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La rampa que bajaba al garaje del Carondelet hacía una curva para entrar en aquella semioscuridad de aire helado. Las moles oscuras de los coches estacionados tenían un aire ominoso contra las paredes encaladas y la bombilla solitaria de la pequeña oficina lanzaba el fulgor despiadado del corredor de la muerte.
Un negro grandote con un mono lleno de manchas salió frotándose los ojos y puso en su cara una sonrisa gigante.
—Ah, hola, buena, señol Calmady. Eta noche anda usté como inquieto.
—Me pongo un poco loco cuando llueve —dijo Carmady—. Apuesto a que mi cacharro no está aquí.
—No, no etá, señol Carmady. He limpiao todo eto y el suyo no etá aquí pa ná.
Carmady dijo con voz seca:
—Se lo presté a un colega. Probablemente me lo chocó...
Lanzó medio dólar al aire y empezó a subir de nuevo la rampa hacia la calle lateral. Giró hacia la parte de atrás del hotel y entró en una calle con pinta de callejón, uno de cuyos lados lo constituía la pared trasera del Carondelet. Del otro lado había dos casas de madera y un edificio de ladrillo de cuatro plantas. En un globo lechoso redondo que había sobre la puerta estaba escrito «Hotel Blaine».
Carmady subió tres peldaños de cemento y probó la puerta. Estaba cerrada. Miró a través del panel de cristal y vio un pequeño vestíbulo vacío en penumbra. Sacó dos llaves maestras y la segunda movió un poco la cerradura. Tiró de la puerta hacia él e intentó de nuevo con la primera. Eso hizo correr el pestillo lo suficiente para poder abrir una puerta mal encajada.
Entró y contempló un mostrador vacío con un letrero de «Encargado» junto a un timbre de émbolo. En la pared había un casillero ovalado con las casillas numeradas vacías. Carmady rodeó el mostrador y sacó un registro de cuero de un estante. Se topó con una caligrafía juvenil que decía «Tony Acosta» y un número de habitación con otra letra.
Volvió a guardar el libro de registro, pasó junto al ascensor automático y subió por las escaleras al cuarto piso.
El pasillo estaba muy silencioso. Había una luz débil de un aplique en el techo. Por la penúltima puerta de la izquierda se filtraba una rendija de luz. Esa era la puerta 411. Levantó la mano para llamar, luego la retiró sin tocar la puerta.
El tirador estaba todo embadurnado de algo que parecía sangre.
Carmady miró para abajo y vio lo que parecía casi una piscina de sangre sobre la madera salpicada que quedaba ante la puerta, pasado el borde del corredor.
Notó la mano repentinamente pringosa dentro del guante. Se quitó el guante, mantuvo la mano tiesa, agarrotada por un momento, luego la agitó lentamente. En sus ojos había una luz tensa y cortante.
Sacó un pañuelo, agarró el pomo con él, lo giró lentamente. La puerta no estaba cerrada con llave. Entró. Recorrió la habitación con la vista y dijo en voz muy baja:
—Tony... Oh, Tony.
Luego cerró la puerta tras de sí y dio vuelta a la llave, sin soltar el pañuelo.
Una lámpara de cristal que colgaba de tres cadenas de latón en mitad del techo iluminaba una cama hecha, algunos muebles pintados de colores claros, una alfombra verde mate y una mesa de escribir cuadrada de madera de eucalipto.
Tony Acosta estaba sentado ante la mesa. Tenía la cabeza caída sobre el brazo izquierdo. Debajo de la silla en la que se sentaba, entre las patas de la silla y sus pies, había un charco de color marrón.
Carmady cruzó la habitación tan rígido que los tobillos le dolieron a partir del segundo paso. Llegó junto al escritorio, tocó a Tony Acosta en el hombro.
—Tony —dijo con voz espesa, grave e inexpresiva—. ¡Dios mío, Tony!
Tony no se movió. Carmady dio la vuelta alrededor del cuerpo. Una toalla de baño empapada en sangre destacaba contra el estómago del muchacho, sobre los muslos apretados entre sí. Tenía la mano derecha aferrada al borde delantero de la mesa de escritorio como si intentara hacer fuerza para levantarse. Casi debajo de su cara había un sobre garabateado.
Carmady tiró lentamente del sobre hacia él, lo levantó como si fuera una cosa pesada y leyó los garabatos imprecisos de las palabras.
—Le seguí... barrio italiano... calle Court 28... garaje... me dispara... creo que... lo pillé... su coche...
La línea seguía más allá del borde del papel, y allí se convertía en un borrón. La pluma estaba en el suelo. En el sobre había una huella digital de sangre.
Carmady lo dobló meticulosamente para proteger la huella, guardó el sobre en la cartera. Levantó la cabeza de Tony y la giró un poco. El cuello todavía estaba caliente; empezaba a ponerse rígido. Los dulces ojos azules de Tony estaban abiertos y conservaban el brillo tranquilo de los ojos de un gato. Tenían ese efecto que tienen los ojos de los recién muertos y que es casi, pero no del todo, como si te estuviesen mirando.
Carmady le bajó con suavidad la cabeza para apoyarla en el brazo izquierdo estirado. Se quedó de pie, con la cabeza a un lado, los ojos casi dormidos. Luego levantó la cabeza de golpe y los ojos se le endurecieron.
Se quitó la gabardina y la chaqueta de debajo, se subió las mangas, mojó una toalla de la cara en la jofaina de la esquina de la habitación y fue hasta la puerta. Limpió bien los pomos, se agachó y limpió la sangre que embadurnaba el suelo. Lavó la toalla y la colgó a secar, se limpió las manos a conciencia y volvió a ponerse la chaqueta. Abrió el montante con el pañuelo para recuperar la llave y cerrar la puerta desde fuera. Arrojó la llave a través del montante y la oyó tintinear al caer dentro.
Bajó las escaleras y salió del hotel Blaine. Seguía lloviendo. Fue hasta la esquina, oteó a lo largo de toda la manzana arbolada. Su coche estaba a una docena de metros del cruce, perfectamente aparcado, las luces apagadas, las llaves en el arranque. Las sacó, palpó el asiento debajo del volante: estaba mojado, pringoso. Carmady se limpió la mano, subió las ventanillas y cerró el coche con llave. Lo dejó donde estaba. De vuelta al Carondelet no se encontró con nadie. La fuerte lluvia inclinada seguía aporreando las calles vacías.