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NO ES CASO PARA PERSONAS DESAPARECIDAS
Estaba destrozando un par de zapatos nuevos apoyando los pies en el escritorio esa mañana cuando Violetas M’Gee me telefoneó. Era un día gris de agosto, caluroso y húmedo, y resultaba imposible mantener el cuello seco, ni siquiera con una toalla de baño.
—¿Cómo está mi muchacho? —preguntó Violetas como de costumbre—. ¿Ni un solo caso en toda la semana, eh? Hay un tipo llamado Howard Melton del edificio Avenant que ha perdido la pista a su mujer. Es el director de zona de la Doreme Cosmetic Company. No quiere notificar la desaparición a Personas Desaparecidas por algún motivo. El jefe lo conoce un poco. Lo mejor será que te pases por allí y te quites los zapatos antes de entrar. Es un sitio de lo más estirado.
Violetas M’Gee es detective de Homicidios de la oficina del sheriff y, si no fuera por todos los trabajos de caridad que me encarga, tal vez pudiera ganarme la vida. Pero este parecía un poco distinto, así que bajé los pies al suelo, volví a enjugarme la nuca y me fui para allá.
El edificio Avenant está en Olive, cerca de la Sexta, y tiene delante una acera de goma blanca y negra. Las ascensoristas llevan blusas rusas de seda gris y ese tipo de boinas caídas a un lado que usan los pintores para que no se les manche el pelo de pintura. La Doreme Cosmetic Company ocupaba buena parte del séptimo piso. Había una sala de recepción grande con paredes de cristal llena de flores y alfombras persas y pequeñas esculturas absurdas de cerámica esmaltada. Una rubita muy pulcra estaba sentada ante una centralita en un gran escritorio sobre el que había más flores y un letrero inclinado en el que se leía: «Señorita Van de Graaf». Llevaba unas gafas a lo Harold Lloyd y el pelo estirado hacia atrás de modo que dejaba despejada una frente lo bastante alta para echarle nieve encima.
Le indicó que el señor Howard Melton estaba en una reunión, pero que le entregaría mi tarjeta cuando tuviera oportunidad, y me preguntó por el asunto que me llevaba a visitarlo. Le dije que no disponía de tarjetas, pero que me llamaba John Dalmas, y que acudía de parte del señor West.
—¿Quién es el señor West? —inquirió la señorita Van de Graaf con frialdad—. ¿El señor Melton lo conoce?
—No tengo ni idea, hermana. No conozco al señor Melton, así que menos a sus amigos.
—¿Cuál es la naturaleza de su asunto?
—Personal.
—Entiendo. —Puso rápidamente las iniciales en tres papeles que tenía sobre la mesa para evitar lanzarme algo a la cara. Fui a sentarme en una butaca de cuero azul con brazos cromados. Tenía la comodidad, el aspecto y el olor muy parecidos a una butaca de peluquería.
Al cabo de una media hora se abrió una puerta situada detrás de una barandilla de bronce y por ella salieron dos hombres que se reían. Un tercero sujetó la puerta y se hizo eco de sus carcajadas. Se estrecharon las manos y los dos primeros se marcharon y el tercero borró la sonrisa de la cara al instante y miró a la señorita Van de Graaf.
—¿Alguna llamada? —preguntó con voz de jefe.
—No, señor —dijo agitando sus papeles—. Ha venido un tal señor Dalmas a verle... de parte del señor... West. Un asunto personal.
—No lo conozco —ladró el hombre—. Tengo más seguros de los que puedo pagar. —Me lanzó una mirada rápida y dura, se metió en su despacho y cerró de un portazo. La señorita Van de Graaf me sonrió con una delicada conmiseración.
Encendí un cigarrillo y crucé las piernas hacia el otro lado. Cinco minutos después la puerta de detrás de la barandilla se abrió de nuevo y por ella reapareció el hombre con el sombrero puesto y gruñó que estaría fuera media hora.
Pasó por una cancela que había en la barandilla y echó a andar hacia la entrada. Luego hizo un giro elegante y vino hacia mí a grandes zancadas. Me miró desde arriba; era un hombre alto, de más de uno ochenta y cinco, y anchura en proporción. Tenía una cara bien masajeada que no ocultaba las arrugas de la mala vida. Tenía los ojos negros, duros y taimados.
—¿Quería usted verme?
Me puse de pie, saqué la billetera y le di una tarjeta. Él la miró y la agitó en la mano. Sus ojos se pusieron pensativos.
—¿Quién es el señor West?
—A mí que me registren.
Me dirigió una mirada dura, directa e interesada.
—Ha tenido la idea correcta —dijo—. Vamos a mi despacho.
La recepcionista estaba tan enfadada que intentaba marcar tres papeles a la vez cuando pasamos junto a ella y cruzamos la barandilla.
El despacho era largo, tranquilo y poco iluminado pero no fresco. De la pared colgaba una gran foto de un viejo pájaro de aspecto duro que en su tiempo debía de haber sacado brillo a más de una nariz. El hombre importante se metió detrás de una mesa de despacho de ochocientos dólares y se inclinó hacia atrás en un sillón de director de respaldo alto y bien acolchado. Empujó hacia mí un estuche de puros con humidificador. Encendí uno mientras él me miraba con ligereza y ojos firmes y tranquilos.
—Esto es algo muy confidencial —dijo.
—Ajá.
Volvió a leer mi tarjeta y la metió en una cartera chapada en oro.
—¿Quién lo envía?
—Un amigo de la oficina del sheriff.
—Como comprenderá, necesito saber algo más de usted.
Le di un par de nombres y números. Tomó el teléfono, pidió línea y marcó el número él mismo. Telefoneó a las dos personas que le había mencionado y habló con ellas. Al cabo de cuatro minutos había colgado y volvía a echar el sillón para atrás. Los dos nos enjugamos la nuca.
—De momento, todo bien —dijo—. Ahora, demuéstreme que es el hombre que dice ser.
Saqué la billetera y le mostré una pequeña fotocopia de mi licencia. Pareció satisfecho.
—¿Cuánto cobra usted?
—Veinticinco pavos al día más gastos.
—Eso es demasiado. ¿Cuál es la naturaleza de sus gastos?
—Gasolina y aceite, tal vez una propina o dos, comidas y whisky. Mayormente whisky.
—¿No come usted cuando no trabaja?
—Sí, pero no tan bien.
Sonrió. La sonrisa, igual que sus ojos, tenía una calidad de piedra.
—Creo que es posible que nos llevemos bien —dijo.
Abrió un cajón y sacó una botella de whisky escocés. Nos tomamos una copa. Dejó la botella en el suelo, se limpió los labios, encendió un cigarrillo que llevaba sus iniciales y aspiró bien cómodo.
—Mejor dejémoslo en quince al día —dijo—. Es más acorde con los tiempos que corren... y cuidadito con el licor.
—Solo le estaba tomando el pelo —dije—. Un hombre con el que no puedes bromear es un hombre del que no te puedes fiar.
—Trato hecho —dijo sonriendo de nuevo—. Sin embargo, antes de nada, ha de prometerme que bajo ninguna circunstancia mantendrá relación alguna con ningún amigo policía que pueda tener.
—Mientras no haya asesinado usted a nadie, me parece bien.
Se echó a reír.
—Todavía no. Pero sigo siendo un tipo de lo más duro. Lo que quiero es que le siga la pista a mi mujer y descubra dónde está y qué hace. Y sin que se entere. Desapareció hace once días. El doce de agosto. De una cabaña que tenemos en el lago Little Fawn. Es un pequeño lago del que soy propietario con otras dos personas. Está a cinco kilómetros de Puma Point. Supongo que sabe dónde está eso.
—En las montañas de San Bernardino, concretamente, a unos sesenta kilómetros de San Bernardino —dije.
—Eso es. —Se le cayó la ceniza del cigarrillo sobre la mesa y se inclinó hacia delante para soplar y quitarla—. El lago Little Fawn tiene algo menos de un kilómetro de largo. Tiene una pequeña presa que construimos para una promoción inmobiliaria... justo en el peor momento. Hay cuatro cabañas: la mía, las dos que pertenecen a mis amigos, que ninguno ha ocupado este verano, y una cuarta en el lado del lago más próximo a la zona por donde se llega. Esa la ocupan un hombre que se llama William Haines y su esposa. Es un mutilado de guerra que cobra una pensión. Vive allí sin pagar renta y cuida del sitio. Mi mujer ha pasado allí el verano y tenía que volver el día doce y bajar a la ciudad para ciertas actividades sociales durante el fin de semana. Pero no apareció.
Asentí. Abrió un cajón del escritorio cerrado con llave y sacó un sobre. Del sobre sacó una foto y un telegrama, y me pasó el telegrama por encima de la mesa. Se lo habían enviado desde El Paso, Texas, el 15 de agosto a las 9:18 de la mañana. Iba dirigido a Howard Melton, edificio Avenant 715, Los Ángeles. Decía: «Cruzo frontera para obtener divorcio mexicano. Me caso con Lance. Buena suerte y adiós. Julia».
Deposité el impreso amarillo sobre el escritorio.
—Julia es el nombre de mi mujer —dijo Melton.
—¿Quién es Lance?
—Lancelot Goodwin. Hasta hace un año era mi secretario confidencial. Luego recibió algún dinero y lo dejó. Hace mucho tiempo que sabía que Julia y él andaban algo acaramelados, si me permite decirlo de ese modo.
—Por mí está bien —dije yo.
Empujó la foto por encima de la mesa. Era una instantánea en papel brillante de una rubia pequeña, delgada, y un tipo alto, delgado, moreno, de unos treinta y cinco años y guapo, un punto demasiado guapo. La rubia podía tener cualquier edad entre los dieciocho y los cuarenta. Era de ese tipo. Tenía buena figura y no se andaba con miramientos en lo que a sí misma se refería. Llevaba un traje de baño que no exigía mucha imaginación y el hombre iba en bañador. Estaban sentados en la arena delante de una sombrilla de playa a rayas. Dejé la instantánea encima del telegrama.
—Esas son todas las pruebas que tengo —dijo Melton—, pero no todos los datos. ¿Otra copa? —La sirvió y nos la bebimos. Volvió a dejar la botella en el suelo y sonó el teléfono. Habló durante un momento, luego pulsó el interruptor y le dijo a la operadora que le retuviera las llamadas durante un rato.
—Hasta aquí puede que no hubiera demasiado sobre el asunto —dijo—. Pero el viernes pasado me encontré a Lance Goodwin por la calle. Me contó que hacía meses que no veía a Julia. Le creí porque Lance es un tipo con pocas inhibiciones, y no es de los que se asustan. Además, sería muy propio de él decirme la verdad en una cosa así. Y creo que mantendría la boca cerrada.
—¿Había otras personas en las que pensar?
—No. Y si la hay, no se me ocurre quién. Lo que yo sospecho es que a Julia la han detenido y está en la cárcel en algún sitio, y que se las ha arreglado con sobornos o como sea para ocultar su identidad.
—¿En la cárcel, por qué?
Vaciló un momento y luego dijo en voz muy baja.
—Julia es cleptómana. No mucho, y no todo el tiempo. Sobre todo cuando ha bebido demasiado. A veces le dan una especie de ataques. La mayor parte de sus problemas los ha tenido aquí en Los Ángeles, en los grandes almacenes donde tenemos cuenta. La han pillado unas cuantas veces y consiguió librarse cargando lo que había robado en la factura. Hasta ahora no ha habido escándalos que yo no haya podido controlar. Pero en una ciudad desconocida... —Hizo una pausa y frunció el ceño con fuerza—. Tengo que preocuparme por mi trabajo con la gente de Doreme.
—¿Alguna vez la hicieron tocar el piano?
—¿Cómo?
—Si le tomaron las huellas dactilares y la ficharon.
—No, que yo sepa —y pareció que aquello le preocupaba.
—¿Ese Goodwin sabía lo de sus actividades paralelas?
—No se lo sabría decir. Espero que no. En todo caso, nunca lo mencionó, naturalmente.
—Me gustaría tener su dirección.
—Está en la guía. Tiene un bungalow en algún lugar del distrito de Chevy Chase, cerca de Glendale. Un sitio muy apartado. Tengo el presentimiento de que Lance es un ligón redomado.
Me pareció un decorado muy agradable, pero no lo dije en voz alta. Para variar un poco, esta vez estaba oliendo el aroma de algo de dinero honrado.
—Imagino que habrá subido a ese lago de Little Fawn tras la desaparición de su esposa, naturalmente —dije.
—Bueno, en realidad no —pareció sorprendido—. No tenía ninguna razón para ir. Hasta que me encontré a Lance delante del Athletic Club, suponía que Julia y él estaban juntos en alguna parte... quizá ya casados. Los divorcios en México son rápidos.
—¿Qué me dice del dinero? ¿Llevaba su mujer mucho dinero encima?
—No lo sé. Dispone de un montón de dinero propio que heredó de su padre. Supongo que puede conseguir bastante efectivo sin problemas.
—Entiendo. ¿Cómo iba vestida..., si es que lo sabe?
—Hacía dos semanas que no la veía —dijo negando con la cabeza—. Por lo general, solía llevar ropa bastante oscura. Tal vez Haines sepa decírselo. Supongo que él tendrá que saber que ha desaparecido. Y creo que se puede confiar en que mantenga la boca cerrada —Melton sonrió con ironía—. Llevaba un reloj de pulsera de platino, pequeño, de forma octogonal, con cadena de eslabones grandes. Regalo de cumpleaños. Con el nombre grabado por dentro. También tenía una sortija de brillantes y esmeraldas y un anillo de boda de platino con una inscripción en la parte interior: «Howard y Julia Melton. 27 de julio de 1926».
—Pero no sospecha juego sucio, ¿o sí?
—No. —Sus anchos pómulos se ruborizaron ligeramente—. Ya le he dicho lo que sospecho.
—Si está en la cárcel, ¿qué tengo que hacer? ¿Simplemente informar y esperar?
—Desde luego. Y si no lo está, tenerla vigilada hasta que yo pueda llegar a dondequiera que esté. Creo que puedo controlar la situación.
—Ajá. Sí, es usted lo bastante grande. Dice que se marchó de Little Fawn el doce de agosto. Pero que no ha subido allí. ¿Quiere decir que ella sí, o simplemente se supone que sí, o lo deduce usted de la fecha del telegrama?
—Exacto. Y hay otra cosa que había olvidado. Sí que se marchó el doce. Nunca conducía de noche, así que bajó de las montañas por la tarde y paró en el hotel Olympia hasta la hora de salida del tren. Lo sé porque me llamaron una semana después para decirme que su coche seguía en el parking del hotel y que si quería recogerlo. Les dije que pasaría por allí a buscarlo cuando tuviera tiempo.
—Okey, señor Melton. Creo que iré a dar una vuelta y empezaré por lo de ese Lancelot Goodwin. Puede que no le haya contado la verdad.
Me alargó la guía de teléfonos de otras localidades y busqué el número. Lancelot Goodwin vivía en el 3416 de Chester Lane. No sabía dónde estaba pero llevaba un mapa en el coche.
—Subiré allí a echar un vistazo —dije—. Será mejor que me dé algo de dinero a cuenta. Digamos cien pavos.
—Cincuenta deberían bastarle para ponerse en marcha —dijo. Sacó la cartera chapada en oro y me dio dos de veinte y uno de diez—. Tendrá que firmarme un recibo... por puro formalismo.
Como tenía un talonario de recibos en el escritorio escribió en uno lo que quiso y se lo firmé. Me guardé los documentos de prueba en el bolsillo y me levanté. Nos estrechamos la mano.
Me marché con la sensación de que era un tipo que no cometería nunca demasiados errores pequeños, sobre todo con el dinero. Cuando salí, la recepcionista me miró con mala cara. Aquello me tuvo preocupado casi hasta llegar al ascensor.