con pinceladas brillantes de rojo y verde, y azul y morado.

Sonaron dos motores de arranque. Empujaron a Pete Anglich al asiento de atrás del primer coche. Angus y otro hombre se pusieron uno a cada lado de él. Los coches arrancaron cuesta abajo y giraron hacia el este por Fountain, avanzaron luego silenciosos kilómetro tras kilómetro en medio de la noche. En el cruce entre Fountain y Sunset, los coches giraron hacia el centro en dirección a la torre alta y blanca del Ayuntamiento. Ya en la plaza, el primer coche giró por la calle Los Ángeles y siguió hacia el sur. El otro coche continuó.

Al cabo de un rato, Pete Anglich torció la boca y miró de costado a Angus.

—¿Adónde me llevan? Este no es el camino de la Jefatura.

El rostro sombrío y austero de Angus se volvió lentamente hacia él. Al cabo de un momento, el detective volvió a inclinarse hacia atrás y bostezó en medio de la noche. No le contestó.

El coche siguió por Los Ángeles hasta la Quinta, tomó al este hacia San Pedro, otra vez al sur manzana tras manzana, manzanas silenciosas y manzanas ruidosas, manzanas en las que había hombres sentados en silencio en unos porches destartalados, y manzanas en las que jóvenes bravucones y ruidosos de ambos colores bromeaban y se decían lindezas unos a otros, delante de restaurantes baratos y tiendas y cervecerías llenas de máquinas tragaperras.

En Santa Bárbara el coche policial volvió a girar hacia el este y se deslizó lentamente a lo largo del asfalto hasta la calle Noon. Se detuvo en la esquina de más arriba del vagón restaurante. A Pete Anglich se le volvió a tensar la cara, pero no dijo nada.

—Está bien —dijo Angus arrastrando las palabras—. Quítale las esposas.

El poli que iba al otro lado de Pete Anglich pescó una llavecita de su chaleco, abrió las esposas y las bamboleó encantado antes de guardárselas en la cintura. Angus abrió la puerta de un empujón y salió del coche.

—Fuera —dijo hacia atrás.

Pete Anglich salió. Angus se apartó unos pasos de la farola, se paró e hizo un gesto. Metió la mano debajo del abrigo y la sacó con un revólver. Dijo con voz suave:

—He tenido que hacer la comedia. De otro modo se hubiera enterado toda la ciudad. Pearson es el único que lo conoce a usted. ¿Alguna idea?

Pete Anglich cogió su revólver, meneó la cabeza lentamente y se guardó el arma bajo el abrigo manteniendo el cuerpo entre él y el coche que tenía detrás.

—Supongo que descubrieron la vigilancia —dijo lentamente—. También había una chica por aquí atravesada, pero puede que eso también pasase porque sí.

Angus se quedó un momento mirándolo en silencio, luego asintió y volvió al coche. Cerró de un portazo y el coche arrancó calle abajo y fue tomando velocidad.

Pete Anglich echó a andar por Santa Bárbara hacia la parte sur de la avenida Central. Al cabo de un rato, un letrero luminoso relució ante él con letras violeta: «Juggernaut Club». Subió unos anchos peldaños alfombrados camino del ruido y la música de baile.

Todos los cuentos
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