5

Era una casa pequeña, al borde de un cañón, pasado ya Sawtelle, con un cinturón de eucaliptos retorcidos delante. Más allá, al otro lado de la calle, había una de esas fiestas en las que la gente sale a la calle y estrella botellas en la acera con un jolgorio que ni cuando Yale le marca un tanto a Princeton.

Mi número tenía una cerca de alambre y unos cuantos rosales y un camino de lajas de piedra y un garaje abierto de par en par sin coches dentro. Tampoco había ningún coche delante de la casa. Llamé al timbre. Esperé un buen rato hasta que la puerta se abrió con bastante brusquedad.

Yo no era el hombre que esperaba. Lo vi en el destello de sus ojos pintados con kohl. Luego ya no vi nada más en ellos. La mujer se quedó allí de pie mirándome. Era una morena alta y delgada, esbelta, con colorete en los pómulos, pelo negro abundante con raya al medio, una boca para morder sándwiches de tres pisos, pijama coral y oro, sandalias... y uñas de los pies doradas. De los lóbulos de las orejas le colgaban un par de campanas de iglesia en miniatura que tintineaban un poco con la brisa. Hizo un movimiento pausado y displicente con un cigarrillo metido en una boquilla tan larga como un bate de béisbol.

—Bien, ¿qué quiegue, hombguesito? ¿Quiegue algo? Se ha pegdido de la pguesiosa fiesta de ahí enfguente, ¿hein?

—Ja, ja —dije yo—. Menuda fiesta, ¿eh? No, simplemente le traía el coche. Lo había perdido, ¿verdad?

Al otro lado de la calle alguien estaba sufriendo un ataque de delírium trémens en el patio de entrada y un cuarteto mixto estropeaba lo que quedaba de la noche poniendo todo su empeño en lograr el mayor estropicio posible. Y en medio de todo aquello, la morena exótica no había movido más que una pestaña.

No era guapa, ni siquiera bonita, pero parecía que las cosas sucedían allí donde ella estuviese.

—¿Qué me ha disho? —graznó con una voz tan aterciopelada como una corteza de pan chamuscada.

—Su coche —hice un gesto hacia atrás sin dejar de mirarla. Tenía toda la pinta de ser de las que usan navaja.

Bajó muy lentamente la boquilla kilométrica, la puso a un lado y el pitillo se le cayó. Le di un pisotón y eso me dejó dentro del recibidor. Ella dio un paso atrás para apartarse de mí y cerré la puerta.

El vestíbulo era alargado, como el pasillo de un coche-cama. Unas bombillas de tono rosado brillaban en unos apliques de hierro. Había una cortina de cuentas al fondo y una piel de tigre en el suelo. Todo a juego con ella.

—¿Es usted la señorita Kolchenko? —le pregunté sin pasar a la acción.

—Sí. Soy la señoguita Kolchenko. ¿Qué demonios quiegue?

Ahora me miraba como si mi visita fuera para limpiar las ventanas y la hora resultara intempestiva.

Saqué una tarjeta con la mano izquierda y se la ofrecí. La leyó en mi mano moviendo la cabeza únicamente lo imprescindible.

—¿Un detective? —dijo en voz bastante baja.

—Sí.

Dijo algo en un idioma medio escupido. Luego, ya en inglés:

—¡Entgue! Este demonio viento me gueseca la piel como pañuelos de papeles.

—Ya estamos dentro —dije yo—. Acabo de cerrar la puerta. Desembucha ya, Nazimova. ¿Quién era? ¿Quién era el pequeño?

Un hombre tosió detrás de la cortina de cuentas. La mujer pegó un salto como si la hubieran pinchado con un tenedor de ostras. Luego intentó sonreír. No le salió muy bien.

—Una guecompensa, ¿hein? —dijo en voz baja—. ¿Quiegue espegag aquí? Dies dólagues está bien, ¿no?

—No —le contesté. Luego le apunté lentamente con un dedo—. Está muerto —añadí.

Dio un salto como de un metro y soltó un buen grito.

Las patas de una silla chirriaron sonoramente. Unos pasos fuertes se acercaron por detrás de la cortina de cuentas, una manaza apareció a la vista y la agarró y la apartó a un lado, y un individuo rubio con pinta de duro se unió a nosotros. Llevaba un batín morado encima del pijama y la mano derecha sujetaba algo dentro del bolsillo del batín. En cuanto atravesó la cortina se quedó allí quieto, plantado con los pies firmes, la mandíbula sacada, los ojos incoloros como hielo gris. Parecía un hombre difícil de derribar hasta con un buen placaje.

—¿Qué pasa, amor? —Tenía una voz sólida, vibrante, con el toque de ñoñería justo para pertenecer a alguien a quien le pierden las mujeres con las uñas de los pies doradas.

—He venido por el coche de la señorita Kolchenko —dije.

—Bien, pero podría quitarse el sombrero. Aunque fuese por hacer algo de ejercicio.

Me lo quité y pedí disculpas.

—Muy bien —dijo con la mano derecha bien metida en el bolsillo morado—. Así que viene por lo del coche de la señorita Kolchenko. Quítese de ahí.

Pasé junto a la mujer y me acerqué a él. Ella se encogió contra la pared y apoyó en ella las palmas de las manos. Parecía La Dama de las Camelias en una función del instituto. La boquilla yacía sin cigarrillo a sus pies.

Cuando estuve a dos metros del hombre, me dijo relajadamente:

—Desde ahí ya puedo oírlo. Así que tranquilo. Tengo un arma en este bolsillo y he tenido que aprender a usarla. ¿Qué pasa con el coche?

—La persona a quien se lo prestó no ha podido traerlo —dije, y le puse delante de la cara la tarjeta que todavía llevaba en la mano. Prácticamente ni la miró. Me miró otra vez a mí.

—¿Y qué?

—¿Siempre va tan de duro? —le pregunté—. ¿O solo cuando va en pijama?

—¿Y por qué no pudo traerlo él? —preguntó—. Y ahórrese la parte sentimental.

La mujer morena emitió un sonido ahogado junto a mí.

—No te preocupes, mi amorcito —dijo el hombre—. Yo me ocupo de esto. Vete dentro.

Se deslizó entre los dos y desapareció detrás de la cortina.

Esperé un poco. El grandote no movió ni un músculo. Se inmutaba lo mismo que un sapo al sol.

—No pudo traerlo porque alguien le dio pasaporte —dije—. A ver si se ocupa también de eso.

—¿Sí? ¿Lo ha traído con usted para demostrarlo?

—No —respondí—. Pero si se pone la corbata y el sombrero, lo llevo allí y se lo enseño.

—Por cierto, ¿quién demonios ha dicho que era?

—No se lo he dicho. Pensé que sabía leer. —Y volví a enseñarle la tarjeta.

—Ah, muy bien —dijo—. Philip Marlowe, investigador privado. Vaya, vaya. ¿Así que tengo que ir con usted a ver a quién? ¿Por qué?

—Igual le había robado el coche.

—Puede ser —dijo asintiendo con la cabeza—. Igual sí. ¿Quién?

—Un moreno bajito que llevaba las llaves en el bolsillo y había aparcado el coche cerca de la esquina de los apartamentos Berglund.

Se quedó pensando aquello sin aparentar vergüenza alguna.

—Ahí se marca usted un punto —dijo—. No gran cosa. Pero un poco sí. Supongo que esta noche debe de ser el guateque de la pasma. Así que usted les hace el trabajo.

—¿Qué?

—La tarjeta dice detective privado —dijo—. ¿Ahí afuera tiene unos cuantos polis demasiado tímidos para entrar?

—No. Estoy solo.

Sonrió. La sonrisa dejó ver unos surcos blancos en la piel bronceada.

—Entonces usted se encuentra un muerto, le quita las llaves, va a buscar el coche y se viene con él aquí. Y todo eso, solo. Sin la bofia. ¿Es así?

—Exacto.

Suspiró.

—Vayamos dentro. —Retiró la cortina de cuentas a un lado para que pasara—. Puede que usted tenga alguna idea que yo deba escuchar.

Pasé junto a él y se giró para que el bolsillo con el peso quedara de mi lado. Hasta estar pegado a él no me di cuenta de que tenía gotas de sudor en la cara. Podría ser por culpa de aquel viento tan caluroso, pero yo no lo creía.

Estábamos en la sala de estar de la casa.

Nos sentamos y nos miramos sobre un suelo oscuro con unas cuantas alfombras navajas y alfombras turcas oscuras que se combinaban con unos muebles muy recargados y usados. También había una chimenea, un colín pequeño, un biombo chino, un farol chino alto en un pedestal de teca y visillos de encaje de color oro sobre ventanas de celosía. Las ventanas que daban al sur estaban abiertas. Un árbol frutal con el tronco encalado azotaba el exterior de la persiana y hacía su pequeña aportación al ruido del otro lado de la calle.

El grandullón se repantingó en una butaca de damasco y plantó los pies enfundados en zapatillas en una banqueta. Seguía con la mano derecha en el mismo sitio que cuando apareció. Encima del arma.

La morena andaba por allí en la oscuridad; gorgoteaba una botella y resonaban las campanitas de sus pendientes.

—No pasa nada, amorcito —dijo el hombre—. Todo está controlado. Alguien le dio pasaporte a alguien y este mozo cree que estamos interesados. Tú siéntate y relájate.

La muchacha sacudió la cabeza y se echó al coleto medio vaso grande de whisky. Suspiró y dijo «Qué demonios» en tono desenfadado y se arrebujó en un diván. Lo ocupaba entero. Tenía las piernas muy largas. El dorado de sus uñas de los pies me lanzó un guiño desde el rincón oscuro donde se quedó sin moverse desde aquel momento.

Saqué un pitillo sin que me pegaran un tiro, lo encendí y volví a mi historia. No toda era verdad, pero una parte sí. Les hablé de los apartamentos Berglund y de que yo vivía allí y de que Waldo vivía allí en el apartamento 31, en la planta de debajo de la mía, y que yo no lo perdía de vista por cuestión de negocios.

—¿Waldo, qué? —me interrumpió el rubio grandote—. ¿Y qué cuestiones de negocios?

—Amigo —le dije—, ¿usted no tiene secretos?

Se ruborizó ligeramente y le conté lo del salón de cócteles de la acera de enfrente del Berglund y lo que había pasado allí. No le conté lo del bolero estampado ni hablé de la chica que lo llevaba puesto. La dejé completamente fuera de la historia.

—Desde mi punto de vista fue un trabajo clandestino —dije—. Si sabe a qué me refiero. —Se ruborizó de nuevo y apretó los dientes—. Volví del Ayuntamiento sin decirle a nadie que conocía a Waldo —continué—. A su tiempo, cuando decidí que no conseguirían descubrir dónde había pasado aquella noche, me tomé la libertad de examinar su apartamento.

—¿Para buscar qué? —preguntó con voz pastosa.

—Ciertas cartas. De paso le diré que allí no había nada de nada, excepto un muerto. Estrangulado y ahorcado con un cinturón en lo alto de una cama abatible, bien fuera de la vista. Un hombre bajito, sobre los cuarenta y pico, mexicano o sudamericano, bien vestido, con un traje de color...

—Es suficiente —dijo el rubio grandote—. Me lo creo, Marlowe. ¿Usted andaba en un asunto de extorsión?

—Sí. Lo más curioso es que aquel hombrecito moreno llevaba un buen pistolón debajo del brazo.

—No llevaría quinientos pavos en billetes de veinte en el bolsillo, ¿verdad? ¿Qué me dice?

—Que no. Pero Waldo sí que tenía setecientos en efectivo cuando lo liquidaron en el bar.

—Parece que he subestimado a ese Waldo —dijo con calma el rubio grandote—. Se llevó por delante a mi hombre y el dinero del pago, a pesar del arma y todo. ¿Waldo iba armado?

—En ese momento no.

—Ponnos un whisky, amorcito —dijo el hombre—. Sí, la verdad es que quise vender a ese Waldo por menos que una camisa de saldo y me equivoqué.

La morena descruzó las piernas y preparó dos whiskies con hielo y soda. Ella se puso otra medida generosa a palo seco y volvió a acurrucarse en el diván. Me miraba solemnemente con sus grandes ojos negros y brillantes.

—Bien, se lo explicaré —dijo el grandote levantando el vaso en un saludo—. Yo no he matado a nadie, pero en adelante voy a tener una demanda de divorcio entre las manos. Usted no ha asesinado a nadie, según dice, pero se fue de la lengua en la Jefatura de policía. ¡Qué demonios! La vida es un montón de complicaciones, la mires como la mires. Yo todavía tengo aquí a mi amorcito. Es una rusa blanca que conocí en Shanghai. Es tan segura como una cámara acorazada, y tiene toda la pinta de ser capaz de rebanarte el pescuezo por cinco centavos. Eso es lo que me gusta de ella. Que te llevas el glamour sin los riesgos.

—No dices más que tonterías —le espetó la mujer.

—A mí usted me parece bien —continuó el hombre sin hacerle caso—. O sea, para ser un fisgón que mira por las cerraduras. ¿Hay salida?

—Sí. Pero costará un poco de dinero.

—Ya me lo esperaba. ¿Cuánto?

—Digamos otros quinientos.

—Demonios, este viento caliente me deja seca como las cenizas del amog —dijo la chica rusa con acritud.

—Quinientos está bien —dijo el rubio—. ¿Y qué saco yo a cambio?

—Si lo arreglo, usted se queda fuera de la historia. Y si no, no me paga.

Se lo pensó. La cara se le veía ahora cansada y arrugada. En el pelo rubio corto le relucían unas perlitas de sudor.

—Lo del asesinato le hará hablar —gruñó—. Lo de este segundo asesinato, quiero decir. Y no tengo lo que quería comprar. Y si compro silencio, más vale comprarlo directamente.

—¿Quién era el hombrecito moreno? —pregunté.

—Se llama León Valesanos, es uruguayo. Otra de mis importaciones. Mi negocio me lleva a un montón de sitios. Trabajaba en el Spezia Club, en Chiseltown, ya sabe, esa arteria de Sunset cerca de Beverly Hills. Me parece que trabajaba en la ruleta. Le di los quinientos para que me librara de ese Waldo, para recuperar el dinero de unas facturas de cosas que la señorita Kolchenko había cargado en mi cuenta y habían traído aquí. Eso no fue muy inteligente, ¿verdad? Las tenía en mi maletín y el tal Waldo tuvo ocasión de robármelas. ¿Usted qué se huele que pasó?

Di unos tragos a la bebida y lo miré desde arriba de la nariz.

—Su compadre uruguayo probablemente hablaba a trompicones y Waldo no lo entendió bien. Así que entonces pensaría que tal vez esa Mauser reforzaría sus argumentos, pero Waldo fue demasiado rápido para él. Yo no diría que Waldo fuese un asesino... Al menos no tenía la intención. Los chantajistas casi nunca lo son. Tal vez perdió los nervios y simplemente agarró al hombrecito por el cuello más fuerte de la cuenta. Luego tuvo que pirárselas de allí. Pero tenía otra cita para cobrar más dinero. Así que se recorrió el vecindario buscando a la otra parte y por pura mala suerte se topó con un compadre lo bastante hostil y lo bastante borracho como para que le pegara un tiro.

—Hay un montón de casualidades del demonio en todo este asunto —dijo el grandote.

—Es este viento caliente —sonreí—. Esta noche todo el mundo anda medio trastornado.

—¿Y por los otros quinientos no me garantiza nada? Solo que si no me da mi coartada yo no le doy mi pasta, ¿es eso?

—Eso es —dije sonriéndole.

—Lo de los trastornados está bien —dijo, y se vació el vaso—. Le tomo la palabra.

—Solo hay dos cosas —dije en voz baja inclinándome hacia delante en la butaca—. Cuando a Waldo lo mataron, tenía aparcado delante del bar de cócteles un coche abierto con el motor en marcha para escapar. Y se lo llevó el asesino. Siempre existe la posibilidad de un chantaje en esa dirección. Todas las cosas de Waldo deberían de estar en ese coche, ¿sabe?

—Incluidas mis facturas. Y sus cartas.

—Sí. Pero la policía es razonable con esa clase de cosas... A no ser que usted les sirva para darse un montón de publicidad. Si no les sirve, supongo que tendré que tragarme los sapos que hagan falta en la central para salirme con la mía. Si les sirve, eso es otro asunto. ¿Cómo me ha dicho usted que se llamaba?

La respuesta tardó mucho en llegar. Y cuando llegó no me llevé una sorpresa tan grande como me pensaba. De repente, todo era pura lógica.

—Frank C. Barsaly —dijo.

Al cabo de un rato, la chica rusa me pidió un taxi. Cuando me marché, la fiesta del otro lado de la calle estaba en el punto álgido de cualquier fiesta. Me fijé en que las paredes de la casa todavía aguantaban en pie. Me pareció una lástima.

Todos los cuentos
titlepage.xhtml
sec_0001.xhtml
sec_0002.xhtml
sec_0003.xhtml
sec_0004.xhtml
sec_0005.xhtml
sec_0006.xhtml
sec_0007.xhtml
sec_0008.xhtml
sec_0009.xhtml
sec_0010.xhtml
sec_0011.xhtml
sec_0012.xhtml
sec_0013.xhtml
sec_0014.xhtml
sec_0015.xhtml
sec_0016.xhtml
sec_0017.xhtml
sec_0018.xhtml
sec_0019.xhtml
sec_0020.xhtml
sec_0021.xhtml
sec_0022.xhtml
sec_0023.xhtml
sec_0024.xhtml
sec_0025.xhtml
sec_0026.xhtml
sec_0027.xhtml
sec_0028.xhtml
sec_0029.xhtml
sec_0030.xhtml
sec_0031.xhtml
sec_0032.xhtml
sec_0033.xhtml
sec_0034.xhtml
sec_0035.xhtml
sec_0036.xhtml
sec_0037.xhtml
sec_0038.xhtml
sec_0039.xhtml
sec_0040.xhtml
sec_0041.xhtml
sec_0042.xhtml
sec_0043.xhtml
sec_0044.xhtml
sec_0045.xhtml
sec_0046.xhtml
sec_0047.xhtml
sec_0048.xhtml
sec_0049.xhtml
sec_0050.xhtml
sec_0051.xhtml
sec_0052.xhtml
sec_0053.xhtml
sec_0054.xhtml
sec_0055.xhtml
sec_0056.xhtml
sec_0057.xhtml
sec_0058.xhtml
sec_0059.xhtml
sec_0060.xhtml
sec_0061.xhtml
sec_0062.xhtml
sec_0063.xhtml
sec_0064.xhtml
sec_0065.xhtml
sec_0066.xhtml
sec_0067.xhtml
sec_0068.xhtml
sec_0069.xhtml
sec_0070.xhtml
sec_0071.xhtml
sec_0072.xhtml
sec_0073.xhtml
sec_0074.xhtml
sec_0075.xhtml
sec_0076.xhtml
sec_0077.xhtml
sec_0078.xhtml
sec_0079.xhtml
sec_0080.xhtml
sec_0081.xhtml
sec_0082.xhtml
sec_0083.xhtml
sec_0084.xhtml
sec_0085.xhtml
sec_0086.xhtml
sec_0087.xhtml
sec_0088.xhtml
sec_0089.xhtml
sec_0090.xhtml
sec_0091.xhtml
sec_0092.xhtml
sec_0093.xhtml
sec_0094.xhtml
sec_0095.xhtml
sec_0096.xhtml
sec_0097.xhtml
sec_0098.xhtml
sec_0099.xhtml
sec_0100.xhtml
sec_0101.xhtml
sec_0102.xhtml
sec_0103.xhtml
sec_0104.xhtml
sec_0105.xhtml
sec_0106.xhtml
sec_0107.xhtml
sec_0108.xhtml
sec_0109.xhtml
sec_0110.xhtml
sec_0111.xhtml
sec_0112.xhtml
sec_0113.xhtml
sec_0114.xhtml
sec_0115.xhtml
sec_0116.xhtml
sec_0117.xhtml
sec_0118.xhtml
sec_0119.xhtml
sec_0120.xhtml
sec_0121.xhtml
sec_0122.xhtml
sec_0123.xhtml
sec_0124.xhtml
sec_0125.xhtml
sec_0126.xhtml
sec_0127.xhtml
sec_0128.xhtml
sec_0129.xhtml
sec_0130.xhtml
sec_0131.xhtml
sec_0132.xhtml
sec_0133.xhtml
sec_0134.xhtml
sec_0135.xhtml
sec_0136.xhtml
sec_0137.xhtml
sec_0138.xhtml
sec_0139.xhtml
sec_0140.xhtml
sec_0141.xhtml
sec_0142.xhtml
sec_0143.xhtml
sec_0144.xhtml
sec_0145.xhtml
sec_0146.xhtml
sec_0147.xhtml
sec_0148.xhtml
sec_0149.xhtml
sec_0150.xhtml
sec_0151.xhtml
sec_0152.xhtml
sec_0153.xhtml
sec_0154.xhtml
sec_0155.xhtml
sec_0156.xhtml
sec_0157.xhtml
sec_0158.xhtml
sec_0159.xhtml
sec_0160.xhtml
sec_0161.xhtml
sec_0162.xhtml
sec_0163.xhtml
sec_0164.xhtml
sec_0165.xhtml
sec_0166.xhtml
sec_0167.xhtml
sec_0168.xhtml
sec_0169.xhtml
sec_0170.xhtml
sec_0171.xhtml
sec_0172.xhtml
sec_0173.xhtml
sec_0174.xhtml
sec_0175.xhtml
sec_0176.xhtml
sec_0177.xhtml
sec_0178.xhtml
sec_0179.xhtml
sec_0180.xhtml
sec_0181.xhtml
sec_0182.xhtml
sec_0183.xhtml
sec_0184.xhtml
sec_0185.xhtml
sec_0186.xhtml
sec_0187.xhtml
sec_0188.xhtml
sec_0189.xhtml
sec_0190.xhtml
sec_0191.xhtml
sec_0192.xhtml
sec_0193.xhtml
sec_0194.xhtml
sec_0195.xhtml
sec_0196.xhtml
sec_0197.xhtml
sec_0198.xhtml
sec_0199.xhtml
sec_0200.xhtml
sec_0201.xhtml
sec_0202.xhtml
sec_0203.xhtml
sec_0204.xhtml
sec_0205.xhtml
sec_0206.xhtml
sec_0207.xhtml
sec_0208.xhtml
sec_0209.xhtml
sec_0210.xhtml
sec_0211.xhtml
sec_0212.xhtml
sec_0213.xhtml
sec_0214.xhtml
sec_0215.xhtml
sec_0216.xhtml
sec_0217.xhtml
sec_0218.xhtml
sec_0219.xhtml
sec_0220.xhtml
sec_0221.xhtml
sec_0222.xhtml
sec_0223.xhtml
sec_0224.xhtml
sec_0225.xhtml
sec_0226.xhtml
sec_0227.xhtml
sec_0228.xhtml
sec_0229.xhtml
sec_0230.xhtml
sec_0231.xhtml
sec_0232.xhtml
sec_0233.xhtml
sec_0234.xhtml
sec_0235.xhtml
sec_0236.xhtml
sec_0237.xhtml
sec_0238.xhtml
sec_0239.xhtml
sec_0240.xhtml
sec_0241.xhtml
sec_0242.xhtml
sec_0243.xhtml
sec_0244.xhtml
sec_0245.xhtml
sec_0246.xhtml