5

De momento solo había cometido cuatro errores. El primero, haberme metido en el asunto aunque fuera en favor de Kathy Horne. El segundo, seguir metido en él después de encontrar muerto a Peeler Mardo. El tercero, dejar que Rush Madder viera que sabía de lo que me hablaba. El cuarto, el whisky, que fue el peor de los cuatro.

Sabía raro incluso al tragarlo. Después hubo un súbito momento de aguda lucidez en el que comprendí con tanta exactitud como si lo hubiera visto que él había cambiado su vaso por uno inocuo oculto en el armario.

Seguí sentado un momento sin moverme, con el vaso vacío en las puntas de los dedos, acumulando fuerzas. El rostro de Madder empezó a agrandarse, redondearse y difuminarse. Una sonrisa gorda aparecía y desaparecía bajo su mostacho de Charlie Chan mientras me observaba.

Me llevé la mano al bolsillo y saqué un pañuelo mal doblado. La pequeña porra que llevaba dentro no parecía verse. Por lo menos Madder no se movió después de su primer movimiento de la mano bajo la chaqueta.

Me puse de pie, me balanceé hacia delante como si estuviera borracho y le golpeé de lleno en la cabeza.

Se tambaleó. Empezó a levantarse. Lo golpeé en la mandíbula. Cayó inerte y la mano que se le salió de debajo de la chaqueta chocó contra el vaso que tenía encima de la mesa. Lo puse derecho, me quedé en silencio, escuchando, peleando contra una creciente oleada de náuseas e inconsciencia.

Fui hasta una puerta de comunicación y probé el pomo. Cerrada. Ahora ya iba dando tumbos. Arrastré una silla contra la puerta de entrada y sujeté el respaldo debajo del pomo. Me apoyé contra la puerta jadeando, rechinando los dientes, maldiciéndome. Saqué unas esposas y volví a dirigirme hacia Madder.

Una chica muy bonita de pelo negro y ojos grises salió del armario de la ropa y me apuntó con una treinta y dos.

Llevaba un traje azul con muchos botones. El sombrero era como un platillo invertido que le trazaba una dura línea sobre la frente. A ambos lados dejaba ver un pelo negro brillante. Tenía los ojos gris pizarra, fríos, y sin embargo, joviales. La cara era fresca y joven y delicada y tan dura como un cincel.

—Muy bien, Marlowe. Túmbese y duerma la mona. Está acabado.

Me lancé sobre ella tambaleándome con la porra alzada. Meneó la cabeza. Cuando movía la cara se hacía más grande ante mis ojos. Sus líneas cambiaban y se entremezclaban. El arma que llevaba en la mano parecía cualquier cosa desde un túnel hasta un palillo de dientes.

—No sea necio, Marlowe —dijo—. Unas horitas de sueño para usted, unas horitas de ventaja para nosotros. No me haga apretar el gatillo. Porque lo haría.

—¡Váyase al diablo! —farfullé—. Estoy seguro de que lo haría.

—Puedes jurarlo, bocazas. Esta señorita quiere las cosas a su manera. Muy bien. Sentadito.

El suelo se alzó y me empujó. Me senté en él como en una balsa en medio del mar embravecido. Me sujeté sobre las palmas de las manos. Apenas si notaba el suelo. Tenía las manos entumecidas. Tenía todo el cuerpo entumecido. Intenté sostenerle la mirada.

—¡Ja! ¡La dama asesina! —dije con una risita.

Ella soltó una carcajada heladora que apenas si logré oír. En mi cabeza resonaban ahora los tambores, tambores de guerra de una selva lejana. Oleadas de luz iban pasando y sombras negras, y unas ráfagas como de viento entre las copas de los árboles. No quería tumbarme. Me tumbé.

La voz de la chica me llegó desde muy lejos, una voz delicada.

—¿Conque a medias, eh? Así que no le gusta mi método, ¿no? Qué gran corazón, bendito sea. Ya veremos qué pasa con él.

Mientras flotaba me pareció sentir vagamente un golpe opaco que podría ser un tiro. Tuve la esperanza de que le hubiese pegado un tiro a Madder. Pero no era así. Simplemente me había ayudado a perder el conocimiento... con mi propia porra.

Cuando recobré el sentido ya era de noche. Algo chasqueó sobre mi cabeza con un fuerte ruido. A través de la ventana abierta, detrás de la mesa de despacho, una luz amarilla salpicaba la parte alta de las paredes laterales de un edificio. El objeto chasqueó de nuevo y se apagó la luz. Un letrero luminoso del tejado.

Me levanté del suelo como un hombre que intenta salir de un barrizal espeso. Fui haciendo eses hasta el lavabo, me eché agua por la cara, me palpé la cabeza por arriba e hice una mueca, volví tropezando hasta la puerta y encontré la llave de la luz.

Por toda la mesa había papeles dispersos, lapiceros rotos, sobres, una botella marrón de whisky vacía, colillas de cigarrillo y cenizas. Los residuos de unos cajones vaciados con prisa. Ni me molesté en revisar aquello. Salí del despacho, bajé hasta la calle en el ascensor, me metí en un bar y me tomé un brandy, luego me fui al coche, y con el coche, a casa.

Me cambié de ropa, preparé una maleta, tomé un poco de whisky y contesté al teléfono. Eran sobre las nueve y media. La voz de Kathy Horne dijo:

—Así que todavía no te has ido. Tenía esperanzas de que así fuera.

—¿Estás sola? —pregunté con la voz todavía espesa.

—Sí, pero antes no. He tenido la casa llena de polis durante horas. Han sido muy amables, dadas las circunstancias. Algún viejo agravio, supongo que pensaron.

—Y ahora es probable que tengas el teléfono pinchado —gruñí—. ¿Dónde se suponía que tenía que haber ido yo?

—Bueno, ya sabes, tu chica me lo dijo.

—¿Una morena bajita? ¿Muy plantada? ¿Se llama Carol Donovan?

—Tenía una tarjeta tuya. ¿Por qué...? ¿Es que no es...?

—Yo no tengo chica —dije en tono sombrío—. Y apuesto a que así como de pura casualidad, sin pensártelo, se te deslizó un nombre de los labios... el nombre de una ciudad de allá por el norte. ¿A que sí?

—Sí..., sí —admitió Kathy Horne casi sin voz.

Cogí el avión nocturno hacia el norte.

Fue un viaje agradable, aunque podría haberlo sido más... Me dolía la cabeza y tenía una sed devoradora de agua helada.

Todos los cuentos
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