1

Anna Halsey eran ciento diez kilos de mujer de mediana edad y cara fofa metidos en un traje de chaqueta negro. Los ojos eran unos botoncitos negros brillantes, las mejillas eran tan blandas como la cera caliente de una vela y más o menos del mismo color. Estaba sentada detrás de una mesa de escritorio de cristal negro que parecía la tumba de Napoleón y fumaba un cigarrillo en una boquilla negra que se asemejaba en su forma a un paraguas enrollado.

—Necesito un hombre —dijo.

Miré cómo sacudía la ceniza del cigarrillo sobre la superficie reluciente de la mesa y cómo los copos de ceniza se retorcían y arrastraban al ritmo de la corriente que provenía de la ventana abierta.

—Necesito un hombre lo bastante guapo para cortejar a una señora con gran sentido de clase, pero lo bastante duro también para liarse a puñetazos. Necesito un tipo que se sienta en su salsa en los bares de moda y que tenga un sentido del humor tan agudo como el de Fred Allen, pero mejor, y que si se da con el cráneo contra un camión de cervezas piense que el golpe se lo ha sacudido un bombón de corista con una barra de pan.

—Eso está tirado —dije—. Te basta con los Yanquees de Nueva York, con Robert Donat o con los Yacht Club Boys.

—Tú podrías servir —dijo Anna—, puliéndote un poco. Veinte pavos al día y gastos. Hace años que no dejo un trabajo, pero este está fuera de mi línea. Yo me muevo en el negocio de los detectives con asuntos poco complicados, y gano dinero sin necesidad de que nadie me patee el culo. Vamos a ver qué le pareces a Gladys.

Dio la vuelta a la boquilla y apretó una tecla de un interfono negro grande y cromado.

—Ven a vaciarle el cenicero a Anna, cariño.

Esperamos.

La puerta se abrió y entró con andar decidido una rubia alta que iba mejor vestida que la duquesa de Windsor.

Atravesó con elegancia la habitación, vació el cenicero de Anna, le dio una palmadita en la gruesa mejilla, me lanzó una mirada suave pero cortante, y volvió a salir.

—Creo que se ruborizó —dijo Anna cuando se cerró la puerta—. Me parece que todavía tienes lo que hay que tener.

—Se ruborizó..., sí, y estoy citado para cenar con Darryl Zanuck —dije—. Déjate de hacer el indio. ¿De qué va el tema?

—De pringar a una chica. Una fulana pelirroja con ojos de lagarta. Hace de gancho de un jugador y la está utilizando con el cachorro de un ricachón.

—¿Y qué tengo que hacerle?

—Ya supongo que es un trabajo bastante miserable, Philip —suspiró Anna—. Si le encuentras antecedentes de cualquier clase, rebusca en ellos y échaselos a la cara. Y si no los tiene, lo que es más probable, puesto que viene de buena familia, pues lo dejo a tu elección. De vez en cuando tú también tienes ideas, ¿no?

—Pero no me acuerdo de cuándo tuve la última. ¿Qué jugador y qué millonario?

—Marty Estel.

Me empecé a levantar de la silla, pero luego recordé que llevaba un mes nefasto con el negocio y que necesitaba ese dinero. Así que me volví a sentar.

—Puede ser que te metas en problemas, por supuesto —dijo Anna—. Nunca he oído que Marty se cargase a nadie en un lugar público a pleno día, pero tampoco se dedica a jugar con muñecas.

—Mi negocio son los problemas —dije—. Veinticinco al día y doscientos cincuenta garantizados, si sale bien.

—Yo también tendría que sacar un poco para mí —se lamentó Anna.

—Okey. La ciudad está llena de coolies que trabajan por nada. Me ha gustado ver que te conservas tan bien. Hasta la vista, Anna.

Esta vez sí que me puse de pie. Mi vida no es que valiera mucho, pero eso sí que lo valía. Se suponía que Marty Estel era un tipo más que duro, y que tenía detrás la gente adecuada para echarle una mano y para protegerlo. Tenía un local por West Hollywood, en el Strip. No era de montar nada a lo bruto, pero si montaba algo, seguro que reventaría.

—Siéntate, acepto el trato —bufó Anna—. Soy una pobre anciana arruinada que intenta sacar adelante una agencia de detectives de primer nivel solo a base de poner quilos y mala salud, así que llévate mi última moneda y ríete de mí.

—¿Quién es la chica? —Ya había vuelto a sentarme.

—Se llama Harriet Huntress, un nombre fantástico para su papel. Vive en El Milano, en la manzana de mil novecientos de North Sycamore, muy de clase alta. El padre se arruinó allá por el treinta y uno y se tiró de la ventana del despacho. Madre muerta. Hermana pequeña en un internado en Connecticut. Por ahí puedes obtener alguna cosa.

—¿Quién averiguó todo esto?

—El cliente encontró un puñado de fotocopias de pagarés que el cachorro le había dado a Marty. En total cincuenta de los grandes. La criatura, que es hijo adoptivo del viejo, no reconoció los pagarés, como todos los críos. Así que el cliente hizo que un tipo que se llama Arbogast, y que pretende ser muy bueno en esas cosas, le peritara las fotocopias. Accede y busca un poco por ahí, pero está demasiado gordo para hacer trabajo de calle, igual que yo, y ahora lo han quitado del caso.

—¿Pero podría hablar con él?

—No veo por qué no —dijo Anna meneando varias de sus papadas.

—¿Y ese cliente tiene nombre?

—Hijo, te espera un banquete. Podrás hablar con él en persona... y ahora mismo.

Volvió a apretar la tecla de su interfono.

—Haz que pase el señor Jeeter, cariño.

—Esa Gladys —dije—, ¿tiene novio formal?

—¡Deja en paz a Gladys! —casi me gritó Anna—. Le saco dieciocho de los grandes al año en asuntos de divorcios. Cualquier tipo al que se le ocurra ponerle un dedo encima, Philip Marlowe, puede darse por quemado.

—Algún día caerá —dije—. ¿Por qué no iba a poder recogerla yo?

La puerta se abrió y me callé.

No lo había visto en la sala de recepción de paredes de madera, de modo que debían de haberlo tenido esperando en algún despacho privado. Y eso no le había gustado. Entró deprisa, cerró la puerta con rapidez y se sacó del chaleco un reloj plano de platino, de forma octogonal, y lo miró airado. Era un tipo alto, pelo rubio platino, con un traje de franela de raya fina y corte juvenil. Llevaba un capullo de rosa de pitiminí de color rosa en la solapa. Tenía un semblante impasible y aparentaba agudeza, con pequeñas bolsas debajo de los ojos, los labios un tanto gruesos. Llevaba un bastón de ébano con puño de plata, botines y debía de tener unos sesenta bien llevados, pero le calculé cerca de diez años más. No me gustó.

—Veintiséis minutos, señorita Halsey —dijo en tono gélido—. Resulta que mi tiempo es algo valioso. Por considerarlo de valor, he conseguido hacer una gran cantidad de dinero.

—Bueno, intentamos salvar una parte de su dinero, ¿no? —dijo Anna arrastrando las sílabas. A ella tampoco le gustaba—. Disculpe que le hayamos tenido esperando, señor Jeeter, pero quiso usted ver el elemento al que seleccionaba y tuve que mandar a buscarlo.

—A mí no me parece que dé el tipo —dijo el señor Jeeter lanzándome una mirada desagradable—. Pienso que alguien un poco más señor...

—No será usted el Jeeter del Camino del tabaco, ¿verdad? —le pregunté.

Se acercó a mí andando despacio y levantó a medias el bastón. Clavó los ojos sobre mí como si fueran garras.

—Así que me insulta —dijo—. A mí... a un hombre de mi posición.

—Oiga, espere un minuto —empezó Anna.

—Nada de espere un minuto —dije yo—. Aquí el menda dijo que yo no era un señor. Igual eso está bien para un individuo de su posición, sea la que sea..., pero un hombre de mi posición no acepta una pulla retorcida de nadie. No se lo puedo permitir. A menos que no tuviera intención, claro.

El señor Jeeter se puso rígido y me lanzó una mirada furibunda. Volvió a sacar el reloj y a mirarlo.

—Veintiocho minutos —dijo—. Le pido disculpas, joven, no pretendía ser grosero.

—Eso está fenomenal —dije—. Ya sabía que no era usted el Jeeter del Camino del tabaco.

Aquello casi volvió a dispararlo, pero lo dejó pasar. No estaba del todo seguro de qué pretendía yo.

—Una pregunta o dos ahora que estamos juntos —dije—. ¿Está usted dispuesto a darle un poco de dinero a esa chica, la Huntress, para gastos?

—Ni un céntimo —bramó—. ¿Por qué iba a hacerlo?

—Ha acabado por ser una especie de costumbre. Suponga que se casara con él, ¿el chico, qué tendría?

—De momento mil dólares al mes de un fideicomiso que estableció su madre, mi difunta esposa —inclinó la cabeza—. Cuando tenga veintiocho años, muchísimo más dinero.

—No puede reprocharle a la chica que lo intente —dije—. No en los tiempos que corren. ¿Y qué me dice de Marty Estel? ¿Algún arreglo al respecto?

Apretó los guantes grises con una mano llena de venas moradas.

—Esa deuda es incobrable. Es una deuda de juego —dijo.

Anna suspiró con resignación y tiró un poco más de ceniza sobre la mesa.

—Claro —dije—. Pero los jugadores no pueden permitir que la gente les deje colgados. Después de todo, si su hijo hubiera ganado, Marty sí que le hubiera pagado a él.

—Eso a mí no me interesa —dijo el viejo alto y delgado con frialdad.

—Sí, pero piense en Marty sentado ahí con pagarés incobrables por cincuenta de los grandes. Que no valen ni cinco centavos. ¿Cómo dormirá por las noches?

El señor Jeeter se quedó pensativo. Luego sugirió casi con dulzura:

—¿Quiere decir que hay peligro de violencia?

—Es difícil de decir. El hombre dirige un sitio muy selecto, allí acude mucha gente del cine. Tiene una reputación en la que pensar. Pero anda metido en un negocio y conoce a su gente. Pueden pasar cosas... a muchísima distancia de donde esté Marty. Y Marty no es ningún felpudo. Se levanta y anda.

El señor Jeeter volvió a mirar el reloj y puso cara de fastidio. Volvió a meterlo con furia en el chaleco.

—Todo eso es cuestión suya —me soltó—. El fiscal del distrito es amigo personal mío. Si le parece que el asunto está más allá de sus capacidades...

—Sí —le dije—. Pero a pesar de todo ha venido usted a aporrear a nuestra puerta. Aunque tenga al fiscal del distrito en el bolsillo del chaleco... junto con ese reloj.

Se puso el sombrero, se enfundó un guante, dio unos golpecitos en la punta del zapato con el bastón, echó a andar hacia la puerta y la abrió.

—Pido resultados y pago por tenerlos —dijo fríamente—. Y pago sin retrasos. Incluso hay veces que pago generosamente, aunque no sea considerado persona generosa. Me parece que nos entenderemos muy bien entre nosotros.

En ese momento casi guiñó un ojo y luego salió. La puerta se cerró sin ruido sobre el cojín de aire del muelle. Miré a Anna y sonreí.

—Una delicia, ¿verdad que sí? —me dijo—. Me gustaría tener ocho como él a la hora del cóctel.

Le saqué veinte dólares para gastos.

Todos los cuentos
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