14
El japonés soltó un grito y echó a correr hacia la puerta. Barron y yo nos lanzamos de golpe al otro lado de la mesa. Recuperamos las armas. Me cayó sangre en el dorso de la mano y luego Luders se derrumbó lentamente contra la pared.
Barron ya había salido por la puerta. Cuando salí tras él, vi al pequeño japonés correr monte abajo en dirección a un pequeño bosque de arbustos.
Barron se puso derecho, levantó el Colt y luego volvió a bajarlo.
—No está lo bastante lejos —dijo—. Siempre doy a un hombre a cuarenta metros.
Volvió a levantar el Colt grande y giró un poco el cuerpo para que el arma encontrara la posición de tiro y lo movió muy despacio y bajó un poco la cabeza hasta que el brazo y el hombro y el ojo derecho estuvieron todos en línea.
Se quedó así quieto, totalmente estirado un buen rato, luego el arma bramó y pegó un salto hacia atrás en la mano y un fino hilo de humo se mostró apenas a la luz de la luna y desapareció.
El japonés siguió corriendo. Barron bajó el Colt y lo miró lanzarse a unos arbustos.
—Demonios —dijo—. He fallado. —Me lanzó una mirada rápida y volvió a apartar la vista—. Pero no irá a ningún sitio. No tiene con qué ir. Esas piernas tan cortas que tiene no le bastarán ni para saltar por encima de una piña.
—Llevaba un arma —dije—. En el sobaco izquierdo.
—No —dijo Barron meneando la cabeza—. Me fijé en que la cartuchera estaba vacía. Me figuro que se la debió de quitar Luders. Me figuro que Luders pretendía pegarle un tiro antes de marcharse.
A lo lejos aparecieron las luces de un coche que avanzaban por el camino entre el polvo.
—¿Qué haría que Luders se ablandase?
—Me imagino que le herimos el orgullo —dijo Barron pensativo—. Un gran organizador como él que se ve arrastrado al infierno por un par de personajillos como nosotros.
Rodeamos uno de los lados del camión frigorífico. Había un cupé grande nuevo aparcado. Barron fue hasta él y abrió la puerta. El coche de la carretera ya estaba muy cerca. Tomó la curva y los faros rozaron el cupé. Barron miró dentro del coche un momento, luego cerró la puerta enfadado y escupió en el suelo.
—Un Cadillac V-12 —dijo—. Tapicería de cuero rojo y maletas detrás. —Volvió a mirar y encendió la luz de dentro—. ¿Qué hora es?
—Las dos menos doce minutos —le dije.
—Este reloj no va doce minutos y medio atrasado —dijo Barron con irritación—. En eso se equivocaba usted. —Dio media vuelta y se me quedó mirando mientras se echaba el sombrero para atrás—. Demonios, seguro que lo vio aparcado delante del Indian Head.
—Exacto.
—Y pensé que no era más que un listillo.
—Exacto —dije.
—Hijo, la próxima vez que estén a punto de pegarme un tiro, ¿podría organizarlo para andar por aquí?
El coche que se acercaba se paró a unos pocos metros y se oyó gemir un perro. Andy nos gritó:
—¿Algún herido?
Barron y yo nos acercamos al coche. Se abrió la puerta y la perrita de lanas salió de un salto y se lanzó hacia Barron. Tomó cosa de un metro largo de distancia para lanzarse por el aire y aterrizar con toda la fuerza de sus patas delanteras contra la barriga de Barron, luego volvió a caer al suelo y se puso a correr en círculos.
—Luders se ha pegado un tiro ahí dentro —dijo Barron—. Hay un japonés pequeñito que se ha metido por el matorral y al que tendremos que rodear. Y hay tres o cuatro maletas de dinero falsificado de las que tendremos que ocuparnos —miró a lo lejos. Era un hombre sólido, fuerte como una roca—. Una noche como esta y tiene que estar llena de muertos.