9

El capitán Al Roof de la Oficina de Personas Desaparecidas hizo girar la silla y miró por la ventana soleada. Ya era otro día y la lluvia hacía mucho que había parado.

—Estás cometiendo un montón de equivocaciones, hermano —dijo con brusquedad—. Dud O’Mara solo se ha quitado de en medio. Ninguno de esos se lo ha cargado. Y la muerte de Batzel no tuvo nada que ver con ello. Han cogido a Mesarvey en Chicago y al parecer está limpio. El judío que dejaste amarrado al muerto ni siquiera sabe para quién hacían el trabajo. Nuestros muchachos le preguntaron lo bastante como para saberlo seguro.

—Apuesto a que sí —dije—. Yo llevo en las mismas toda la noche y tampoco he podido contarles mucho más.

Me miró con calma, con ojos grandes, desamparados, cansados.

—Lo de matar a Yeager estuvo bien, supongo. Y la metralleta. Dadas las circunstancias. Además, yo no soy de Homicidios. No podría relacionar nada de eso con O’Mara..., a no ser que puedas tú.

Podía, pero no lo había hecho. Todavía no.

—No, supongo que no —dije, y encendí la pipa. Después de una noche sin dormir sabía mejor.

—¿Y eso es todo lo que te preocupa?

—Me preguntaba cómo es que no encontrasteis a la chica en Realito. No podía ser demasiado difícil para vosotros.

—Pues no la encontramos. Deberíamos. Lo admito. Pero no lo hicimos. ¿Algo más?

Eché el humo a través de su mesa.

—Estoy buscando a O’Mara —dije— porque el general me lo pidió. No tenía ninguna utilidad decirle que vosotros haríais cuanto pudierais. Él se puede permitir poner a un hombre en el asunto a tiempo completo. Supongo que eso os sienta mal.

No pareció divertirle.

—En absoluto, si quiere tirar su dinero... Las personas a las que tú les caes mal son los que están detrás de una puerta que dice Oficina de Homicidios.

Plantó el pie en el suelo de golpe y apoyó los codos en la mesa.

—O’Mara llevaba quince de los grandes en la ropa. Es un montón de parné, pero O’Mara es de esos que lo llevan. Así que decidió sacarlo y que sus viejos compadres lo vieran con eso encima. Solo que no se creyeron que fueran quince mil de verdad. Su mujer dice que sí que lo eran. Con cualquier otra persona que no fuera un ex contrabandista eso indicaría intención de desaparecer. Pero no con O’Mara. Siempre llevaba encima.

Mordió un cigarro y le aplicó un fósforo. Agitó un dedo grandote en el aire.

—¿Entiendes?

Asentí.

—Bien. O’Mara llevaba quince de los grandes y alguien que se quita de en medio solo puede estar perdido mientras le dure el fajo. Quince de los grandes son un buen fajo. Si yo tuviera esa cantidad, puede que desapareciera también. Pero en cuanto se le acabe, lo pescaremos. Si cobra un cheque, deja cualquier marcador, pide crédito en un hotel o una tienda, deja una referencia, escribe o recibe una carta. Está en una ciudad nueva y tiene un nombre nuevo, pero seguro que tiene los mismos apetitos de siempre. Tiene que entrar en el sistema fiscal de un modo u otro. Uno no puede tener amistades en todas partes, y si las tuviera, no puede quedarse con el pico cerrado para siempre. ¿No?

—No, no creo —dije.

—Se fue lejos —continuó Roof—. Pero esos quince mil fueron toda la preparación que hizo. Ni equipaje, ni reserva de barco o de tren o de avión, ni taxi ni coche de alquiler hasta ningún sitio fuera de la ciudad. Todo eso lo hemos mirado. Encontraron su coche a doce manzanas de donde vivía. Pero eso no quiere decir nada. Conocía gente que lo podría llevar a varios cientos de kilómetros y tener la boca cerrada, incluso frente a una recompensa. Aquí, pero no en todas partes. No los amigos nuevos.

—Pero lo pescaréis —dije.

—Cuando le entre hambre.

—Eso puede llevar uno o dos años. Puede que el general Winslow no viva ni un año. Es una cuestión de sentimientos, no de que quede un expediente abierto cuando te retires.

—Tú te ocupas de los sentimientos, hermano. —Movió los ojos y aquellas cejas rojas hirsutas se movieron con ellos.

Yo no le gustaba. Ese día no le gustaba a nadie en el departamento de policía.

—Eso querría —dije, y me levanté—. Igual me voy bastante lejos para ocuparme de ese sentimiento.

—Seguro que sí —dijo Roof súbitamente pensativo—. Bueno, Winslow es un gran hombre. Si hay algo que pueda hacer, házmelo saber.

—Podrías descubrir quién ametralló a Larry Batzel —dije—. Aunque no haya ninguna conexión.

—Eso lo haremos. Y contentos. —Soltó una risotada y se le cayó toda la ceniza sobre la mesa—. Tú limítate a cargarte a los que pueden cantar, que nosotros haremos el resto. Nos gusta trabajar de esa forma.

—Fue en defensa propia —gruñí—. No pude evitarlo.

—Seguro que sí. Date el piro, hermano. Tengo trabajo.

Pero sus grandes ojos desamparados me hicieron un guiño cuando me iba.

Todos los cuentos
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