9

Una hora de coche a buena velocidad cruzando bosques aclarados, con tres paradas para poner agua y todo puntuado por las toses de una fuga de la junta de culata me llevó de nuevo al sonido de las olas. La ancha carretera blanca, con una raya amarilla por el centro, iba dando vueltas por la ladera de un monte, y a lo lejos se erguía un racimo de edificios frente al reflejo del océano. La carretera se bifurcaba. El ramal izquierdo tenía un letrero: «Westport - 9 millas», y no iba hacia los edificios. Crucé un puente de vigas oxidadas y me sumergí en una región llena de huertos de manzanos torcidos por el viento.

Veinte minutos después aterrizaba traqueteando en Westport, una lengua de tierra arenosa con casas de madera dispersas que salpicaban el terreno en pendiente del fondo. Al final de la lengua, un muelle largo y estrecho, y al final del muelle, un puñado de barcos de vela con las velas a medio izar flameando desde el mástil. Y más allá, un canal entre boyas y una larga línea irregular en la que el agua espumeaba sobre un banco de arena oculto.

Pasado el banco de arena, las olas del Pacífico seguían hasta el Japón. Este era el último punto avanzado de la costa, lo más lejos que un hombre podía llegar hacia el oeste y seguir estando en el continente de los Estados Unidos. Un lugar espléndido para que un ex presidiario se escondiera con un par de perlas ajenas del tamaño de patatas nuevas... Siempre y cuando no tuviera enemigos.

Me paré delante de una casita que tenía un cartel en el patio delantero: «Almuerzos, tés, cenas». Un hombrecillo con cara de conejo y pecas espantaba con un rastrillo dos gallinas negras, que parecía que se le encaraban. Se volvió cuando oyó al motor del coche de Sunset toser y pararse.

Me bajé, crucé un portillo y apunté al letrero.

—¿Se puede almorzar?

Lanzó el rastrillo contra las gallinas, se limpió las manos en los pantalones y me miró atravesado.

—Eso lo puso la parienta —me confesó con una voz fina, pícara—. Solo significa huevos con jamón.

—Huevos con jamón me van estupendo —dije.

Entramos en la casa. Había tres mesas cubiertas con manteles de hule de cuadros, unos cromos en las paredes, un navío con todas las velas desplegadas en una botella sobre la repisa. Me senté. El hospedero se fue por una puerta batiente y alguien le gritó. Un ruido de fritanga se oía desde la cocina. Volvió y se inclinó hacia mí desde detrás y puso unos cubiertos y una servilleta de papel sobre el hule.

—Demasiado temprano para un aguardiente de manzana, ¿eh? —me dijo en voz baja.

Le expliqué lo equivocado que estaba. Volvió a marcharse y regresó con vasos y una botella de un fluido claro y ambarino. Se sentó conmigo y sirvió. Una empastada voz de barítono cantaba en la cocina Chloe sobre el ruido de la sartén.

Chocamos los vasos y bebimos y esperamos a que el calor nos recorriera la columna.

—Es forastero, ¿eh? —preguntó el hombrecillo.

Le dije que sí.

—¿De Seattle tal vez? Viste usted un buen género, ya veo.

—De Seattle, sí —asentí.

—No nos llega mucho forastero —dijo mirándome la oreja izquierda—. No estamos camino de ninguna parte. Aunque antes de la derogación... —hizo un alto y trasladó su aguda mirada de pájaro carpintero a mi otra oreja.

—Ah, sí, antes de la derogación... —dije, con un gesto impreciso, y bebí con cara de enterado.

Se inclinó hacia delante y me soltó el aliento en la barbilla.

—Diantres, podías cargar en cualquier tenderete de pescado del muelle. Traían el asunto debajo de las capturas de cangrejos y ostras. Diantres, Westport estaba hasta arriba. A los críos les daban cajas de whisky para jugar. No había ni un coche en todo el pueblo que durmiera en un garaje, amigo. Los garajes estaban llenos hasta el techo de garrafón canadiense. Diantres, si tenían hasta una lancha de los guardacostas afuera del muelle vigilando a los barcos descargar un día a la semana. El viernes. Siempre el mismo día —hizo una mueca.

Encendí un cigarrillo y el ruido de la sartén y la voz de barítono que interpretaba Chloe seguían sonando en la cocina.

—Pero, diantres, no andará usted en el negocio del licor —dijo.

—Demonios, no. Yo compro peces de colores —dije.

—Ah, bien —dijo, hosco.

Serví otra ronda del brandy de manzana.

—Esta botella corre por mi cuenta —dije—. Y me llevaré otro par de ellas.

Se le iluminó la cara y preguntó:

—¿Cómo dijo que se llamaba?

—Marlowe. Cree que estoy de broma con lo de los peces de colores. Pero no.

—Diantre, no parece que se pueda vivir de esos bichejos, ¿o sí?

Estiré el brazo para mostrar la manga.

—Dijo usted que vestía un buen género. Y le aseguro que se puede vivir muy bien a base de especies raras. Salen razas nuevas, variedades nuevas todo el tiempo. Y me han informado de que en alguna parte de por aquí vive un vejete que tiene una auténtica colección. Igual me la vende. Algunos los cruzó él mismo.

Una mujer grandota con bigote dio una patada a la puerta de vaivén hasta abrirla un palmo y gritó:

—¡Ven a por los huevos con jamón!

Mi anfitrión salió zumbando y volvió con mi comida. Comí. Me miró atentamente. Al cabo de un rato dio un golpe repentino con la pierna flaca bajo la mesa.

—¡El viejo Wallace! —se rió—. Claro, ha venido a ver al viejo Wallace. Diantres, no lo conocemos muy bien. No es demasiado buen vecino.

Se giró sobre la silla y apuntó hacia un monte lejano a través de las cortinas deshilachadas. En lo alto de la colina había una casa blanca y amarilla que relucía bajo el sol.

—Diantres, mire, vive allí. Los tiene a paladas. Peces de colores, ¿eh? Diantres, con eso sí que me ha dejado usted fuera de combate.

Allí se terminó mi interés por aquel hombrecillo. Engullí la comida, la pagué y pagué las tres botellas de brandy de manzana a dólar y cuarto, le estreché la mano y salí para dirigirme al coche. No parecía haber prisa alguna. Rush Madder se recobraría de su desmayo y liberaría a la chica. Pero no sabían nada de Westport. Sunset no había pronunciado el nombre en su presencia. No lo sabían cuando llegaron a Olympia, porque, si no, habrían ido directamente allí. Y si hubieran estado escuchando tras la puerta de mi habitación en el hotel, hubieran sabido que no estaba solo. No se habían comportado como si supieran eso cuando irrumpieron en el cuarto.

Tenía bastante tiempo. Bajé en el coche hasta el embarcadero y lo inspeccioné. Parecía resistente. Había tenderetes de pescado, puestos de bebidas y un minúsculo refugio para los pescadores, con sala de billar, una galería de máquinas tragaperras y números de desnudos cochambrosos. Los peces para cebo bullían y se disparaban en los grandes tanques de madera que había en el agua a lo largo de los pilotes. Había haraganes con cara de causar problemas a cualquiera que intentara interferir en su rumbo. No vi por allí ningún representante de la ley.

Volví a subir la colina en dirección a la casa amarilla y blanca. Estaba de lo más solitaria, a cuatrocientos metros de la vivienda más próxima. Tenía delante flores, un porche bien cuidado y un jardín de piedras. Una mujer con un traje estampado marrón y blanco fumigaba pulgones con un pulverizador.

Dejé que mi cacharro se detuviera solo, me bajé y me quité el sombrero.

—¿Vive aquí el señor Wallace?

Tenía una cara guapa, tranquila, de aspecto firme. Asintió.

—¿Quiere usted verlo? —Su voz era firme y tranquila, y tenía un buen acento.

No sonaba como la voz de una esposa de ladrón de trenes.

Le di mi nombre. Le dije que había oído hablar de sus peces en la ciudad. Que estaba interesado en peces de colores raros.

Dejó el pulverizador y entró en la casa. Alrededor de la cabeza me zumbaban las abejas, unas abejas gordas y zumbonas a las que no les importaba el viento frío del mar. Muy lejos, como una música de fondo, el oleaje golpeaba contra los bancos de arena. La luz del sol norteño me resultaba deprimente, no tenía calor en su corazón.

La mujer salió de la casa y sostuvo la puerta abierta.

—Está en el piso de arriba —dijo—, si quiere usted subir.

Pasé junto a un par de mecedoras rústicas y entré en la casa del hombre que había robado las perlas Leander.

Todos los cuentos
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