8

Retrocedí lentamente hacia dentro de la habitación. Los dos visitantes convergieron hacia mí, uno por cada lado. Tropecé con la maleta y caí para atrás, me di contra el suelo y rodé de costado con un gemido.

—¡Arriba esas manos, amigos! ¡Y deprisita! —dijo Sunset como sin darle importancia.

De golpe, las dos cabezas dejaron de mirarme y entonces pude sacar el arma y dejarla a mi lado. Seguí quejándome.

Hubo un silencio. No se oyó caer arma alguna. La puerta del cuarto seguía abierta de par en par y Sunset se apretaba contra la pared más o menos detrás de ella.

La chica dijo sin despegar los dientes:

—Tú cubre al sabueso, Rush, y cierra la puerta. El flaco no puede disparar aquí. Ni nadie. —Luego, con un susurro que apenas pude oír, añadió—: ¡Pega un portazo!

Rush Madder retrocedió tambaleante sin dejar de apuntarme con su Smith & Wesson. Le daba la espalda a Sunset y solo de pensarlo le daban vueltas los ojos. Podría haberle pegado un tiro con facilidad, pero no jugábamos a eso. Sunset estaba plantado con los pies separados y asomando la lengua. Algo que podría haber sido una sonrisa jugueteaba en sus ojos planos.

Miró a la chica y la chica lo miró. Las armas se miraron entre sí.

Rush Madder alcanzó la puerta, la cogió por el borde y le dio un empujón fuerte. Sabía exactamente lo que iba a suceder. Cuando retumbara el portazo la treinta y dos se dispararía y nadie lo oiría si hacía fuego en el momento preciso. La explosión se perdería con el estruendo de la puerta.

Alargué la mano y me agarré al tobillo de Carol Donovan y di un tirón fuerte.

Sonó el portazo. El tiro hizo saltar esquirlas del techo.

Se revolvió contra mí dando patadas. Sunset dijo con voz tensa, arrastrada, pero un tanto penetrante:

—Si la cosa es así, así es. ¡Vámonos! —Y el percutor de su Colt volvió a su sitio con un clic.

Algo en su voz tranquilizó a Carol Donovan. Se relajó, bajó el brazo con la automática a un costado y se apartó de mí con una última mirada maligna.

Madder hizo girar la llave de la puerta y se apoyó contra la madera, respirando con ruido. El sombrero se le había caído sobre una oreja y bajo el ala asomaban las puntas de dos cintas adhesivas.

Nadie se movió mientras yo pensaba aquello. No se oía ruido alguno de pies por el pasillo, ni alarmas. Me puse de rodillas, quité el arma de la vista, me levanté y me fui hasta la ventana. No había nadie en la acera que mirara hacia los pisos del hotel Snoqualmie.

Me senté en el amplio y viejo alféizar y miré alrededor con cierta incomodidad, como si el predicador hubiera dicho una palabrota. La chica me espetó:

—¿Este cretino es tu socio?

No contesté. La cara se le fue ruborizando y los ojos le ardían. Madder alargó una mano y farfulló:

—Escucha, Carol, ahora escúchame. Estas no son maneras para lo que...

—¡Cállate!

—Sí —dijo Madder con voz ahogada—. Claro.

Sunset contempló a la chica perezosamente por tercera o cuarta vez. Apoyaba la mano con el revólver cómodamente sobre la cadera y toda su actitud era de una relajación completa. Habiéndolo visto sacar el arma una vez tuve la esperanza de que la chica no se dejase engañar.

Le dijo lentamente:

—Ya hemos oído hablar de vosotros dos. ¿Cuál es la oferta? Ni os la escucharía, pero no soporto meterme en tiroteos.

—Hay bastante para los cuatro —dijo la chica. Madder movió vigorosamente la cabeza para asentir y casi consigue poner una sonrisa.

Sunset me miró. Asentí.

—O sea, cuatro —suspiró—. Pero ahí se acabó. Iremos a mi chabolo y hablamos. Esto no me gusta.

—Debemos parecer unos simples —dijo la chica con acidez.

—Que matan fácil —dijo Sunset arrastrando la voz—. He conocido montones. Por eso no vamos a hablar aquí del asunto. Esto no es un juego de disparos.

Carol Donovan se sacó un bolso de ante de debajo del brazo izquierdo y guardó dentro la treinta y dos. Sonrió. Estaba guapa cuando sonreía.

—Vale, envido —dijo con voz tranquila—. Jugaré. ¿Adónde vamos?

—A la calle Water. Iremos en taxi.

—Tú delante, campeón.

Salimos de la habitación y bajamos en el ascensor, cuatro amiguetes que cruzan por un vestíbulo lleno de trofeos de caza colgados y aves disecadas y flores silvestres secas en marcos de cristal. El taxi salió de Capitol Way, cruzó la plaza, pasó junto a un gran bloque rojo de apartamentos, demasiado grande para la ciudad, salvo cuando se reunía la asamblea legislativa. Luego huellas de coches que iban más allá de los lejanos edificios del capitolio y las altas verjas cerradas de la mansión del gobernador.

Las aceras estaban bordeadas de robles. Tras los muros de los jardines asomaban unas cuantas residencias de grandes dimensiones. El taxi pasó a su lado a toda marcha y torció hacia una carretera que conducía hacia la punta del Estrecho. Al poco rato apareció una casa en un claro estrecho entre árboles altos. A lo lejos, tras los troncos de los árboles, refulgía el agua. La casa tenía un porche con tejado y un pequeño jardín invadido de hierbajos y arbustos sin podar. Al final de un camino de tierra había un tendejón y un descapotable antiguo metido debajo.

Nos bajamos y yo pagué el taxi. Los cuatro lo observamos atentamente perderse de vista. Luego Sunset dijo:

—Mi casa está arriba. En la parte de abajo vive una maestra. No está en casa. Vamos arriba y rajamos.

Cruzamos el jardín hasta llegar al porche y Sunset abrió una puerta y nos señaló unos escalones estrechos.

—Las señoras primero. Tú guías, hermosa. En este pueblo nadie cierra la puerta.

La chica le lanzó una mirada fría y pasó a su lado para empezar a subir los peldaños. Yo fui detrás, luego Madder, y Sunset el último.

Un solo cuarto ocupaba la mayor parte del primer piso y estaba oscuro por los árboles; tenía una ventana abuhardillada, un sofá-cama grande metido en la parte baja del techo inclinado, una mesa, unas sillas de mimbre, una radio pequeña y una estufa redonda negra en mitad de la habitación. Sunset se fue a la cocinita y volvió con una botella cuadrada y unos vasos. Sirvió de beber, se llevó un vaso y dejó los otros sobre la mesa.

Los demás tomamos el nuestro y nos sentamos.

Sunset se embutió la copa de un trago, se inclinó hacia delante para dejar el vaso en el suelo y apareció esgrimiendo el Colt.

Oí a Madder tragar saliva en el frío y repentino silencio. La chica torció la boca como si fuera a echarse a reír. Luego se inclinó hacia delante, sosteniendo el vaso encima del bolso con la mano izquierda.

Sunset fue moviendo lentamente los labios hasta que formaron una fina línea recta. Dijo lenta e intencionadamente:

—Conque quemando pies a la gente, ¿eh?

Madder se atragantó y empezó a extender sus gruesas manos. El Colt se dirigió hacia él. Se puso las manos en las rodillas y juntó las rótulas.

—Y encima imbéciles —continuó Sunset en tono cansado—. Le queman los pies a un tipo para que cante y luego se meten sin más en el salón de uno de sus colegas. No podríamos envolverlo ni con cintas de regalo de Navidad.

Madder tartamudeó:

—M-m-muy b-b-bien. ¿Q-qué se p-paga?

La chica sonrió ligeramente y no dijo nada. Sunset sonrió.

—Cuerda —dijo en voz suave—. Un montón de cuerda con unos buenos nudos apretados y metida en agua. Luego mi socio y yo nos largamos a cazar luciérnagas (perlas las llamáis vosotros) y cuando volvamos... —Se paró y se pasó la mano izquierda por delante de la garganta. Luego me miró a mí—: ¿Te gusta la idea?

—Sí, pero no voy a ponerme a cantar —dije—. ¿Dónde está la cuerda?

—Buró —contestó Sunset y señaló con una oreja a la esquina.

Me fui en aquella dirección siguiendo la pared. Madder soltó de pronto un ligero quejido y los ojos se le pusieron en blanco. Se cayó sin más de la silla hacia delante, en un desmayo mortal.

Eso cabreó a Sunset. No se esperaba nada tan idiota. Hizo rotar la mano derecha hasta que el Colt quedó apuntando a la espalda de Madder.

La chica deslizó la mano bajo el bolso. Este se levantó una pulgada. El arma que tenía allí enganchada en un clip —el arma que Sunset pensaba que estaba dentro del bolso— escupió y lanzó una fugaz llamarada.

Sunset tosió. El Colt restalló y un trozo de madera saltó del respaldo de la silla donde Madder estaba sentado antes. Sunset soltó el Colt y bajó la mandíbula hasta el pecho y trató de mirar al techo. Las largas piernas se le resbalaron hacia delante y los tacones rasparon contra el suelo. Se quedó así sentado, inerte, la barbilla contra el pecho, los ojos mirando hacia arriba. Muerto como una nuez en vinagre.

Aparté de una patada la silla que la señorita Donovan tenía debajo y se fue disparada al suelo de costado en medio de un revoloteo de piernas de seda. El sombrero se le quedó torcido en la cabeza. Chilló. Le pisé la mano y luego me giré de repente y de una patada lancé su arma a través de la buhardilla.

—En pie.

Se levantó despacio, apartándose de mí mientras se mordía un labio, los ojos enfurecidos, convertida de repente en una niña caprichosa con cara de mala pero acorralada. Siguió retrocediendo hasta que la pared la detuvo. Los ojos lanzaban chispas en una cara como de cera.

Busqué a Madder con la vista, me fui hasta una puerta cerrada. Era de un cuarto de baño. Saqué la llave y le hice un gesto a la chica.

—Adentro.

Cruzó el cuarto con las piernas tiesas y pasó delante de mí, casi tocándome.

—Escucha un momento, pies planos...

La empujé para que terminara de entrar y cerré de un portazo y eché la llave. Por mí estupendo si quería tirarse por la ventana. Ya había visto las ventanas desde abajo.

Me acerqué a Sunset, le tomé el pulso, noté el pequeño bulto del llavero con las llaves en el bolsillo, las saqué sin hacerlo caer del todo de la silla. No busqué nada más.

En el llavero estaban las llaves del coche.

Volví a mirar a Madder, me di cuenta de que tenía los dedos tan blancos como la nieve. Bajé los escalones estrechos hasta el porche, di la vuelta a la casa y me subí al viejo descapotable que había bajo el tendejón. Una de las llaves del llavero encajaba en el contacto.

Al coche le costó un montón de saltos y toses ponerse en marcha y dejarme luego bajar por el camino de tierra hasta la curva. No vi ni oí nada que se moviera en la casa. Los pinos altos de detrás y del lado agitaban las ramas más altas con languidez y un sol sin ánimos se colaba entre ellas según se movían.

Me dirigí de vuelta a Capitol Way y al centro todo lo deprisa que me atrevía, pasé la plaza y el hotel Snoqualmie y seguí por el puente hacia el océano Pacífico y Westport.

Todos los cuentos
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