9

Bajamos andando sin hablar por el camino y llegamos al coche. Andy estaba con la espalda apoyada en un rincón y un cigarrillo medio apagado entre los labios. Subimos al coche.

—Baja un trecho por ahí, unos doscientos metros —dijo Barron—. Y haz mucho ruido.

Andy encendió el motor, dio unos acelerones, metió la marcha con ruido y arrancó para que el coche de deslizara cuesta abajo a la luz de la luna hasta tomar una curva del camino y subir luego por una pendiente en cuya luz difusa resaltaban las sombras de los troncos.

—Da la vuelta arriba de todo y vuelve por aquí, pero no muy cerca —dijo Barron—. Quédate donde no nos vean desde la cabaña. Y apaga las luces antes de dar la vuelta.

—Vale —dijo Andy.

Cambió de sentido el coche justo antes de la cima, rodeando un árbol. Apagó las luces y empezó a bajar la cuestecilla; luego apagó el motor. Justo pasado el final de la cuesta había un soto espeso de manzanitas, casi tan altas como los palofierros. El coche se detuvo allí. Andy tiró del freno de mano muy despacio para amortiguar el ruido de la cremallera. Barron se inclinó hacia delante sobre el respaldo del asiento.

—Nosotros iremos por la carretera hasta estar cerca del agua —dijo—. No quiero ningún ruido y que nadie se ponga a andar a la luz de la luna.

—Vale —dijo Andy.

Nos bajamos. Echamos a andar con cuidado sobre la tierra de la carretera y luego sobre la pinaza. Fuimos filtrándonos entre los árboles y los troncos caídos hasta tener el agua justo debajo de donde estábamos. Barron se sentó en el suelo y luego se tumbó. Andy y yo hicimos lo mismo. Barron acercó su cara a la de Andy.

—¿Oyes algo?

—Ocho cilindros, bastante ronco —dijo Andy.

Escuché. Me podía decir a mí mismo que lo oía, pero no estaba seguro. Barron asintió en la oscuridad.

—Vigila las luces de la cabaña —susurró.

Vigilamos. Pasaron cinco minutos o el tiempo suficiente para que parecieran cinco minutos. Las luces de la cabaña no cambiaron. Luego se oyó un ruido remoto, medio imaginado, de una puerta que se cierra. Y luego zapatos sobre peldaños de madera.

—Muy listos. Dejan la luz encendida —dijo Barron al oído de Andy.

Esperamos otro minuto escaso. El motor al ralentí pegó un rugido y sonó acompasado, con un bramido a tropezones, confuso, como si dijéramos a saltos, a golpes, a trompicones. Luego el ruido cayó hasta ser un rugido fuerte pero monótono y finalmente fue diluyéndose con rapidez. Una sombra oscura se alejó deslizándose sobre el agua iluminada por la luna, giró dejando una bonita curva de espuma y desapareció de la vista tras doblar la punta.

Barron sacó una pastilla de tabaco y le dio un mordisco. La mascó muy a gusto y escupió un metro más allá de sus pies. Luego se puso de pie y se sacudió las agujas de pino. Andy y yo nos levantamos.

—Hombre, no tiene mucho sentido andar mascando tabaco en estos días —dijo—. Los sitios no están preparados. Casi me quedé dormido cuando estábamos allí en la cabaña.

Levantó el Colt que todavía sujetaba en la mano izquierda, lo cambió a la derecha y lo enfundó en la cintura. Miró a Andy y dijo:

—¿Entonces?

—La lancha de Ted Rooney —dijo Andy—. Tiene dos válvulas engrasadas y una buena raja en el silenciador. Se oye mejor cuando se le da gas, como hicieron justo antes de arrancar.

Aquello era un montón de palabras para Andy, pero al sheriff le gustaron.

—¿Estás seguro, Andy? Cantidad de lanchas tienen válvulas engrasadas.

—¿Por qué demonios me lo pregunta entonces? —dijo Andy con voz molesta.

—De acuerdo, Andy, no te enfades.

Andy gruñó. Cruzamos el camino y nos subimos otra vez al coche. Andy encendió el motor, hizo marcha atrás y dio la vuelta.

—¿Luces? —preguntó.

Barron asintió. Andy encendió las luces.

—¿Ahora adónde? —dijo.

—A lo de Ted Rooney —dijo Barron apaciguador—. Y deprisa. Tenemos quince kilómetros hasta allí.

—No puedo hacerlo en menos de veinte minutos —dijo Andy en tono agrio—. Tengo que pasar por el pueblo.

El coche entró en la carretera asfaltada del lago y echó a correr pasando otra vez junto al campamento de los chicos, a oscuras como los otros campamentos, y al llegar a la principal torció a la izquierda.

Barron no abrió la boca hasta que dejamos atrás el pueblo y la carretera que va a Speaker Point. La orquesta de baile seguía sonando con ganas en el pabellón.

—¿Lo engañé un poco? —me preguntó entonces.

—Bastante.

—¿Hice algo mal?

—Fue un trabajo perfecto —dije—, pero no creo que engañase a Luders.

—Esa mujer estaba francamente incómoda —dijo Barron—. Luders es un buen tipo. Duro, tranquilo, con mucha vista. Pero algo lo engañé. Cometió errores.

—Se me ocurren un par —dije yo—. Uno fue estar allí. El otro, lo de contarnos que iba a ir un amigo a recogerlo, para explicarnos por qué no tenía coche. No necesitaba explicación. Había un coche en el garaje, pero usted no sabía de quién era. Y otro más, mantener la lancha al ralentí.

—Eso no fue un error —dijo Andy desde el asiento de delante—. Se ve que usted nunca ha intentado arrancar una lancha como esa en frío.

—No metes el coche en el garaje cuando subes de visita allá arriba —dijo Barron—. No hay relente que lo estropee. La lancha podía ser la de cualquiera. Podía tratarse de un par de jovencitos que hubieran llegado hasta allí para conocerse mejor. No tengo nada de qué acusarle, de todas formas, por lo menos que él sepa. Simplemente se esforzó demasiado en tratar de adelantárseme.

Escupió fuera del coche. Oí el escupitajo chocar contra el guardabarros trasero como un trapo mojado. El coche se deslizaba entre el claro de luna, tomaba curvas, subía y bajaba lomas, cruzaba entre pinedas bien espesas y por llanos abiertos donde descansaba el ganado.

—Sabía que yo no tenía la carta que me había escrito Lacey —dije—. Porque me la quitó él mismo en mi habitación del hotel. Fue Luders el que me noqueó y apuñaló a Weber. Luders sabe que Lacey está muerto, aunque no lo haya matado él. Con eso domina a la señora Lacey. Ella piensa que su marido sigue vivo y Luders lo tiene en su poder.

—Me presenta usted a ese Luders como un tipo bastante malo —dijo Barron con calma—. ¿Por qué iba Luders a apuñalar a Weber?

—Porque Weber puso en marcha todo el problema. Se trata de una organización. Y su objetivo es colocar una serie de billetes de diez dólares muy bien falsificados, una gran cantidad. Y no contribuyes a la causa si empiezas a colocarlos en lotes de quinientos dólares nuevos flamantes y en circunstancias que harían sospechar a cualquiera, a cualquier individuo mucho menos meticuloso que Fred Lacey.

—Hace usted unas bonitas suposiciones, hijo —dijo el sheriff sujetándose a la manilla de la puerta porque tomábamos una curva deprisa—, pero a usted no le vigilan sus vecinos. Yo tengo que ir con más ojo. Esto es el patio de mi casa. El lago Puma no me parece a mí un sitio demasiado bueno para meterse en el negocio del dinero falso.

—De acuerdo —dije.

—Y por otra parte, si Luders es el hombre que busco, va a resultar difícil de cazar. Hay tres carreteras que bajan al valle, y hay media docena de avionetas que bajan al lado este del campo de golf del Woodland Club. En verano siempre es así.

—No parece que ande usted muy preocupado por el tema —dije.

—Un sheriff de montaña no tiene que andar muy preocupado —dijo Barron con calma—. Nadie espera de él que tenga cerebro. Especialmente los tipos como el señor Luders.

Todos los cuentos
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