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De Ruse entrecerró los ojos y observó los dedos del crupier deslizarse hacia atrás en la mesa para descansar en el borde. Eran unos dedos gordezuelos, ahusados, vivaces. De Ruse levantó la cabeza y miró al crupier a la cara. Era un hombre calvo de edad indefinida con unos tranquilos ojos azules. No tenía cabello alguno en la cabeza, ni uno solo.
De Ruse volvió a bajar la vista a las manos del crupier. La derecha hizo un pequeño giro en el borde de la mesa. Los botones de la manga de la chaqueta de terciopelo marrón del crupier —una chaqueta como de esmoquin— se apoyaban en el borde de la mesa. De Ruse sonrió con su leve sonrisa metálica.
Tenía tres fichas azules al rojo. En esa tirada, la bola se detuvo en el dos negro. El crupier pagó a dos de los otros cuatro jugadores que había.
De Ruse empujó cinco fichas azules y las dejó sobre el diamante rojo. Luego giró la cabeza a la izquierda y miró a un joven rubio y fornido que ponía tres fichas rojas en el cero.
De Ruse se pasó la lengua por los labios y movió la cabeza para mirar más allá, hacia el lateral de la moderadamente pequeña sala. Francine Ley estaba sentada en un sofá junto a la pared y tenía la cabeza apoyada.
—Me parece que ya lo tengo, nena —le dijo De Ruse—. Me parece que lo tengo.
Francine Ley parpadeó y separó la cabeza de la pared. Alargó la mano para coger un vaso de una mesa baja redonda que tenía delante.
Dio unos sorbos a la bebida, miró al suelo, no contestó.
De Ruse volvió a mirar al rubio. Los otros tres habían hecho apuestas. El crupier parecía impaciente y al mismo tiempo vigilante.
—¿Cómo es que siempre pones al cero cuando yo juego rojo, y al cero doble cuando juego al negro? —dijo De Ruse.
El joven rubio sonrió, se encogió de hombros, no dijo nada.
De Ruse puso la mano sobre el tapete y dijo con voz muy suave:
—Le he hecho una pregunta, caballero.
—Tal vez sea un mago de las finanzas —gruñó el joven rubio—. Me gusta jugar a corto.
—¿Qué es esto..., cámara lenta? —soltó uno de los otros jugadores.
—Hagan juego, por favor, caballeros —apremió el crupier.
De Ruse lo miró.
—Suéltela —dijo.
El crupier hizo girar la rueda con la mano izquierda y soltó la bola con la misma mano en dirección contraria. Su mano derecha seguía apoyada en el borde de la mesa.
La bola se detuvo en el 28 negro, junto al cero. El rubio se rió.
—Cerca —comentó—, ha andado cerca.
De Ruse comprobó las fichas, las apiló con cuidado.
—Pierdo seis de los grandes —dijo—. La cosa está cruda, pero supongo que hay dinero de por medio. ¿Quién lleva este garito?
El crupier sonrió despacio y miró directamente a los ojos de De Ruse. Preguntó con voz tranquila:
—¿Ha dicho usted garito?
De Ruse asintió en silencio. No se molestó en contestar.
—Me pareció que decía garito. —Movió un pie y apoyó el peso sobre él.
Tres de los hombres que estaban jugando recogieron rápidamente las fichas y se fueron a una barra pequeña que había en un rincón de la sala. Pidieron de beber y apoyaron la espalda contra la pared de al lado de la barra observando a De Ruse y al crupier. El rubio siguió donde estaba y sonrió a De Ruse sarcásticamente.
—Uf, uf —dijo pensativo—, esos modales.
Francine Ley se terminó la copa y volvió a apoyar la cabeza contra la pared. Bajó los ojos y miró furtivamente a De Ruse por debajo de sus largas pestañas.
Al cabo de un momento se abrió una puerta de madera y apareció un hombre muy grande con un bigote negro y unas cejas negras muy gruesas. El crupier dirigió la mirada hacia él y luego otra vez a De Ruse, al que señaló con los ojos.
—Sí, me pareció que decía garito —repitió, inexpresivo.
El hombretón alargó la mano hacia el codo de De Ruse.
—Fuera —dijo impasible.
El rubio sonrió y se metió las manos en los bolsillos del traje gris oscuro. De Ruse miró al crupier desde el otro lado de la ruleta.
—Me llevaré mis seis mil y daremos el día por terminado —dijo.
—Fuera —repitió el hombretón, amenazador, clavándole el codo a De Ruse en el costado.
El crupier calvo sonrió cortés.
—¿No iremos a ponernos bravos, verdad? —le dijo el hombretón a De Ruse.
De Ruse lo miró con una expresión de sorpresa llena de sarcasmo.
—Vaya, vaya con el gorila —dijo con voz suave—. Ocúpate tú, Nicky.
El rubio sacó la mano derecha del bolsillo y la disparó. La cachiporra brilló negra y reluciente bajo las luces y aterrizó sobre la nuca del hombretón con un ruido sordo. El hombre intentó aferrar a De Ruse pero este se apartó de él rápido y sacó una pistola del sobaco. El hombretón trató de agarrarse al borde de la mesa de la ruleta y cayó pesadamente al suelo.
Francine Ley se levantó y su garganta emitió un sonido ahogado.
El rubio se echó a un lado, se giró y miró al barman. El barman puso las manos encima de la barra. Los tres hombres que habían estado jugando a la ruleta parecían muy interesados, pero no se movieron.
—El botón de la manga derecha, Nicky. Me parece que es de cobre —dijo De Ruse.
—Sí.
El rubio rodeó el extremo de la mesa mientras se guardaba la porra en el bolsillo. Llegó junto al crupier y le agarró el botón del medio de los tres que tenía en el puño derecho y tiró fuerte de él. Al segundo tirón se desprendió y detrás de él fue saliendo de la manga un fino hilo metálico.
—Correcto —comentó el rubio como sin darle importancia. Dejó caer el brazo del crupier.
—Ahora recogeré mis seis mil —dijo De Ruse—. Luego iremos a hablar con el jefe.
El crupier asintió con movimientos lentos y fue a coger el portafichas que estaba al lado de la mesa de la ruleta.
El hombretón del suelo no se movió. El rubio le pasó la mano por la cadera y sacó una cuarenta y cinco automática que llevaba en la cartuchera de la espalda.
La hizo saltar en su mano sonriendo encantador a la concurrencia.