7

Después de la lluvia, el día despejó y salió el sol, pero él seguía llevando la gabardina de ante con cinturón. La llevaba abierta por delante, igual que la chaqueta y el chaleco. La corbata debajo de una oreja. Su cara parecía una máscara de masilla gris con un rastrojo negro en la parte de abajo.

Tenía un aspecto horroroso.

Abrí la puerta, le di una palmada en el hombro, le hice entrar y lo senté en una silla. Respiraba fuerte pero no dijo nada. Saqué de la mesa de escritorio una botella de whisky de centeno y serví un par de copas. Se bebió las dos sin decir palabra. Después se arrellanó en la silla, parpadeó, soltó un gruñido y sacó un sobre blanco cuadrado del bolsillo interior. Lo puso sobre la mesa y dejó su mano velluda sobre él.

—Duro lo de Carl —comenté—. Estuve allí con M’Gee esta mañana.

Me miró inexpresivo. Al cabo de un momento dijo:

—Sí. Carl era un buen chico. No le conté muchas cosas de él.

Esperé con la vista puesta en el sobre que tenía bajo la mano. Él lo miró también.

—Tengo que enseñárselo —farfulló. Lo empujó despacio a través de la mesa y le quitó la mano de encima como si con el movimiento estuviera renunciando a casi todo lo que hace que la vida merezca la pena. En sus ojos asomaron dos lágrimas que se deslizaron por sus mejillas sin afeitar.

Recogí el sobre cuadrado y lo miré. Iba dirigido a él, a su casa. Una escritura clara, a pluma, y llevaba un sello de urgente. Lo abrí y miré la fotografía brillante que había en su interior.

Era Carmen Dravec sentada en la silla de teca de Steiner y con los pendientes de jade puestos. Los ojos se veían más enloquecidos, por decir algo, de lo que yo percibí cuando estuve con ella. Miré la parte de atrás de la foto, vi que estaba en blanco y la coloqué sobre la mesa boca abajo.

—Cuéntemelo —dije precavido.

Dravec se enjugó las lágrimas de la cara con la manga, puso las manos palma abajo sobre la mesa, y se quedó mirando las uñas sucias. Los dedos le temblaban sobre el escritorio.

—Me llamó un tipo —comenzó, con voz inexpresiva—. Diez de los grandes por la placa y las copias. El trato ha de cerrarse esta noche, si no entregarán el material a cualquier periódico sensacionalista.

—Eso son paparruchas —dije—. Un periódico escandaloso no puede usarla más que para reforzar una historia. ¿Y qué historia tienen?

Levantó los ojos lentamente como si le pesaran mucho.

—Eso no es todo —dijo—. El tipo dice que está en un aprieto. Será mejor que vaya rápido o me encontraré a la chica en el refrigerador.

—¿Qué historia tienen? —volví a preguntar llenando la pipa—. ¿Qué dice Carmen?

Meneó la cabeza desgreñada.

—No le he preguntado —dijo—. No tuve fuerzas. Pobre niña. Sin nada de ropa... No, no tuve fuerzas... No habrá hecho nada en lo de Steiner todavía, supongo.

—No me hizo falta —le dije—. Alguien me ganó por la mano.

Se quedó mirándome con la boca abierta, sin comprender. Era evidente que no sabía nada de lo ocurrido la noche anterior.

—¿Carmen salió en algún momento anoche? —le pregunté, como sin darle importancia.

Seguía mirándome con la boca abierta, revolviendo en su cerebro.

—No. Está enferma. Lleva en la cama desde que llegó a casa. No sale para nada... ¿Qué quería usted decir... con lo de Steiner?

Alcancé la botella de whisky y serví un trago para cada uno. Luego encendí la pipa.

—Steiner ha muerto —dije—. Alguien se cansó de sus trampas y lo dejó lleno de agujeros. Anoche, en plena lluvia.

—¡Jesús! —exclamó asombrado—. ¿Usted estaba allí?

Negué con la cabeza.

—Yo no: Carmen. Ese es el aprieto en el que estaba. Pero no disparó ella, por supuesto.

La cara de Dravec se puso roja de rabia. Cerró los puños. La respiración se convirtió en un sonido áspero y en un lado del cuello se veía claramente latir el pulso.

—¡Eso no es verdad! Está enferma. No sale para nada. ¡Estaba enferma en la cama cuando llegué a casa!

—Eso ya me lo ha dicho —dije yo—. Pero no es cierto. Yo mismo llevé a Carmen a casa. La doncella lo sabe, solo que intenta guardar las formas. Carmen estaba en casa de Steiner y yo vigilaba desde fuera. Alguien disparó una pistola y salió corriendo. Yo no pude verlo y Carmen estaba demasiado borracha para ver nada. Por eso está enferma.

Intentó enfocar mi cara con los ojos, pero los tenía vacíos, como si la luz que tenían detrás hubiera muerto. Se agarró con fuerza a los brazos de la silla. Los grandes nudillos se tensaron y se pusieron blancos.

—No me lo dice —susurró—. No me lo dice. A mí, que haría cualquier cosa por ella. —No había emoción en la voz, solo el agotamiento final de la desesperación.

Echó un poco la silla para atrás.

—Iré a buscar la pasta —dijo—. Diez de los grandes. Puede que el tipo no hable.

Entonces se vino abajo. La gran cabeza alborotada se apoyó sobre la mesa y los sollozos le estremecieron todo el cuerpo. Me levanté, rodeé la mesa y le di unas palmadas en el hombro, sin decir nada. Al cabo de un rato levantó la cara mojada por las lágrimas y buscó mi mano.

—Jesús, es usted un buen tipo —sollozó.

—Pues no sabe usted ni la mitad.

Aparté mi mano de la suya y le puse la bebida en la zarpa, y le ayudé a levantarla y bebérsela. Acto seguido, le quité el vaso vacío de la mano y volví a ponerlo sobre la mesa. Me senté otra vez.

—Tiene que animarse —le dije, serio—. La ley todavía no sabe lo de Steiner. Llevé a Carmen a casa y mantuve la boca cerrada. Quiero darles un respiro a Carmen y a usted. Eso me pone en un buen aprieto. Usted tiene que cumplir su parte.

Asintió lentamente, con movimientos pesados.

—Sí, haré lo que usted me diga.

—Consiga el dinero —dije—. Téngalo preparado para cuando llamen. Tengo algunas ideas y puede que no haga falta usarlo, pero no es momento de ponernos en plan zorro... Consiga el dinero, siéntese a esperar y mantenga la boca cerrada. El resto déjemelo a mí. ¿Podrá hacerlo?

—Sí —asintió—. Jesús, es usted un buen tipo.

—No hable con Carmen —le dije—. Cuanto menos recuerde de la borrachera, mejor. Esta foto —toqué el dorso de la foto sobre la mesa— nos dice que Steiner trabajaba con alguien más. Tenemos que pillarlo, y rápido, aunque nos cueste diez de los grandes.

—Eso no es nada —dijo poniéndose en pie lentamente—. Solo es pasta. Iré a buscarla ahora y luego me iré a casa. Usted hágalo como quiera. Yo haré lo que usted diga.

Volvió a cogerme la mano, me la estrechó y salió despacio de la oficina. Oí su pesado paso arrastrarse por el pasillo.

Me bebí un par de copas rápidas y me enjugué como pude la cara.

Todos los cuentos
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