4

El gran Cadillac de Landrey subía silencioso la larga pendiente hacia Montrose. Abajo, a la izquierda, en la falda del valle, brillaban las luces. El aire era frío y claro, las estrellas relucientes. Landrey miró hacia atrás desde el asiento delantero y apoyó sobre el respaldo un brazo largo y negro que terminaba en un guante blanco.

Dijo, por tercera o cuarta vez:

—¡Así que su propio picapleitos la aprieta! Bueno, bueno, bueno...

Sonrió disimuladamente, con intención. Todos sus movimientos eran suaves y calculados. Era un hombre alto, pálido, de dientes blancos y ojos negro azabache que centelleaban bajo la luz del techo.

Mallory y Macdonald iban en el asiento de atrás. Mallory no dijo nada y siguió mirando al exterior por la ventanilla. Macdonald sacó su petaca de whisky y el tapón se le cayó al suelo del coche. Soltó un taco y se inclinó para buscarlo a tientas. Cuando lo encontró se incorporó de nuevo y miró, malhumorado, el rostro claro y pálido de Landrey, que aparecía sobre la bufanda de seda blanca.

—¿Todavía tiene ese sitio en Highland Drive? —le preguntó.

—Sí, poli, todavía lo tengo —respondió Landrey—. Y no me va demasiado bien.

Macdonald soltó un gruñido.

—Es una lástima, señor Landrey.

Luego apoyó la cabeza en la tapicería y cerró los ojos.

El Cadillac abandonó la carretera principal; el conductor parecía saber perfectamente lo que hacía. Hizo un giro y se metió en una urbanización de grandes jardines y mansiones dispersas y pretenciosas. Tres ranas croaron en medio de la oscuridad y el aire olía a flores de azahar.

Macdonald abrió los ojos y se inclinó hacia delante.

—La casa de la esquina —le indicó al conductor.

La casa quedaba detrás de una amplia curva. El tejado era de tejas y tenía un arco románico inglés en la entrada y faroles de hierro forjado a ambos lados de la puerta. Junto a la acera había una pérgola cubierta de enredaderas. El conductor apagó las luces y se deslizó con pericia hasta la pérgola.

Mallory bostezó y abrió la puerta del coche. Había coches aparcados a lo largo de toda la calle, incluso más allá de la esquina. Las brasas de los cigarrillos de un par de chóferes despuntaban sobremanera en medio de la azulada oscuridad.

—Una fiesta —observó—. Qué bien.

Se bajó del coche y se quedó allí un momento mirando al otro lado del césped. Luego anduvo sobre la hierba blanda hasta llegar a un camino de losas espaciadas para que la hierba creciera entre ellas. Se detuvo entre los faroles de hierro forjado y tocó el timbre.

Una doncella de cofia y delantal abrió la puerta. Mallory habló:

—Disculpe que moleste al señor Atkinson, pero es algo muy importante. Mi nombre es Macdonald.

La doncella dudó un momento y luego volvió a entrar en la casa, dejando la puerta entornada. Mallory la empujó al descuido y observó el espacioso vestíbulo y sus tapices indios en el suelo y en las paredes. Entró.

Solo unos metros más allá, una puerta daba a una habitación en penumbra forrada de libros y con aroma a cigarros buenos. Sobre las sillas se acumulaban abrigos y sombreros. Desde la parte de atrás de la casa llegaba música de baile. Mallory sacó su Luger y se apoyó en la jamba de la puerta, por el lado de dentro.

Un hombre vestido de etiqueta venía por el pasillo. Era un tipo regordete, de pelo blanco abundante y con una cara sonrosada, de gesto astuto, irritable. Su magnífico traje no lograba disimular la atención que causaba su barriga excesiva. Tenía unas cejas tupidas, el entrecejo fruncido. Caminaba deprisa y parecía enfadado.

Mallory se despegó de la puerta y clavó la pistola en el estómago de Atkinson.

—¿Me busca usted a mí? —le espetó.

Atkinson se paró en seco, soltó un respingo e hizo un ruidito ahogado con la garganta. Abrió mucho los ojos, sobresaltado. Mallory alzó la Luger y apoyó la punta fría del cañón en la carne flácida de la garganta de Atkinson, justo por encima de la uve de su cuello de pajarita. El abogado levantó parcialmente el brazo como si quisiera apartar el arma a un lado, pero se quedó inmóvil en esa posición, asustado, con el brazo en el aire.

—No hable —dijo Mallory—. Piense, nada más. Está vendido. Macdonald lo ha soltado todo. A Costello y a dos de sus muchachos los han trincado en Westwood. Queremos a Rhonda Farr.

Los ojos de Atkinson eran de un azul turbio, opaco, sin luz interior. La mención del nombre de Rhonda Farr no pareció impresionarle demasiado. Se retorció contra la pistola.

—¿Por qué viene a verme a mí? —preguntó.

—Porque creemos que sabe dónde está —respondió Mallory en un tono totalmente inexpresivo—. Pero no vamos a hablar aquí. Salgamos afuera.

Atkinson se removió y gorgoteó:

—No... no, tengo invitados.

—La invitada que buscamos no está aquí —dijo Mallory con frialdad, apretando aún más la pistola contra la garganta.

Por la cara del abogado cruzó una súbita oleada de emoción. Dio un pasito para atrás y trató de agarrar el arma. Los labios de Mallory se tensaron. Giró la muñeca y golpeó a Atkinson en la boca con el punto de mira de la Luger. Apareció sangre en sus labios. Empezó a resoplar. Se puso muy pálido.

—No pierdas la cabeza, gordinflón, o no pasarás de esta noche —le avisó Mallory.

Atkinson se giró y se dirigió de inmediato hacia la puerta abierta, directamente, sin ni siquiera mirar.

Mallory lo cogió por el brazo y tiró de él hacia la izquierda.

—Camina despacio —le dijo en voz baja.

Rodearon la pérgola. Atkinson extendió los brazos hacia delante y avanzó titubeante hasta el coche. De la puerta abierta salió un brazo muy largo que se apoderó de él. Entró y cayó sobre el asiento. Macdonald le puso una mano sobre la cara y se la aplastó contra la tapicería. Mallory subió y cerró la puerta dando un portazo.

El coche giró rápidamente con un chirrido de neumáticos y salió disparado. El conductor recorrió toda una manzana antes de encender los faros. Entonces giró un poco la cabeza y preguntó:

—¿Adónde, jefe?

—A cualquier sitio —le contestó Mallory—. Volvamos a la ciudad. Tómatelo con calma.

El Cadillac se desvió a la carretera principal y bajó por la larga pendiente. En el valle brillaban de nuevo las luces, unas lucecitas blancas que se movían muy despacio. Faros de coche.

Atkinson se incorporó en el asiento, sacó un pañuelo del bolsillo y se limpió los labios. Dirigió su mirada a Macdonald y le dijo en tono sereno:

—¿Qué guión llevamos, Mac? ¿Extorsión?

Macdonald se rió con aspereza. Luego le entró el hipo. Estaba un tanto beodo.

—¡Demonios, no! Esta noche los muchachos se han llevado a la Farr. Y aquí, a los amigos, eso no les ha gustado nada. Pero usted no sabrá nada del asunto, ¿verdad, pez gordo? —Y se rió otra vez en tono de burla.

Atkinson replicó, despacio:

—Es curioso... pero no, no sé nada. —Levantó un poco más su cabeza blanca y añadió—: ¿Quiénes son estos hombres?

Macdonald no contestó. Mallory encendió un cigarrillo protegiendo la llama de la cerilla con ambas manos. Luego dijo:

—Eso no importa mucho, ¿no cree? Usted sabe dónde se han llevado a Rhonda Farr, o al menos puede darnos una pista. Así que piénselo. Tenemos todo el tiempo del mundo.

Landrey volvió la cabeza y miró al asiento de atrás. Su rostro era un borrón pálido en la oscuridad.

—No es mucho pedir, señor Atkinson —agregó, serio. Su voz sonaba tranquila, suave, agradable. Tamborileó en el respaldo del asiento con sus dedos enguantados.

Atkinson se quedó un rato mirándole fijamente y después apoyó otra vez la cabeza en la tapicería.

—Suponga que no sé nada de este asunto —dijo con cansancio.

Macdonald levantó una mano y le pegó en la boca. La cabeza del abogado rebotó contra el respaldo.

—Corta ya con esa basura, poli —reprendió Mallory, con voz fría y tono desagradable.

Macdonald soltó una palabrota y miró para otro lado. El coche seguía su marcha.

Habían entrado ya en el valle. El faro tricolor de un aeropuerto danzaba en el cielo no lejos de allí. Empezaron a pasar por las laderas arboladas y tímidos apuntes de valle entre montes en sombra. Un tren rugió en el túnel de Newhall, tomó velocidad y se alejó con un largo estrépito de hierros.

Landrey le dijo algo a su chófer. El Cadillac se metió por una carretera de tierra. El conductor apagó las luces y siguió conduciendo a la luz de la luna. El camino de tierra terminaba en una mancha de hierba seca, marrón, rodeada de matorrales bajos. En el suelo había algunas latas viejas y periódicos rotos y descoloridos.

Macdonald sacó su botella, la destapó y le dio un trago.

—Estoy un poco mareado. Dame uno —pidió Atkinson con voz ronca.

Macdonald hizo amago de darle la botella pero en el último momento gruñó:

—¡Oh, vete al infierno! —Y se la guardó en el abrigo.

Mallory sacó una linterna de la guantera, la encendió y la enfocó sobre la cara de Atkinson.

—Hable —le dijo.

Atkinson puso las manos sobre las rodillas y miró de frente al haz de luz de la linterna. Tenía los ojos vidriosos y sangre en la barbilla. Al fin, habló:

—Es un trabajo de Costello. Yo no sé de qué se trata. Pero si es cosa de Costello seguro que también está metido un individuo llamado Slippy Morgan. Tiene una chabola en la meseta de los montes de Baldwin Hills. Puede que se hayan llevado a Rhonda Farr allí.

Cerró los ojos y, bajo el haz de luz, se pudo ver una lágrima. Mallory dijo lentamente:

—Macdonald debería saberlo.

Atkinson mantuvo los ojos cerrados.

—Supongo que sí —su voz sonaba opaca y sin expresión.

Macdonald apretó el puño, se echó a un lado y le golpeó otra vez en la cara. El abogado soltó un gemido y se dejó caer hacia un lado. Mallory agitó la linterna.

—Haz eso otra vez y te meto un balazo en las tripas, poli. Prueba y verás. —la voz le temblaba de furia.

Macdonald se apartó con una risa tonta. Mallory apagó la linterna y dijo, más calmado:

—Creo que está diciendo la verdad, Atkinson. Echaremos un vistazo a la chabola de ese Slippy Morgan.

El conductor hizo un giro, dio marcha atrás y se encaminó de vuelta a la carretera principal.

Todos los cuentos
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