9

UN TIPO CON ARRESTOS

El pequeño jefe de policía apareció saltarín con el sombrero en la nuca y las manos en los bolsillos de un abrigo ligero oscuro. En el bolsillo derecho del abrigo llevaba algo sujeto, algo grande y pesado. Detrás de él había dos detectives de paisano y uno de ellos era Weems, el tipo corpulento de cara gorda que me había seguido hasta la calle Altair. Shorty, el guardia de uniforme al que habíamos dejado tirado en el bulevar Arguello, cubría la retaguardia.

El jefe Anders se paró un poco, ya dentro de la puerta, y me sonrió con cara poco agradable.

—Así que se lo ha pasado muy bien en nuestro pueblo, según me cuentan. Ponle las esposas, Weems.

El hombre de la cara gorda dio un paso para rodearlo y se sacó unas esposas del bolsillo izquierdo.

—Me alegro de volver a verlo... con los pantalones bajados —me dijo con voz empalagosa.

De Spain estaba apoyado en la pared detrás de la puerta de la sala de exploraciones. Daba vueltas a una cerilla entre los labios y miraba en silencio.

El doctor Austrian volvía a estar en la silla de su mesa, con la cabeza entre las manos, la mirada fija en la superficie negra pulida del escritorio y la toallita de agujas hipodérmicas y el pequeño calendario perpetuo negro y la escribanía y los cachivaches de recuerdo sobre la mesa. Tenía el rostro pálido como el mármol y estaba tan inmóvil que ni siquiera parecía respirar.

—No tenga demasiada prisa, jefe —dijo De Spain—. Este mozo tiene amigos en Los Ángeles que en estos momentos trabajan en lo de la muerte de Matson. Y el reportero jovencillo tiene un cuñado poli. Eso no lo sabía.

El jefe hizo un movimiento vago con la barbilla.

—Espera un minuto, Weems —se volvió hacia De Spain—. ¿Quiere decir que en la ciudad saben que han asesinado a Helen Matson?

El rostro del doctor Austrian se sobresaltó, macilento y exhausto. Luego lo metió entre las manos y se cubrió la cara entera con sus largos dedos. De Spain dijo:

—Quería decir Harry Matson, jefe. Se lo ha cargado Moss Lorenz esta noche en Los Ángeles. Bueno, anoche.

El jefe pareció meterse los finos labios dentro de la boca, hacerlos casi desaparecer de la vista. Y habló con los labios así.

—¿Cómo sabe usted eso? —preguntó.

—Aquí el pies planos y yo cogimos a Moss. Estaba escondido en la casa de un tipo que se llama Greb, del laboratorio, que hizo un apaño para lo de la muerte de la Austrian. Y estaba escondido allí porque parecía como si alguien fuera a reabrir el caso Austrian y darle tanta publicidad como para que el alcalde pensase que era un bulevar nuevo y aparecer allí con un ramo de flores y soltar un discurso. Es decir, por si Greb y los Matson no eran capaces de ocuparse de ello. Al parecer, los Matson trabajaban juntos, a pesar de estar divorciados, exprimiendo a Conried, y Conried les señaló con el dedo.

El jefe volvió la cabeza y les bramó a sus acólitos:

—Id al pasillo y esperad.

El de paisano que yo no conocía abrió la puerta y salió, y después de un momento de duda, Weems lo siguió. Shorty tenía la mano en la puerta cuando De Spain dijo:

—Quiero que Shorty se quede. Shorty es un policía decente, no como esos dos tramposos de la brigada antivicio con los que se duerme usted últimamente.

Shorty soltó la puerta y volvió, se apoyó contra la pared y sonrió tapándose con la mano. Al jefe se le encendió la cara.

—¿Quién le asignó a usted la muerte de la avenida Brayton? —ladró.

—Me lo asigné yo mismo, jefe. Estaba en la sala de detectives un minuto o así después de que entrara la llamada y fui allí con Reed. También se llevó a Shorty. Ni Shorty ni yo estábamos de servicio.

De Spain sonrió con una sonrisa dura, perezosa, que no era ni irónica ni triunfadora. Era solo una sonrisa.

El jefe hizo aparecer un arma del bolsillo del abrigo. Era artillería regular, con un palmo de cañón, pero daba toda la impresión de que sabía cómo esgrimirla. Entre dientes preguntó:

—¿Dónde está Lorenz?

—Está escondido. Lo tenemos preparado para usted. Tuve que trabajármelo un poco, pero habló. ¿No es así, sabueso?

—Dice cosas que podrían ser sí o no, pero emite los sonidos en los sitios correctos —dije yo.

—Así es como me gusta oír hablar a un tipo —dijo De Spain—. No tendría que andar gastando sus fuerzas en estas historias de homicidios, jefe. Y esos polis de juguete con los que anda por ahí no saben nada de lo que es trabajar de policía aparte de registrar casas de apartamentos y exprimir a todas las mujeres que viven solas. Así que devuélvame mi puesto y deme ocho hombres, y le enseñaré lo que es un buen trabajo de Homicidios.

El jefe contempló su enorme revólver y luego la cabeza inclinada del doctor Austrian.

—Así que él mató a su esposa —dijo en tono suave—. Sabía que cabía alguna posibilidad, pero no lo creía.

—No se lo crea tampoco ahora —dije—. La mató Helen Matson. Y el doctor Austrian lo sabe. Pero la encubrió, y usted lo encubrió a él, y él sigue queriendo encubrirla a ella. Hay personas para las que el amor es eso. Y esta es una de esas ciudades, jefe, en que una mujer puede cometer un asesinato, llamar a sus amigos para que la policía lo cubra y luego empezar a hacer chantaje a las mismas personas que la sacaron del apuro.

El jefe se mordió el labio. Tenía ojos de malo, pero ahora pensaba, pensaba a fondo.

—No me extraña que se la apiolasen —dijo en voz baja—. Lorenz...

—Piense un minuto —dije yo—. Lorenz no mató a Helen Matson. Dijo que sí, pero De Spain le dio tantos palos que habría confesado el asesinato del presidente McKinley.

De Spain se apartó de la pared. Tenía las manos perezosamente metidas en los bolsillos de la chaqueta. Las mantuvo allí. Se quedó plantado sobre sus enormes pies, con un mechón de pelo negro asomándole bajo el ala del sombrero.

—¿Qué? —dijo casi con amabilidad—. ¿Cómo es eso?

—Lorenz no mató a Helen Matson por varias razones —dije—. Era un trabajo demasiado complejo para un cerebro como el suyo. Él se la habría quitado de en medio a golpes y la habría dejado allí. Segundo, no sabía que Greb se marchaba de la ciudad avisado por el doctor Austrian, que a su vez había sido avisado por Vance Conried, que ahora se ha ido al norte para pertrecharse de todas las coartadas precisas. Y si Lorenz no sabía nada de eso, tampoco sabía nada de Helen Matson. Sobre todo porque en realidad Helen Matson nunca había conseguido acceder a Conried. Solo lo había intentado. Me lo dijo ella, y estaba lo bastante borracha para estar diciendo la verdad. Así que Conried no habría corrido un riesgo tan tonto como el de hacer que la liquidase en su propio apartamento un hombre con un aspecto que cualquiera recordaría haber visto si lo viera en cualquier sitio cerca de ese apartamento. Liquidar a Matson en Los Ángeles era algo distinto también. Eso queda muy lejos del terreno conocido.

—El Club Conried está en Los Ángeles —dijo el jefe con voz tensa.

—Legalmente, sí —admití—. Pero por situación y clientela, está justo a las afueras de Bay City. Es parte de Bay City. Y ayuda a gobernar Bay City.

—Esa no es forma de hablarle al jefe —dijo Shorty.

—Déjame en paz —dijo el jefe—. Hace tanto tiempo que no oía a un tipo pensar que no sabía que se seguía haciendo.

—Pregúntele a De Spain quién mató a Helen Matson —dije.

De Spain soltó una áspera carcajada.

—Pues claro. La maté yo —dijo.

El doctor Austrian apartó la cara de las manos y volvió lentamente la cabeza y miró a De Spain. Tenía la cara tan muerta y tan inexpresiva como la del policía grandote de cara de palo. Pero entonces alargó la mano y abrió el cajón de la derecha del escritorio. Shorty hizo aparecer su pistola:

—Las manos quietas, doctor —dijo.

El doctor Austrian se encogió de hombros y con mucha calma sacó del cajón un frasco de boca ancha con tapa de cristal. Aflojó el tapón y se acercó el frasco a la nariz.

—Solo quiero aspirar unas sales —dijo con una voz gris.

Al momento se relajó y dejó la pistola a un lado. El jefe se me quedó mirando y se mordió el labio. De Spain no miraba a ninguna parte ni a nadie. Sonreía con aire ausente; no dejaba de sonreír. Yo dije:

—Él cree que estoy de broma. Usted cree que estoy de broma. Pero no estoy de broma. Él conocía a Helen lo bastante bien como para regalarle una pitillera dorada con su foto. Yo la vi. Era una foto pequeña, coloreada a mano y no muy buena, y solo la vi una vez. Me dijo que era de un antiguo amor que ya había pasado. Después caí en quién era el de la foto. Pero él ocultó el hecho de que la conocía, y esta noche no se ha comportado como un policía, en muchos sentidos. No me sacó a mí del follón, sino que en cambio anduvo circulando por ahí conmigo para hacerse el simpático. Lo hizo para descubrir lo que sabía yo antes de que me pusieran bajo los focos de la Jefatura. No dejó medio muerto a Lorenz a palos solo para que dijera la verdad. Lo hizo para obligar a Lorenz a decir lo que él quería que dijera, incluyendo la confesión del asesinato de la chica Matson, a quien Lorenz probablemente ni siquiera conocía.

»¿Quién llamó a Jefatura y alertó a los muchachos sobre el crimen? De Spain. ¿Quién entró allí inmediatamente después y se entrometió en la investigación? De Spain. ¿Quién arañó el cuerpo de la chica en un ataque de rabia y de celos porque ella lo había abandonado ante una perspectiva más interesante? De Spain. ¿Quién tiene todavía sangre y cutículas bajo las uñas de la mano derecha con las que cualquier buen científico de la policía podría hacer muchas cosas? De Spain. Eche un vistazo. Yo ya he echado unos cuantos.

El jefe giró la cabeza muy lentamente, como si la tuviera sobre un pivote. Soltó un silbido y se abrió la puerta y los otros hombres entraron en la habitación. De Spain ni se movió. La sonrisa permanecía en su cara, allí grabada. Una sonrisa hueca, sin significado, que pretendía y parecía como si nunca más fuera a desaparecer.

Dijo con calma:

—Y yo que pensaba que este tipo era mi compadre. Bueno, tienes ideas muy absurdas, pies planos. Es lo menos que puedo decir.

—Todo eso no tiene sentido —dijo el jefe, cortante—. Si De Spain la mató, entonces él fue el que intentó tenderle una trampa a usted, y también fue el que lo sacó de ella. ¿Cómo es eso?

—Escuche —dije—. Puede averiguar si De Spain conocía a la chica y cuánto. Puede averiguar qué parte de sus horas de esta noche no están certificadas y hacer que dé cuenta de ellas. Puede averiguar si tiene sangre y cutículas debajo de las uñas y, dentro de unos límites, si la sangre y la piel pueden ser de la chica. Y si ya las tenía allí antes de pegar a Moss Lorenz, antes de pegar a quien fuera. Y a Lorenz no lo arañó. Es todo lo que necesitan y todo lo que pueden utilizar, salvo una confesión. Y eso no creo que lo consigan.

»En cuanto a la trampa, yo diría que De Spain siguió a la chica hasta el Club Conried o supo que había ido allí y entonces fue él también. La vio salir conmigo y me vio meterla en mi coche. Eso le puso furioso. Me dio un porrazo y la chica estaba demasiado asustada para no ayudarle a llevarme y luego subirme a su apartamento. De eso yo no recuerdo nada. Sería estupendo que lo recordara, pero no es así. Me subieron allí de alguna manera y luego se pelearon y De Spain la dejó sin sentido y, después la mató voluntariamente. Se le ocurrió una idea muy torpe, hacer que pareciera una violación con asesinato y que yo fuera el pringado. Luego se marchó zumbando, dio la alarma, se metió en medio de la investigación y yo salí del apartamento antes de que me pescaran allí.

»Para ese momento ya se había dado cuenta de que había hecho una tontería. Sabía que yo era detective privado en Los Ángeles, que había hablado con Dolly Kincaid y que probablemente sabía por la chica que había ido a ver a Conried. Y también podía saber fácilmente de mi interés por el caso Austrian. Convirtió una comedia de tontos en una de listos poniéndose a mi lado en la investigación que yo trataba de llevar a cabo, me echó una mano consiguiendo mi historia y luego buscándose para él otro pringado mucho mejor para cargarle el asesinato de la chica Matson.

De Spain dijo en tono neutro:

—Voy a empezar a machacar a este tipo ahora mismito, jefe. ¿De acuerdo?

—Un momento —dijo el jefe—. ¿Qué fue lo que le hizo sospechar de De Spain?

—La sangre y la piel que tenía bajo las uñas, y la forma tan brutal de tratar a Lorenz, y el hecho de que la chica me contara que había sido amante suyo y él fingiera que no la conocía. ¿Qué demonios más iba a necesitar?

De Spain dijo:

—Esto.

Disparó desde el bolsillo con la pistola de cachas blancas que le había quitado al doctor Austrian. Disparar desde un bolsillo exige un montón de práctica de una clase que los polis no llevan a cabo. El plomo me pasó a un palmo por encima de la cabeza y me quedé sentado en el suelo, y el doctor Austrian se puso de pie a toda prisa y lanzó la mano derecha contra la cara de De Spain, la mano en la que sujetaba el frasco marrón de boca ancha. Un líquido incoloro le saltó a los ojos y se difuminó sobre su cara. Cualquier otro hombre hubiera gritado. De Spain manoteó en el aire con la mano izquierda y la pistola del bolsillo detonó tres veces más, y el doctor Austrian cayó de costado sobre el extremo del escritorio y después se derrumbó sobre el suelo fuera de combate. La pistola siguió ladrando.

Todos los otros hombres que estaban en la habitación se habían arrodillado. El jefe levantó su revólver de artillería y le metió dos tiros en el cuerpo a De Spain. Con aquel arma, uno hubiera bastado. El cuerpo de De Spain se retorció en el aire y cayó sobre el suelo como un saco.

El jefe se le acercó, se arrodilló a su lado y lo miró en silencio. Se puso en pie y rodeó la mesa de despacho, y después volvió atrás y se agachó sobre el doctor Austrian.

—Este está vivo —soltó—. Coge el teléfono, Weems.

El fornido de cara gorda dio la vuelta por el otro extremo del escritorio y tiró del teléfono hacia él y empezó a marcar. En el aire había un olor penetrante a ácido y carne chamuscada, un olor desagradable. Ahora ya todos estábamos otra vez de pie y el pequeño jefe de policía me miraba desolado.

—No tendría que haberle disparado —dijo—. No habría podido demostrar nada. No le habríamos dejado.

No dije nada. Weems colgó el teléfono y volvió a mirar al doctor Austrian.

—Creo que ha estirado la pata —dijo desde detrás de la mesa.

El jefe seguía mirándome.

—Asume unos riesgos bastante serios, señor Dalmas. No sé cuál es su juego, pero confío en que le gusten sus fichas.

—Estoy satisfecho —dije—. Me hubiera gustado tener la oportunidad de hablar con mi cliente antes de que se lo cargaran, pero supongo que he hecho todo lo que he podido por él. Lo peor de todo es que De Spain me gustaba, el condenado. Tenía todos los redaños que se pueden tener.

—Si alguna vez quiere saber de redaños, trate de ser jefe de policía de una ciudad pequeña —dijo el jefe.

—Sí —contesté—. Dígale a alguien que ate un pañuelo alrededor de la mano derecha de De Spain, jefe. Ahora el que va a necesitar las pruebas es usted.

Una sirena ululaba a lo lejos por el bulevar Arguello. El sonido llegaba débilmente a través de las ventanas cerradas, como el aullido de un coyote en el monte.

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