2

Volví a mi calle sobre las nueve de la noche. Miré a un lado y a otro de la calle antes de meterme en el Berglund. El bar de cócteles estaba más abajo, al otro lado, a oscuras, con una o dos narices pegadas a los cristales pero no un verdadero gentío. La gente había visto la pasma y el furgón del depósito, pero no sabían lo que había pasado. Excepto los chavales que jugaban al pinball en la tienda de la esquina. Esos lo sabían todo, menos conservar un trabajo.

El viento seguía soplando, caliente como un horno, arremolinando polvo y papeles rotos contra las paredes.

Entré en el vestíbulo del edificio de apartamentos, tomé el ascensor automático y subí al cuarto piso. Abrí las puertas, salí y me encontré a una chica alta que esperaba de pie la llegada del ascensor.

Llevaba el pelo castaño ondulado bajo un sombrero de paja de ala ancha con cinta de terciopelo y un lazo flojo. Ojos azules grandes y unas pestañas que no terminaban de llegarle a la barbilla. Un vestido azul que muy bien podría ser de crepé de seda, de línea sencilla pero sin dejar de lado ninguna curva. Y encima, lo que muy bien podría ser un bolero estampado. Le pregunté:

—¿Esa chaqueta es un bolero?

Me lanzó una mirada distante e hizo un movimiento como de quitar de en medio una telaraña.

—Sí. ¿Le importaría...? Es que tengo bastante prisa. Quisiera...

No me moví. Le bloqueé el paso al ascensor. Nos miramos fijamente y empezó a ruborizarse muy lentamente.

—Mejor que no salga a la calle con esa ropa —le dije.

—Oiga, ¿cómo se atreve...?

Sonó el ruido de la cabina al cerrarse y el ascensor empezó a bajar otra vez. No sabía qué me iba a decir. Su voz carecía del nerviosismo gangoso de las que adornan cervecerías. Tenía un sonido suave, ligero, como de lluvia de primavera.

—No pretendo ligar —le dije—. Tiene un problema. Si suben a este piso en el ascensor, ese es el tiempo que tiene para desaparecer del rellano. Lo primero es quitarse el sombrero y la chaqueta... ¡Y dese prisa!

No se movió. Me pareció que la cara se le ponía un poco más blanca debajo del maquillaje no demasiado espeso.

—Los polis la andan buscando —dije—. Con esa ropa. Deme la oportunidad y le cuento por qué.

Volvió la cabeza con presteza y echó un vistazo al pasillo. Era tal monumento que no le reproché que intentara marcarse otro farol.

—Es usted un impertinente, sea quien sea. Yo soy la señora Leroy, apartamento treinta y uno. Le aseguro que...

—Que se ha equivocado de piso —dije—. Este es el cuarto.

El ascensor se había detenido en el segundo. Por el hueco llegaba el ruido de las puertas al abrirse.

—¡Fuera! —le espeté—. ¡Ahora mismo!

Se arrancó de un tirón el sombrero de paja y se quitó el bolero a toda velocidad. Se los arrebaté y me los puse debajo del brazo hechos una pelota. La tomé del brazo, le hice dar la vuelta y nos fuimos pasillo adelante.

—Vivo en el cuarenta y dos. El de enfrente del suyo, solo que un piso más arriba. Usted decide. Su casa o la mía. Se lo digo otra vez, no estoy intentando sacar tajada.

Se atusó el pelo con un gesto rápido, como el de un pájaro que se arregla las plumas. Con diez mil años de práctica detrás.

—La mía —dijo; encajó el bolso bajo el brazo y arrancó a grandes zancadas pasillo adelante. El ascensor se paró en el piso de abajo. Ella se detuvo al oírlo. Se volvió hacia mí.

—La escalera va por detrás del ascensor —le dije amablemente.

—No tengo ningún apartamento.

—Eso ya me lo suponía.

—¿Me buscan a mí?

—Sí, pero no se pondrán a levantar el edificio piedra por piedra hasta mañana. Y, además, eso solo si no identifican a Waldo.

Se me quedó mirando.

—¿Waldo?

—Ah, no conoce a Waldo —dije.

Meneó lentamente la cabeza. El ascensor arrancó de nuevo. El pánico recorrió sus ojos azules como una onda recorre el agua.

—No —dijo sin aliento—, pero sáqueme de este pasillo.

Estábamos casi delante de mi puerta. Metí la llave, giré el resbalón y empujé la puerta hacia dentro. Alargué la mano lo suficiente para encender la luz. Ella pasó a mi lado como una ola. En el aire flotó un olor a sándalo, casi imperceptible.

Cerré la puerta, tiré el sombrero en una silla y la miré acercarse a una mesa de cartas en la que tenía un tablero de ajedrez con un problema que aún no había podido resolver. Una vez dentro, con la puerta bien cerrada, el pánico se esfumó.

—Así que es jugador de ajedrez —dijo con cautela, como si hubiera venido a ver mi colección de sellos. Y ojalá hubiese sido así...

Entonces los dos nos quedamos quietos y oímos a lo lejos el chasquido de las puertas del ascensor, y después unos pasos, pero en dirección contraria.

Sonreí, pero con tensión, no con placer, fui hasta la cocina y me puse a revolver en busca de un par de vasos y entonces me di cuenta de que todavía llevaba el sombrero y la chaquetilla debajo del brazo. Fui al vestidor que estaba detrás de la pared de la cama y los embutí dentro de un cajón, volví a la cocina, saqué un poco de whisky escocés categoría extra y preparé un par de vasos altos con hielo y soda.

Cuando entré en el cuarto con las bebidas me la encontré con una pistola en la mano. Era una automática pequeña, con cachas de nácar. Me apuntaba de lleno, y sus ojos eran puro horror.

Me paré en seco con un vaso en cada mano.

—Quizás sea que este viento tórrido también la ha trastornado a usted —dije—. Soy detective privado. Si me deja, se lo demuestro.

Hizo un leve gesto de asentimiento, con la cara muy pálida. Me acerqué a ella despacio y le puse uno de los vasos al lado; luego retrocedí, dejé el mío y saqué una tarjeta que no tuviera ninguna esquina doblada. Se había sentado y se acariciaba una rodilla azul con la mano izquierda mientras sostenía la pistola con la otra. Dejé la tarjeta al lado de su whisky y me senté con el mío.

—No deje nunca que nadie se acerque tanto a usted —le recomendé—. Si es que va en serio, claro. Y tiene puesto el seguro.

Miró rápido hacia abajo, se estremeció, volvió a guardar la pistola en el bolso. Se atizó medio vaso sin respirar, dejó el vaso con un golpe en la mesa y cogió la tarjeta.

—No le doy de este whisky a mucha gente —dije—. No me lo puedo permitir.

—Supuse que querría dinero —dijo mirándolo con desprecio.

—¿Cómo?

La chica no dijo nada. Volvía a tener la mano junto al bolso.

—No se olvide del seguro —le dije. Dejó quieta la mano—. Ese individuo al que llamé Waldo —proseguí—, es un hombre bastante alto, digamos que sobre un metro ochenta, delgado, moreno, ojos castaños de lo más brillantes. Boca y nariz demasiado finas. Traje oscuro, pañuelo blanco a la vista y con muchas prisas por encontrarla. ¿Voy por buen camino?

La chica alzó de nuevo su vaso.

—Así que ese es Waldo —dijo—. Bueno, ¿y qué pasa con él? —Ahora en su voz sonaba un ligero deje de alcohol.

—Bueno, una cosa muy curiosa. Ahí, al otro lado de la calle, hay un bar de cócteles... Dígame, ¿dónde ha estado usted toda la noche?

—Casi todo el tiempo sentada en mi coche —dijo en tono frío.

—¿Y no vio jaleo enfrente, un poco más arriba de la calle?

Sus ojos intentaban decir que no, pero fallaron. Sus labios dijeron:

—Noté algo de trajín. Vi policías y luces rojas intermitentes. Me imaginé que habían herido a alguien.

—Exactamente. Y ese Waldo la andaba buscando justo antes. En el bar. Nos hizo una buena descripción, suya y de su ropa.

Sus ojos se quedaron quietos como remaches, y con la misma cantidad de expresión. La boca le empezó a temblar, y continuó temblando.

—Yo estaba allí —le dije—, charlando con el chico que lo lleva. No había nadie más: un borracho sentado en un taburete, el chico y yo. El borracho no prestaba atención a nada. Entonces entró Waldo y preguntó por usted y le dijimos que no, que no la habíamos visto, y cuando estaba a punto de marcharse...

Di un sorbo a mi copa. Me gusta causar impresión tanto como a cualquiera. Sus ojos me iban a comer.

—Cuando estaba a punto de marcharse, aquel borracho que no prestaba atención a nadie lo llamó Waldo y sacó un arma y le pegó dos tiros, así (y chasqueé dos veces los dedos). Muerto.

Me desconcertó. Se echó a reír en mi cara.

—¡Así que mi marido lo ha contratado para espiarme! —dijo—. Tenía que haberme dado cuenta de que todo era una comedia. ¡Usted y su Waldo!

Me quedé boquiabierto.

—Nunca pensé que fuera celoso —me soltó—. Y mucho menos que tuviera celos de un hombre que había sido chófer nuestro. Unos pocos de Stan sí, claro. Pero de Joseph Coates...

Hice un gesto en el aire.

—Señora, uno de los dos tiene el libro abierto por la página equivocada —gruñí—. No conozco a nadie que se llame Stan, ni Joseph Coates. Así que écheme un cable, porque ni siquiera sabía que tuviera usted chófer. La gente de por aquí no suele tenerlos. Y en cuanto a maridos... Sí, maridos tenemos alguno de vez en cuando. Aunque no a menudo.

Meneó lentamente la cabeza, su mano permaneció cerca del bolso; le brillaba el azul de los ojos.

—No es lo bastante bueno, señor Marlowe. No, no está ni cerca de serlo. Conozco a los detectives privados. Unos podridos todos. Me puso una trampa para traerme a su apartamento, si es que este es su apartamento, que lo más probable es que sea el apartamento de algún fulano espantoso dispuesto a jurar lo que sea por unos cuantos dólares. Y ahora quiere meterme miedo. Así podrá hacerme chantaje, además de sacarle dinero a mi marido. Muy bien —dijo ya sin aliento—, ¿cuánto tengo que pagar?

Puse a un lado el vaso vacío y me eché hacia atrás.

—Disculpe que encienda un cigarrillo —dije—. Tengo los nervios crispados.

Lo encendí mientras me miraba sin mostrar miedo suficiente para ocultar bajo él un arrepentimiento verdadero.

—Así que se llama Joseph Coates —dije—. El que lo mató en el bar lo llamaba Waldo.

Sonrió un poco asqueada, pero casi tolerante.

—Menos rodeos. ¿Cuánto?

—¿Por qué quería ver a ese Joseph Coates?

—Iba comprarle una cosa que me robó, claro. Algo que también es valioso en un sentido normal. Vale casi quince mil dólares. El hombre al que amaba me lo regaló. Y se ha muerto. ¡Ahí tiene! ¡Muerto! Murió en un avión que se incendió. ¡Ahora vaya a contárselo a mi marido, pequeña rata pringosa!

—De rata nada, y de pequeña, menos —dije.

—Pero sigue siendo un pringoso. Y no se moleste en contárselo a mi marido. Se lo contaré yo misma. De todas formas, probablemente lo sabrá ya.

—Una jugada inteligente —dije con una sonrisa—. Y por cierto, ¿qué se supone que tenía que descubrir yo?

Cogió el vaso y se tomó lo que le quedaba.

—Así que el pobre piensa que me veo con Joseph. Bueno, quizás lo hiciera. Pero no para hacer el amor. Con un chófer nunca. Nunca con un muerto de hambre que recogí de la calle y le di un trabajo. No necesito caer tan bajo para divertirme por ahí.

—Por supuesto que no, mujer —le dije.

—Ahora me voy —dijo ella—. Intente impedírmelo. —Sacó del bolso la pistola de cachas de nácar—. ¡Vaya con el don nadie este desagradable! —bramó—. ¿Cómo puedo saber que es detective privado? Puede que sea un sinvergüenza. Esa tarjeta que me ha dado no vale para nada. Cualquiera puede conseguir tarjetas impresas.

—Eso, seguro —dije—. Y supongo que soy tan listo que me vine a vivir aquí hace dos años porque usted pasaría por aquí hoy y yo podría hacerle chantaje por no haber visto a un tal Joseph Coates al que se han cargado ahí al otro lado de la calle con el nombre de Waldo. ¿Trae el dinero para comprar esa cosa que cuesta quince de los grandes?

—¡Ah! ¡Y ahora supongo que quiere atracarme!

—¡Ah! —la imité—. Así que ahora soy un atracador consumado, ¿no es eso? Y por cierto, señora, ¿quiere apartar esa pistola o, si no, quitarle el seguro? Hiere usted mis sentimientos profesionales usando de un modo tan ridículo esa pistola tan bonita.

—Es usted un pedazo de lo que no me gusta —dijo—. Quítese del medio.

No me moví. No se movió. Estábamos los dos sentados, y ni siquiera cerca el uno del otro.

—Déjeme participar de un secreto antes de marcharse —le pedí—. ¿Para qué demonios alquiló el apartamento del piso de abajo? ¿Solo para encontrarse con un tipo en la calle?

—Deje de hacerse el tonto —me espetó—. No alquilé nada. Era mentira. Es su apartamento.

—¿El de Joseph Coates?

Asintió con un gesto brusco.

—¿Mi descripción de Waldo le recuerda a Joseph Coates?

Asintió con el mismo gesto brusco.

—Muy bien. Por lo menos hay un dato seguro. ¿No se da cuenta de que Waldo describió su ropa cuando la andaba buscando, antes de que lo mataran, y que esa descripción le ha llegado a la policía y que la policía no sabe quién es Waldo y anda buscando a una persona con esa ropa para que les ayude a averiguarlo? ¿No es capaz de entenderlo?

La pistola empezó a temblarle en la mano, sin más. La miró con la mirada medio perdida y volvió a guardarla en el bolso, lentamente.

—Soy una tonta —murmuró— por hablar siquiera con usted. —Se quedó mirándome un buen rato y luego tomó aliento profundamente—. Me explicó dónde se alojaba. No me pareció que tuviera miedo. Supongo que los chantajistas son así. Teníamos que encontrarnos en la calle, pero llegué tarde. Cuando llegué estaba todo lleno de policías. Así que volví al coche y me quedé un rato allí sentada. Luego subí al apartamento de Joseph y llamé a la puerta. Y después volví a bajar al coche y esperé otra vez. Subí aquí tres veces en total. La última subí un piso andando para tomar el ascensor. Ya me habían visto dos veces en el tercero. Me encontré con usted. Eso es todo.

—También dijo algo de un marido —gruñí—. ¿Dónde está?

—Está en una reunión.

—Ah, en una reunión —dije irónicamente.

—Mi marido es una persona muy importante. Tiene montones de reuniones. Es ingeniero hidroeléctrico. Ha estado por todo el mundo. Para que lo sepa, es...

—Déjelo —dije—. Ya lo invitaré a almorzar algún día para que me lo cuente él mismo. Lo que Joseph tuviera contra usted está ya liquidado, fuera lo que fuese. Igual que él.

—¿Es verdad que está muerto? —susurró—. ¿De verdad?

—Está muerto —dije—. Muerto, muerto y muerto, señora. Muerto.

Por fin me creyó. Llegué a pensar que no la convencería nunca. En medio del silencio oímos el ascensor detenerse en mi planta.

Oí pasos que se acercaban por el pasillo. Todos tenemos presentimientos. Me llevé el dedo a los labios. La joven no se movió. Tenía una expresión helada en la cara. Los ojazos azules se veían tan oscuros como las sombras de debajo. El viento abrasador sacudía las ventanas cerradas. Hay que cerrar bien las ventanas cuando sopla el Santa Ana, haga calor o no lo haga.

Los pasos que se acercaban por el pasillo eran pasos normales y despreocupados. Pero se detuvieron delante de mi puerta y alguien llamó.

Le señalé con el dedo el vestidor de detrás de la pared de la cama. Se puso de pie sin hacer ruido, el bolso apretado contra un costado. Volví a señalar, ahora su vaso. Lo recogió rápidamente, se deslizó sobre la alfombra, cruzó la puerta y la cerró tras ella en absoluto silencio.

La verdad es que no sabía por qué me tomaba tantas molestias.

Volvieron a sonar los golpecitos. El dorso de las manos me sudaba. Hice crujir la butaca y me levanté y solté un sonoro bostezo. Luego fui hasta la puerta y la abrí, desarmado. Eso fue una equivocación.

Todos los cuentos
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