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A las cinco en punto de la tarde me desperté del sueño y me encontré con que estaba en la cama de mi apartamento del Chateau Moraine, en la avenida Franklin junto a la calle Ivar, en Hollywood. Giré la cabeza, que me dolió, y vi a Henry Eichelberger yaciendo a mi lado en camiseta y pantalones. Entonces percibí que también yo llevaba un muy ligero atuendo. Sobre una mesa próxima se alzaba una botella casi llena del excelente whisky de centeno Old Plantation, de las de litro entero, y en el suelo había otra botella igual completamente vacía. Había complementos de vestir tirados aquí y allá por el suelo y un cigarrillo había dejado un agujero en el brazo de damasco de uno de mis sillones.
Me palpé todo con sumo cuidado. Tenía el estómago rígido e irritado y me pareció que la mandíbula estaba un poco hinchada por un lado. Por lo demás, no había nada catastrófico. Un agudo dolor se me clavó en las sienes al levantarme de la cama, pero no le hice caso y me dirigí firmemente hacia la botella de la mesa. Cuando la tuve en mi poder, me la llevé a los labios. Tras una firme arremetida del ardiente líquido me sentí inmediatamente mucho mejor. Me inundó un estado de ánimo jovial y contento y me sentí dispuesto a cualquier aventura. Volví a la cama y sacudí con firmeza a Henry por el hombro.
—Despierta, Henry —dije—. La hora del crepúsculo ya está aquí. Los petirrojos trinan, las ardillas andan regañando y las ipomeas recogen sus pétalos para dormir.
Como todos los hombres de acción, Henry Eichelberger se despertó con los puños prevenidos.
—¿Qué era ese chiste? —rugió—. Ah, sí, hola, Walter. ¿Cómo te encuentras?
—Espléndidamente. ¿Has descansado bien?
—Pues claro. —Lanzó los pies descalzos al suelo y se revolvió el espeso pelo rubio con los dedos—. La cosa iba de lujo hasta que te quedaste frito —dijo—. Así que me eché un sueñecito. Nunca bebo solo. ¿Estás okey?
—Sí, Henry, me encuentro estupendamente, en efecto. Y tenemos trabajo por delante.
—De lujo. —Fue a buscar la botella de whisky y le pegó un buen trago a morro. Se frotó el estómago con la palma de la mano. Los ojos verdes brillaban pacíficos—. Soy un pobre enfermo —dijo—, y necesito tomar la medicina. —Dejó la botella sobre la mesa y echó una mirada al apartamento—. Jesús —dijo—, nos lo metimos todo tan deprisa que casi no miré esta guarida. Tienes un sitito estupendo aquí, Walter. Jesús, hasta una máquina de escribir blanca y un teléfono blanco. ¿Qué pasa, nene, acabas de hacer la comunión?
—No es más que un capricho tonto, Henry —dije agitando una mano en el aire.
Henry se acercó a mirar la máquina de escribir y el teléfono que estaban juntos sobre el escritorio, y también la escribanía montada en plata y con mis iniciales en cada una de las piezas.
—¿Bien instalado, eh? —dijo Henry volviendo su verde mirada hacia mí.
—Digamos que tolerablemente, Henry —dije con modestia.
—Bueno, ¿y ahora qué viene, compadre? ¿Tienes alguna idea o simplemente bebemos un poco más?
—Sí, Henry, tengo una idea. Con un hombre como tú para auxiliarme creo que puede ponerse en práctica. Tengo la impresión de que debemos acudir a las fuentes, como suele decirse. Cuando alguien roba una sarta de perlas todo el mundo del hampa se entera de inmediato. Las perlas son difíciles de vender, Henry, teniendo en cuenta que no pueden cortarse y que los expertos saben identificarlas, según he leído. El mundo del hampa estará bullendo de actividad. No ha de resultarnos demasiado difícil encontrar a alguien dispuesto a enviar un mensaje al lugar adecuado diciendo que estamos dispuestos a pagar una suma razonable por la devolución.
—Hablas muy florido... para un borrachín —dijo Henry alargando la mano hacia la botella—. ¿Pero no te estás olvidando de que esas canicas son falsas?
—Aun así, por razones sentimentales estoy de lo más dispuesto a pagar por su devolución.
Henry bebió un poco de whisky, pareció disfrutar de su sabor y bebió un poco más. Agitó la botella hacia mí muy cortésmente.
—Eso está bien... hasta donde se pueda —dijo—. Pero ese hampa que está haciendo todo ese bullicio del que hablas no hará ni un maldito bullicio al respecto de una sarta de cuentas de vidrio. ¿O son chifladuras?
—Estaba pensando, Henry, en que probablemente el hampa tenga un buen sentido del humor y que las risas que circularán por ahí serán de lo más enérgicas.
—Ahí hay una idea —dijo Henry—. Pongamos que alguien descubre que la señora Penruddock tiene un collar de frutas de ostra que vale sacos de pasta, y que se organiza un trabajito de caja fuerte bien hecho y se va trotando hasta la verja. Y que la verja le suelta una buena carcajada. Yo diría que una cosa así puede circular por los billares y dar pie a unas cuantas charlas de ociosos. Hasta aquí, tan frescos. Pero el tipo de la caja resulta que quiere deshacerse de las cuentas a toda prisa porque se le vienen encima de tres a diez años aunque no valgan más de cinco centavos más impuestos. Lo que te cae por allanamiento y escalo, Walter.
—No obstante, Henry —dije yo—, tenemos otro elemento en la situación. Si nuestro ladrón es muy idiota, por supuesto que no nos dará el peso. Pero si es aunque solo sea moderadamente inteligente, sí. La señora Penruddock es una mujer muy orgullosa y vive en una zona muy selecta de la ciudad. Y si se llegase a saber que usaba perlas de imitación, y por encima de todo, si se insinuara siquiera en la prensa que esas eran las mismas perlas que su difunto marido le había dado como regalo de bodas de oro..., bueno, estoy seguro de que ves por dónde voy, Henry.
—Los revientacajas no son muy listos —dijo, y se rascó su mandíbula de piedra. Luego se llevó el pulgar derecho a la boca y se mordió pensativo. Miró a las ventanas, a una esquina de la habitación, al suelo. Me miró por el rabillo del ojo.
—Chantaje, ¿eh? —dijo—. Puede ser, pero los profesionales no suelen mezclar mucho sus oficios. Aun así, el tipo podría hacerlo correr. Hay una posibilidad, Walter. No empeñaría los empastes de oro para apostar por ella, pero la posibilidad existe. ¿Cuánto calculas que se puede ofrecer?
—Cien dólares debería ser más que suficiente, pero estoy dispuesto a llegar hasta los doscientos, que es el coste real de las reproducciones.
Henry meneó la cabeza y acudió a la botella.
—Quiá —dijo—. Un tipo no se descubriría por un dinero así. Tiene que valer el riesgo que corra. Entonces soltará las canicas y tendrá la nariz a salvo.
—Podríamos probarlo al menos, Henry.
—Sí, pero ¿dónde? Y nos estamos quedando escasos de whisky. Será mejor que me ponga los zapatos y salga corriendo, ¿eh?
En ese mismo instante, y como en respuesta a mi oración no formulada, un golpe sordo y blando sonó en la puerta del apartamento. La abrí y recogí la última edición del periódico de la tarde. Volví a cerrar la puerta y me fui con el periódico al otro lado de la habitación mientras lo abría por el camino. Señalé un punto con el índice derecho y sonreí, confiado, a Henry Eichelberger.
—Aquí. Me juego contigo una botella grande de Old Plantation a que la respuesta se encuentra en la página de sucesos de este periódico.
—No hay página de sucesos —se rió Henry—. Estamos en Los Ángeles. Lo tengo chupado.
Abrí el periódico por la página tres con cierta impaciencia, porque, a pesar de que ya había visto el artículo que buscaba en una edición anterior del periódico cuando estaba en la sala de espera de la agencia de servicio doméstico Ada Twomey, no estaba seguro de que apareciera tal cual en las ediciones posteriores. Pero mi fe tuvo recompensa. No lo habían suprimido, y aparecía a mitad de la columna tres exactamente igual que antes. El párrafo, que era bastante breve, iba encabezado así: «LOU GANDESI, INTERROGADO POR ROBO DE GEMAS».
—Escucha esto, Henry —dije, y empecé a leer.
A partir de una información anónima la policía detuvo a última hora de la noche pasada a Louis G. (Lou) Gandesi, propietario de una taberna muy conocida de la calle Spring, y lo interrogó de manera intensiva en torno a la reciente ola de atracos durante cenas de gala en las zonas más exclusivas del oeste de la ciudad, atracos durante los cuales, según se comenta, más de doscientos mil dólares en joyas de valor fueron arrancadas a punta de pistola a las invitadas de algunas casas elegantes. Gandesi fue puesto en libertad a última hora y se negó a hacer declaración alguna a los periodistas. «Nunca doy palique a los polis», dijo con modestia. El capitán William Norgaard, del destacamento general de robos, anunció que estaban satisfechos de que Gandesi no tuviera relación con los robos y que la información anónima no fuera más que un acto de venganza personal.
Doblé el periódico y lo lancé sobre la cama.
—Tú ganas, tronco —dijo Henry y me tendió la botella. Le di un buen trago y se la devolví—. ¿Y ahora qué? ¿Buscamos a ese Gandesi y lo hacemos pasar por el aro?
—Puede ser un hombre peligroso, Henry. ¿Crees que estamos a su nivel?
Henry soltó un bufido desdeñoso.
—Ya, un canalla de la calle Spring —dijo—. Un gordo fofo con un rubí ful en la manopla. Llévame a verlo. Le daremos la vuelta de arriba abajo y le estrujaremos el hígado. Pero estamos a punto de quedarnos sin priva. No tenemos más que cosa de medio litro —dijo a la vez que examinaba la botella a contraluz.
—Tenemos suficiente por ahora, Henry.
—No estamos borrachos, ¿verdad? Solo me he tomado siete desde que llegué aquí, puede que nueve.
—Ciertamente, no lo estamos, Henry, pero tú te tomas unas copas muy grandes y tenemos por delante una noche complicada. Creo que lo que deberíamos hacer ahora es afeitarnos y vestirnos e incluso diría yo que deberíamos ponernos ropa de etiqueta. Tengo un traje de repuesto que te sentará admirablemente, puesto que somos exactamente de la misma talla. Ciertamente es un augurio notable que dos hombres tan grandotes se asocien en una misma empresa. La ropa de etiqueta impresiona a esa gente de clase baja, Henry.
—De lujo —dijo Henry—. Pensarán que somos unos matones que trabajan para algún pez gordo. Ese Gandesi se asustará tanto como para tragarse la pajarita.
Decidimos hacer lo que yo había sugerido y saqué ropa para Henry. Mientras él se bañaba y afeitaba, telefoneé a Ellen Macintosh.
—Oh, Walter, me alegro mucho de que llames —exclamó—. ¿Has encontrado algo?
—Todavía no, cariño —dije—. Pero tengo una idea. Henry y yo estamos a punto de ponernos en acción.
—¿Henry, Walter? ¿Henry, qué más?
—Caramba, Henry Eichelberger, naturalmente, querida. ¿Lo has olvidado tan pronto? Henry y yo somos buenos amigos y ahora...
Me interrumpió en tono frío. Preguntó con una voz muy distante:
—¿Estás bebiendo, Walter?
—Ciertamente, no, cariño. Henry es abstemio.
Soltó un resoplido. Oí claramente el sonido por el teléfono.
—¿Pero no fue Henry el que se llevó las perlas? —preguntó después de una pausa bastante larga.
—¿Henry, corazón? Por supuesto que no. Henry dejó el trabajo porque estaba enamorado de ti.
—Oh, Walter, ¿ese simio? Estoy segura de que estás bebiendo terriblemente y no quiero volver a hablar nunca más contigo. Adiós —y colgó el teléfono con fuerza, de manera que una sensación dolorosa se hizo sentir en mi oído.
Me instalé en una butaca con una botella de Old Plantation en la mano preguntándome qué habría dicho que pudiera interpretarse como algo ofensivo o indiscreto. Como no conseguía que se me ocurriera nada me consolé con la botella hasta que Henry salió del cuarto de baño con un aspecto extraordinariamente agradable gracias a una de mis camisas de pechera y cuello de pico y una pajarita negra.
Cuando nos marchamos del apartamento ya estaba oscuro, y yo, por lo menos, iba lleno de esperanza y confianza, aunque un poco afectado por la manera en que Ellen Macintosh me había hablado por teléfono.