4
Bill Dockery, jefe de sala del Club Shalotte, se balanceaba sobre los talones entre bostezos a la entrada sin iluminar del comedor. Era una hora muerta a efectos de negocio, la hora del cóctel pero ya tarde, demasiado pronto para cenar y más pronto aún para el verdadero negocio del club, que era el juego de alto copete.
Dockery era un careto atractivo con un esmoquin azul marino y un clavel granate. Tenía una frente de no más de cinco centímetros debajo de un pelo negro lacado, unos rasgos agradables tirando a duros, ojos castaños despiertos y unas pestañas largas y curvadas que le gustaba deslizar sobre los ojos para incitar a los borrachos problemáticos a que le lanzaran un puñetazo.
El portero uniformado abrió la puerta del vestíbulo y Steve Grayce entró.
—Ah, vaya —dijo Dockery, se dio unos golpecitos en los dientes e inclinó su peso hacia delante. Echó a andar lentamente para cruzar el vestíbulo al encuentro del invitado. Steve se quedó de pie justo pasadas las puertas y recorrió con los ojos aquel salón de techos altos y paredes de cristal lechoso, iluminadas suavemente por detrás. Los vidrios de las paredes estaban grabados con esbozos de barcos de vela, fieras de la selva, pagodas siamesas, templos de Yucatán. Las puertas eran cuadradas y con marcos cromados, como los de las fotos. El Club Shalotte tenía toda la clase que se podía tener, y el murmullo de voces que llegaba del salón bar de la izquierda no era nada ruidoso. La música española que sonaba a bajo volumen tras las voces era tan delicada como un abanico labrado.
Dockery se le acercó e inclinó su cabeza brillante unos centímetros hacia delante.
—¿Puedo ayudarle?
—¿Anda por aquí el Rey Leopardi?
Dockery volvió a echarse hacia atrás. Se le vio menos interesado.
—¿El director de orquesta? Debuta mañana por la noche —dijo.
—Pensé que a lo mejor andaba por aquí, ensayando o lo que fuera.
—¿Es amigo suyo?
—Lo conozco. No ando en busca de trabajo, no soy ningún musiquillo de tres al cuarto, si es lo que se piensa.
Dockery se balanceó sobre los talones. No tenía ningún oído y para él Leopardi no significaba mucho más que una bolsa de cacahuetes. Hizo una media sonrisa. Señaló con la mandíbula cuadrada y pétrea.
—Estaba en el salón bar hace un rato.
Steve Grayce fue al salón bar. Estaría como a un tercio de su capacidad, era un sitio cálido y confortable, ni demasiado oscuro, ni demasiado iluminado. La orquestita española tocaba bajo un arco con las cuerdas en sordina unas melodías seductoras que más parecían recuerdos que sonidos. No había pista de baile. Sí que había una barra larga con asientos cómodos y unas mesas pequeñas redondas con la superficie de fibra de vidrio, no demasiado juntas. A lo largo de tres de las paredes del salón corría un banco pegado a la pared. Los camareros revoloteaban entre las mesas como polillas.
Steve Grayce vio a Leopardi en el rincón del fondo, con una chica. Tenía una mesa vacía a cada lado de la suya. Era una chica de bandera.
Parecía alta y tenía el pelo del color de un incendio de maleza visto a través de una nube de polvo. Sobre él, con la máxima gracia posible, llevaba ladeada una boina de dos puntas, de terciopelo negro, con dos mariposas artificiales hechas de plumas de lunares y sujetas con unos alfileres largos de plata. Su vestido era de lana burdeos y el zorro azul que le cubría un hombro medía al menos medio metro de ancho. Sus ojos eran grandes, azul ahumado, y parecían aburridos. Con la mano izquierda enguantada daba vueltas lentamente a un vasito sobre la mesa.
Leopardi estaba frente a ella, inclinado hacia delante, hablando. Sus hombros parecían muy anchos bajo una chaqueta sport de piel de color crema. Por encima del cuello de la chaqueta, su pelo formaba una punta sobre el cuello moreno. Se rió desde su lado de la mesa mientras Steve se acercaba, y su risa sonaba confiada, despectiva.
Steve se detuvo y se puso detrás de la mesa de al lado. Su movimiento captó la atención de Leopardi, que giró la cabeza y puso cara de fastidio, y luego los ojos se le agrandaron y le brillaron y todo su cuerpo giró lentamente como un juguete mecánico.
Leopardi puso sus dos manos, bastante pequeñas pero bien formadas, encima de la mesa, una a cada lado del vaso alto. Sonrió. Después echó su silla para atrás y se levantó. Levantó un dedo y se tocó el bigote fino con delicadeza teatral. Luego dijo entre dientes, pero muy claro:
—¡Hijo de puta!
Un hombre que estaba sentado en una mesa cercana volvió la cabeza y frunció el ceño. Un camarero que había empezado a acercarse se detuvo sobre sus pasos y luego se esfumó entre las mesas. La chica miró a Steve Grayce y luego se recostó contra los cojines del banco de la pared, se humedeció la punta de un dedo desnudo de la mano derecha y se atusó una de sus cejas castañas.
Steve se quedó completamente inmóvil. Notó que la sangre le afluía de repente a las mejillas. Dijo en tono suave:
—Anoche se olvidó una cosa en el hotel. Creo que tendría que hacer algo al respecto. Aquí lo tiene.
Sacó un papel doblado del bolsillo y se lo tendió. Leopardi lo miró, todavía sonriente, lo abrió y lo leyó. Era una hoja de papel amarillo con trocitos recortados de papel blanco pegados encima. Leopardi arrugó el papel en la mano y lo dejó caer a sus pies. Dio un ligero paso hacia Steve y repitió con voz más alta:
—¡Hijo de puta!
El hombre que había mirado hacia ellos primero se levantó bruscamente y se volvió. Dijo con toda claridad:
—No me gusta esa clase de lenguaje delante de mi esposa.
Sin mirar siquiera al hombre, Leopardi dijo:
—Váyanse al infierno, su esposa y usted.
Al hombre se le puso la cara de color rojo oscuro. La mujer que estaba con él se puso de pie, agarró el abrigo y el bolso y se alejó. El hombre la siguió tras un momento de indecisión. Ahora ya los miraba todo el mundo. El camarero que se había esfumado entre las mesas cruzó la puerta del vestíbulo a toda prisa.
Leopardi dio otro paso más largo hacia Steve y le golpeó en la mandíbula. Steve se movió con el puñetazo, retrocedió un paso, apoyó la mano en otra mesa y tiró un vaso. Se volvió para disculparse con la pareja de la mesa. Leopardi se abalanzó muy deprisa sobre él y le golpeó detrás de la oreja.
Dockery entró por la puerta, separó a dos camareros como si estuviera abriendo una piel de plátano y se lanzó por la sala enseñando toda la dentadura.
Steve se atragantó un poco y se puso a salvo. Se volvió y dijo con voz espesa:
—Espere un minuto, no sea tonto... Eso no es todo... Hay más...
Leopardi se acercó rápidamente y le dio de lleno en la boca. Los labios de Steve empezaron a sangrar; la sangre le caía por la comisura de la boca y relucía sobre el mentón. La chica del pelo rojo recogió el bolso, blanca de rabia, y empezó a levantarse detrás de la mesa.
Leopardi giró de golpe sobre sus talones y se alejó. Dockery alzó una mano para detenerlo. Leopardi se la apartó y siguió adelante hasta salir del salón.
La pelirroja alta puso otra vez el bolso encima de la mesa y dejó caer un pañuelo al suelo. Miró a Steve tranquilamente y le dijo con calma:
—Límpiese la sangre de la barbilla antes de que le caiga encima de la camisa. —Tenía una voz suave, ronca, con un punto vibrante.
Dockery llegó con cara ceñuda, cogió a Steve del brazo y lo empujó.
—¡Muy bien, usted! ¡Vamos!
Steve continuó inmóvil, con los pies plantados en el suelo y mirando a la chica. Se limpió la boca con un pañuelo. Puso una media sonrisa. Dockery no logró moverlo ni un centímetro. Le soltó el brazo y llamó por señas a dos camareros que se plantaron detrás de Steve pero no lo tocaron.
Steve se tocó el labio con cuidado y miró la sangre en el pañuelo. Se volvió a las personas de la mesa de detrás de él y les dijo:
—Mil perdones. He perdido el equilibrio.
La chica cuya bebida había derramado se secaba el vestido con una servilletita bordada. Le sonrió y le dijo:
—No ha sido culpa suya.
De repente los dos camareros sujetaron a Steve por los brazos desde atrás. Dockery meneó la cabeza y lo soltaron de nuevo. Dockery dijo severo:
—¿Le pegó usted?
—No.
—¿Le dijo algo a él para que le golpeara?
—No.
La pelirroja se inclinó junto a la esquina de la mesa para recoger el pañuelo caído. Le llevó bastante tiempo. Finalmente lo tuvo en la mano y se volvió a deslizar a la esquina de detrás de la mesa.
—No hay problema, Bill —dijo en tono frío—. Solo era otro de esos numeritos del Rey para el público.
—Ajá —dijo Dockery e hizo pivotar la cabeza sobre el fuerte cuello. Luego sonrió y miró otra vez a Steve.
—Me dio tres buenos puñetazos —dijo Steve, sombrío—, uno por detrás, sin devolución. A usted lo veo bastante duro. Mire a ver si sabe hacerlo.
Dockery le tomó la medida con los ojos. Luego, sin alterar la voz, dijo:
—Usted gana. No podría... ¡Largo! —añadió cortante a los camareros. Se marcharon. Dockery olisqueó su clavel y dijo con voz tranquila—: Aquí no queremos disputas. —Sonrió de nuevo a la chica y se alejó con una palabrita suelta aquí y allá por las mesas. Salió por las puertas del vestíbulo.
Steve se dio unos toquecitos más en los labios, guardó el pañuelo en el bolsillo y buscó por el suelo con la mirada.
La pelirroja le dijo con voz tranquila:
—Me parece que lo que quiere lo tengo yo, en el pañuelo. ¿No quiere sentarse?
Tenía algo en la voz que le recordaba alguna cosa, como si la hubiera oído antes. Se sentó frente a ella, en la silla en la que estaba sentado Leopardi. La pelirroja dijo:
—Las copas corren de mi cuenta. Yo estaba con él.
—Coca-cola con un toque de angostura —dijo Steve al camarero.
—¿La señora? —dijo el camarero.
—Coñac con soda. Corto de coñac, por favor. —El camarero hizo una inclinación y desapareció. La chica dijo, divertida—: Coca-cola con un toque de angostura. Eso es lo que me encanta de Hollywood. La de neuróticos que te encuentras...
Steve la miró a los ojos y dijo con voz suave:
—Soy bebedor ocasional, de los que salen a tomar una cerveza y acaban despertándose en Singapur con la barba crecida.
—No me creo ni una palabra. ¿Hace tiempo que conoce al Rey?
—Desde ayer por la noche. No nos llevamos muy bien.
—Digamos que de eso ya me he dado cuenta —soltó una carcajada. Su risa también era grave y plena.
—Deme ese papel, señora.
—Ah, es usted un hombre impaciente. Hay tiempo. —Tenía el pañuelo con la hoja amarilla de papel arrugada dentro firmemente apretado en la mano del guante. El dedo medio de la mano derecha jugueteaba con una ceja—. No será usted del cine, ¿verdad?
—No, demonios.
—Yo tampoco. Resulta que soy demasiado alta. Los galanes guapos tienen que ponerse alzas para poder apretarme contra su pecho.
El camarero colocó las bebidas delante de ellos, hizo un gracioso movimiento con la servilleta en el aire y se marchó. Steve dijo con voz tranquila pero terca:
—Deme ese papel, señorita.
—No me gusta eso de señorita. Me suena a poli.
—No sé su nombre.
—Ni yo el suyo. ¿Dónde conoció a Leopardi?
Steve suspiró. La música de la orquestina española emitía ahora un sonido menor y melancólico y el tintineo medio ahogado de la cristalería lo dominaba. Steve la escuchaba con la cabeza ladeada.
—La cuerda del mi está medio tono por debajo. Un efecto bastante simpático —dijo.
La chica lo miró con renovado interés.
—Nunca me hubiera dado cuenta —dijo—. Y se supone que soy una cantante bastante buena. Pero no ha contestado a mi pregunta.
—Anoche —le respondió lentamente—, era detective de la casa en el hotel Carlton. Me llamaban administrativo de noche, pero era el detective de la casa. Leopardi se alojaba allí y se pasó mucho de la raya. Lo eché a la calle y me echaron a mí.
—Ah, empiezo a hacerme una idea —dijo la chica—. Él andaba haciendo del Rey, y usted, si no me equivoco, de detective de la casa en plan tipo duro.
—Algo así. Ahora, si por favor...
—Todavía no me ha dicho cómo se llama.
Buscó la cartera, sacó una de sus flamantes tarjetas de visita y se la pasó por encima de la mesa. Dio unos sorbos a su bebida mientras ella la leía.
—Un bonito nombre —dijo despacio—. Pero una dirección no demasiado buena. Y lo de «Investigador privado» tampoco es bueno. Tendría que haber puesto «Investigaciones» en pequeñito, en la esquina inferior izquierda.
—Ya son lo bastante pequeñas —dijo Steve sonriendo—. Y ahora, ¿quiere por favor...?
La pelirroja alargó de golpe la mano sobre la mesa y depositó la bola de papel arrugado en la mano de Steve.
—Por supuesto que no lo he leído, y por supuesto que me gustaría. Me concederá al menos ese crédito, espero. —Miró la tarjeta de nuevo y añadió—: Steve. Sí, y su despacho tendría que estar en un edificio georgiano o muy moderno en Sunset. La suite tal o cual. Y tendría que llevar ropa llamativa. Muy llamativa, Steve, en efecto. Ir de discreto en esta ciudad es como ser un inodoro atascado.
Steve le sonrió. Sus ojos negros hundidos centelleaban. La chica se guardó la tarjeta en el bolso, le dio un tirón a la piel y se echó al coleto la mitad de la copa.
—Tengo que marcharme. —Hizo una seña al camarero y pagó la cuenta. El camarero se marchó y ella se levantó.
—Siéntese —dijo Steve, cortante.
Ella lo miró asombrada. Luego se sentó otra vez y se apoyó contra la pared sin dejar de mirarlo. Steve se inclinó sobre la mesa y le preguntó:
—¿Cómo de bien conoce a Leopardi?
—De hace años, con intermitencias. Si es que es de su incumbencia. No se me ponga dominante, por el amor de Dios. Aborrezco a los hombres dominantes. Una vez canté para él, pero no mucho tiempo, es imposible cantar para Leopardi y ya está... No sé si me entiende.
—Estaba tomándose una copa con él.
La chica asintió ligeramente y se encogió de hombros.
—Debuta aquí mañana por la noche —dijo—. Estaba intentando convencerme de que cantara otra vez para él. Le he dicho que no, pero puede que tenga que hacerlo, una o dos semanas en todo caso. El propietario del Club Shalotte es dueño de mi contrato... Y de una emisora de radio con la que trabajo bastante.
—Jumbo Walters —dijo Steve—. Dicen que es duro pero legal. No lo conozco, pero me gustaría. Después de todo, tengo que ganarme la vida. Aquí.
Pasó la mano sobre la mesa y soltó el papel arrugado.
—¿Su nombre era...? —preguntó.
—Dolores Chiozza.
Steve lo repitió lentamente.
—Me gusta. También me gusta como canta. La he oído un montón de veces. No se pasa vendiendo las canciones, como hacen esos románticos ricachones. —Le relucieron los ojos.
La chica extendió el papel sobre la mesa y lo leyó despacio, sin expresión. Luego dijo con calma:
—¿Quién lo rompió?
—Leopardi, supongo. Los trozos estaban anoche en su papelera. Yo los junté después de que se marchara. El tipo tiene redaños... O, si no, es que recibe estas cosas con tanta frecuencia que ya ni las tiene en cuenta.
—O tal vez pensó que era una broma. —Su mirada desapasionada atravesó la mesa, luego dobló el papel y se lo devolvió.
—Puede ser. Pero si es la clase de persona que tengo entendido que es, alguna vez alguien irá en serio, y el tipo que esté detrás querrá hacer algo más que asustarlo un poco.
—Es la clase de persona que tiene entendido que es —dijo Dolores Chiozza.
—Entonces no debería ser muy difícil para una mujer llegar hasta él... ¿Lo sería? ¿Una mujer con una pistola?
—No —continuó ella sin dejar de mirarlo—. Y si me preguntara, le contestaría que además todo el mundo le echaría las manos que le hicieran falta. Si yo fuera usted, me olvidaría del asunto sin más. Si quiere protección, Walters puede ponerle más que la policía. Y si no quiere, ¿a quién le importa? A mí no. Estoy segura de que a mí no, demonios.
—También usted es bastante dura, señorita Chiozza... En algunos aspectos.
La chica no dijo nada. Tenía la cara un poco pálida y más que un poco dura.
Steve se terminó la bebida, echó la silla hacia atrás y cogió el sombrero. Se puso de pie.
—Muchísimas gracias por la copa, señorita Chiozza. Ahora que la he conocido estoy deseando más que nunca volver a oírla cantar.
—Se ha vuelto condenadamente ceremonioso de repente —dijo.
—Hasta la vista, Dolores —se despidió con una sonrisa.
—Hasta la vista, Steve. Buena suerte en el oficio de sabueso. Si me entero de algo...
Steve dio media vuelta y se marchó entre las mesas del salón bar.