8

Llevaba allí una buena hora, en el medio estaba la mesa de despacho, otra mesa contra la pared, una escupidera de latón en una alfombrilla, un altavoz de la policía en la pared, tres moscas aplastadas, olor revenido a cigarros y ropa vieja. Había dos butacas de madera con asiento de fieltro y dos sillas rectas sin fieltro. La última vez que quitaron el polvo a la lámpara debió de ser durante el primer mandato de Coolidge.

La puerta se abrió de un empujón y entraron Finlayson y Sebold. Sebold tenía el mismo aspecto acicalado y desagradable de siempre, pero a Finlayson se le veía más viejo, más gastado, más gris. Llevaba un fajo de papeles en la mano. Se sentó al otro lado de la mesa y me dirigió una mirada dura y desolada.

—Los tipos como usted se meten en un montón de problemas —dijo Finlayson con voz agria. Sebold se sentó contra la pared y se echó el sombrero encima de los ojos, bostezó y echó una ojeada a su reloj de pulsera nuevo de acero inoxidable.

—Mi negocio son los problemas —dije—. Si no, cómo iba a ganarme los cuartos.

—Tendríamos que meterlo en chirona por todos esos encubrimientos. ¿Cuánto va a sacar de este?

—Yo trabajaba para Anna Halsey que trabajaba para el viejo Jeeter. Supongo que no habrá manera de cobrar.

Sebold me sonrió con su sonrisa de farsante. Finlayson encendió un pitillo y pasó la lengua por un desgarro que tenía en un lado, pero cuando chupaba se le escapaba el humo igual. Empujó hacia mí los papeles por encima de la mesa.

—Firme tres copias.

Firmé tres copias.

Las recogió, bostezó y se rascó la cabeza gris.

—El viejo ha tenido un derrame —dijo—. Ahí no ha habido suerte. Es probable que cuando se despierte no sepa ni qué hora es. Y ese tal George Hasterman, ese tipo, el chófer, se ríe de nosotros. Lástima que salió tocado. Me hubiera gustado pelear un poco con él.

—Es un tipo duro —dije.

—Sí. Okey, de momento puede largarse.

Me levanté, les saludé con la cabeza y salí por la puerta.

—Vale, buenas noches, muchachos.

Ninguno de los dos me contestó.

Salí del despacho, recorrí el pasillo y bajé en el ascensor hasta el vestíbulo del Ayuntamiento. De allí salí por el lado de la calle Spring y bajé el largo tramo de escalones desiertos. Soplaba un viento frío. Al llegar abajo encendí un cigarrillo. Mi coche seguía en casa de Jeeter. Levanté un pie para empezar a andar hacia un taxi que estaba media manzana más abajo en la otra acera. Una voz cortante se dirigió a mí desde un coche aparcado.

—Venga aquí un minuto.

Era una voz de hombre, tensa, dura. Era la voz de Marty Estel. Salía de un sedán grande con dos individuos en el asiento delantero. Me acerqué. La ventanilla de atrás estaba bajada y Marty Estel descansaba una mano enguantada en ella.

—Entre. —Me abrió la puerta. Entré. Estaba demasiado cansado para discutir—. Vámonos de aquí, Skin.

El coche se puso en marcha hacia el oeste por calles oscuras, casi silenciosas, casi limpias. El aire de la noche no era puro pero sí fresco. Subimos por una cuesta y empezamos a ganar velocidad.

—¿Qué han sacado? —preguntó Estel muy tranquilo.

—No me lo dijeron. Todavía no han hecho hablar al chófer.

—No se puede condenar por asesinato a este hombre. —El conductor que se llamaba Skin se rió sin volver la cabeza—. Igual ahora ni siquiera llego a cobrar esos cincuenta de los grandes... Por cierto, a la chica le gusta usted.

—Ajá. ¿Y qué?

—Olvídela.

—¿Qué saco con eso?

—Lo que cuenta es lo que sacará si no lo hace.

—Sí, claro —dije—. Váyase al infierno, si no le importa. Estoy cansado.

Cerré los ojos y me apoyé en la esquina del coche y al momento me quedé dormido. Hay veces que me pasa eso, después de mucha tensión.

Me despertó una mano que me sacudía el hombro. El coche se había parado. Miré fuera y estaba delante de mi edificio de apartamentos.

—En casa —dijo Marty Estel—. Y recuerde. Olvídela.

—¿Por qué me han traído a casa? ¿Solo para decirme eso?

—Ella me pidió que lo cuidara. Por eso lo suelto. Usted le gusta. A mí me gusta ella. ¿Lo ve? No querrá usted más problemas.

—Mi negocio... —empecé a decir, pero me detuve. Ya estaba cansado de aquel numerito por aquella noche—. Gracias por el paseo y, aparte de eso, a la porra. —Me giré, entré en el edificio y subí.

El cerrojo de la puerta seguía suelto, pero esta vez no me esperaba nadie. Hacía ya mucho que se habían llevado a Nariz de Cera. Dejé la puerta abierta, subí las ventanas y seguía notando el olor a colillas de cigarro de policía cuando sonó el teléfono. Era la voz de ella, tranquila, un poco dura, sin que nada la afectara, casi divertida. Bueno, probablemente había vivido cosas suficientes para ser así.

—Hola, ojos castaños. ¿Has llegado a casa sano y salvo?

—Su compadre Marty me trajo a casa. Me dijo que la olvidara. Gracias de todo corazón, si es que tengo, pero no me llame más.

—¿Un poquito asustado, señor Marlowe?

—No. Espere a que yo la llame —dije—. Buenas noches, preciosa.

—Buenas noches, ojos castaños.

Sonó un clic. Colgué el teléfono, cerré la puerta y bajé la cama. Me desvestí y me tumbé un rato en el aire frío.

Luego me levanté, me tomé una copa, me duché y me fui a dormir.

Al final consiguieron que George hablara, pero no lo suficiente. Dijo que había habido una pelea por culpa de la chica, que el joven Jeeter había agarrado la pistola de la repisa y George había forcejeado con él y se había disparado sola. Todo lo que, desde luego, parecía plausible... sobre el papel. Nunca le colgaron la muerte de Arbogast ni a él ni a nadie. Nunca encontraron el arma con la que lo hicieron, no era la de Nariz de Cera. Nariz de Cera desapareció y nunca me enteré de dónde. No tocaron al viejo Jeeter porque nunca se recuperó lo suficiente del derrame salvo para vivir tumbado boca arriba, tener enfermeras y decirle a todo el mundo que no había perdido ni un centavo en la Depresión.

Marty Estel me llamó cuatro veces para decirme que me olvidara de Harriet Huntress. Sentí un poco de lástima por aquel pobre tipo. Lo tenía crudo. Salí con ella dos veces y estuve otras dos veces con ella en su casa, bebiendo su whisky. Era encantadora, pero yo no tenía ni el dinero ni la ropa ni el tiempo ni las maneras. Después dejó de estar en El Milano y oí que se había ido a Nueva York. Me alegré cuando se marchó..., aunque ni siquiera se molestase en decirme adiós.

Todos los cuentos
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