3

La sala abarcaba toda la longitud del frente de la casa y era de techo bajo, con vigas, y tenía las paredes pintadas de color castaño. De todas ellas colgaban tiras de tapices. Había una alfombra gruesa, de color rosa sobre la que caía un poco de luz de dos lámparas de pie con pantallas verde claro. En medio de la alfombra había una mesa de escritorio grande y baja, y una silla negra con un cojín de satén amarillo. Había libros por toda la mesa y muchos más en estanterías bajas, ancladas a la pared.

En una especie de tarima, cerca de la pared del fondo, había una silla de teca con el respaldo muy alto. En la silla estaba sentada una chica de pelo oscuro con un chal rojo de flecos.

Estaba sentada muy tiesa, con las manos sobre los brazos de la silla, las rodillas muy juntas, el cuerpo erecto y rígido, la barbilla alta. Tenía los ojos muy abiertos y como enloquecidos, sin pupilas.

No parecía consciente de lo que sucedía, pero tampoco tenía pose de inconsciente. Era como si estuviera haciendo algo muy importante, y que se notara un montón que lo hacía.

De su boca salió un ruidito como de risita metálica que ni cambió su expresión ni movió sus labios. No parecía que me estuviera viendo, en absoluto.

Llevaba unos pendientes largos de jade, pero, aparte de eso, iba completamente desnuda.

Aparté la mirada de ella y la dirigí al otro lado de la habitación.

Steiner estaba tumbado de espaldas en el suelo, justo después del borde de la alfombra rosa y delante de un objeto que parecía un pequeño tótem. El tótem tenía la boca redonda abierta y el objetivo de una cámara enganchado en ella. Parecía apuntar a la chica de la silla de teca.

Había una lámpara de flash en el suelo al lado de la mano de Steiner que sobresalía de una manga de seda sin abrochar. El cable del flash iba por detrás de una especie de poste del tótem.

Steiner llevaba unas zapatillas chinas con suelas gruesas de fieltro blanco. Tenía las piernas envueltas en un pijama de satén negro y llevaba una chaqueta bordada en la parte de arriba. Estaba lleno de sangre. Su ojo de cristal brillaba con fuerza y era la cosa más viva que le quedaba. A primera vista, ninguno de los tres disparos había errado el blanco.

El flash era el relámpago de luz que yo había visto filtrarse desde la casa y el grito medio nervioso era la reacción de la chica drogada y desnuda. Los tres disparos habían sido, presumiblemente, idea del mozo que había atravesado corriendo muy deprisa los escalones de atrás.

Le veía un algo a su punto de vista. Dada la situación, pensé que sería buena idea cerrar la puerta delantera y asegurarla con cadena; la cerradura había quedado destrozada con mi entrada violenta. En uno de los extremos de la mesa de escritorio reposaba una bandeja de laca roja con un par de vasos morados finos. También, una jarra barriguda de algo marrón. Los vasos olían a éter y a láudano, una mezcla que nunca había probado pero que parecía encajar más que bien en aquel escenario.

Encontré la ropa de la joven en un diván de la esquina. Agarré un vestido marrón con mangas y fui hasta ella. Olía a éter desde varios pies de distancia.

La risita metálica seguía sonando y de la mandíbula le goteaba un poco de espuma. Le di una bofetada, no muy fuerte. No quería sacarla de cualquiera que fuese el trance en el que estaba y que se pusiera a gritar.

—Venga —le dije en tono alegre—. Vamos a ser buenos. Vamos a vestirnos.

Ella dijo: «Ve-ve-vete ferno», sin ninguna emoción que yo pudiera detectar.

Le di otro par de cachetes. No parecían importarle, así que decidí ocuparme en ponerle el vestido.

Tampoco le importó lo del vestido. Me dejó sujetarle los brazos hacia arriba pero abrió completamente los dedos como si eso fuera algo encantador, lo que me obligó a hacer un montón de filigranas con las mangas. Finalmente, pude ponerle el vestido. Le puse las medias, los zapatos, y luego la puse de pie.

—Vamos a dar un paseíto —dije—. Vamos a dar un bonito paseo.

Caminamos. Parte del tiempo sus pendientes me golpeaban en el pecho y otra parte dábamos la impresión de ser una pareja de bailarines de salón haciendo el espagat. Fuimos hasta el cuerpo de Steiner y volvimos. La chica no prestó la más mínima atención a Steiner ni a su brillante ojo de cristal.

Encontraba divertido lo de no poder andar e intentaba explicármelo, pero solo balbuceaba. Le puse el brazo en el diván mientras recogía la ropa interior y la embutía en uno de los grandes bolsillos de mi gabardina; metí el bolso de mano en el otro bolsillo grande. Revisé el escritorio de Steiner y encontré una libretita azul escrita en clave que me pareció interesante. La guardé también en el bolsillo.

Luego intenté acceder a la parte trasera de la cámara del tótem para sacar la placa, pero no conseguí encontrar el cierre de inmediato. Empecé a ponerme nervioso y pensé que seguramente podría inventar una excusa mejor si me encontraba con la ley cuando volviera más tarde a buscarla que si me pillaban en ese momento.

Volví junto a la chica y le puse el chubasquero encima. Husmeé alrededor para ver si quedaba por allí alguna otra cosa suya, limpié un montón de huellas dactilares que probablemente yo no hubiera dejado y algunas de las que sí habría dejado la señorita Dravec. Abrí la puerta y apagué las dos lámparas.

Volví a pasarle el brazo izquierdo alrededor, salimos dando tumbos bajo la lluvia y nos metimos en su Packard. No me gustaba demasiado tener que dejar allí mi propio coche, pero no había más remedio. Las llaves del suyo estaban puestas. Arrancamos colina abajo.

No pasó nada en el camino hacia la avenida Lucerne, salvo que Carmen dejó de farfullar y hacer ruiditos y se puso a roncar. Yo no conseguía quitarle la cabeza de encima de mi hombro. Tuve que conducir bastante despacio aunque era un largo camino, todo recto hasta el límite oeste de la ciudad.

El hogar de los Dravec era una gran casa de ladrillo pasada de moda con amplios jardines y un muro que los rodeaba. Un camino de entrada de cemento pasaba entre unas verjas de hierro y subía una cuestecilla entre arriates de flores y trozos de césped, hasta una gran puerta de entrada con estrechos paneles emplomados a cada lado. Detrás de los paneles se percibía una luz tenue, como si no hubiera mucha gente en la casa.

Empujé la cabeza de Carmen al rincón, volqué sus pertenencias sobre el asiento y salí.

Una doncella abrió la puerta. Dijo que el señor Dravec no estaba y que no sabía dónde había ido. En algún sitio del centro. Tenía una cara amable, larga, amarillenta, nariz larga, grandes ojos húmedos y no tenía barbilla. Parecía un caballo viejo y bueno al que habían mandado a pastar después de años de servicio.

Señalé el Packard y le gruñí:

—Será mejor que la meta en la cama. Tiene suerte de que no la metamos en chirona, conducir por ahí con una mona así encima...

La mujer me sonrió triste y yo me fui.

Tuve que caminar cinco manzanas bajo la lluvia hasta encontrar una estrecha casa de apartamentos en la que me permitieron llamar por teléfono. Entonces tuve que esperar veinticinco minutos más a que llegara el taxi. Mientras lo hacía, empecé a preocuparme por lo que no había conseguido: la placa impresionada de la cámara de Steiner.

Todos los cuentos
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