2

Volví a poner la cartera en su sitio, me puse de pie y miré cubriendo un círculo completo alrededor. No había nadie a la vista, ni en tierra ni en el agua. Con aquella luz, nadie hubiera podido ver lo que hacía salvo que estuviera cerca.

Di unos pocos pasos y miré a ver si dejaba huellas. No. El suelo estaba formado por agujas de pino con muchos años de antigüedad y madera podrida pulverizada.

La pistola estaba a poco más de un metro de distancia, casi debajo del árbol caído. No la toqué. Me agaché y la miré. Era una Colt automática del veintidós con culata de hueso. Estaba medio enterrada en un montoncito de polvo marrón de madera podrida. Sobre ese montón había unas hormigas negras muy grandes y una de ellas recorría lentamente el cañón del arma.

Me enderecé y eché otra mirada rápida a mi alrededor. Una barca ganduleaba en el agua al otro lado del lago, fuera de la vista. Oía el tartamudeo desigual del motor al ralentí, pero no la veía. Volví hacia el coche. Estaba casi a su lado. Una figura pequeña se alzó en silencio detrás de un tupido arbusto de manzanita. La luz parpadeó sobre sus gafas y sobre alguna otra cosa, un poco más abajo, en una mano. Una voz dijo, silbante:

—Póngame las manos arriba, por favor.

Era un sitio estupendo para desenfundar a toda velocidad. Pero no pensé que yo pudiera ser lo suficientemente rápido. Así que puse las manos arriba.

La pequeña figura salió de detrás del arbusto de manzanita. Lo que relucía debajo de las gafas era un revólver. El arma era bastante grande. Se me acercó.

Un diente de oro destelló en una boca pequeña debajo de un bigote negro.

—Deme la vuelta, por favor —dijo tranquilizadora aquella vocecita amable—. ¿Me ha visto hombre que yace en tierra?

—Escuche —dije—, yo soy forastero aquí. Y...

—Deme la vuelta muy pronto —dijo el hombre con frialdad.

Me di la vuelta. La boca del revólver anidó en mi columna. Una mano liviana, hábil, me cacheó aquí y allá, se paró sobre la pistola que llevaba en el sobaco. La voz soltó un arrullo. La mano pasó a las caderas. La presión de la cartera desapareció. Un carterista de lo más hábil. Prácticamente no le había sentido tocarme.

—Miro la cartera ahora. Usted muy quieto —dijo la voz. La pistola se apartó.

Ahora un buen profesional tenía una oportunidad. El tipo se dejaría caer rápidamente al suelo, se echaría para atrás en una posición arrodillada y reaparecería blandiendo su pistola en la mano. Todo sucedería muy deprisa. El buen profesional manejaría al hombrecito de las gafas con la misma facilidad con que una anciana viuda se quita la dentadura de un solo movimiento perfecto. Pero a mí no me parecía que yo fuera así de bueno.

La cartera volvió a mi bolsillo de atrás y el cañón de la pistola a mi espalda.

—Pues —dijo la voz suavemente—. Usted viene aquí, usted comete equivocación.

—No lo sabe bien, hermano —le dije.

—No importa —dijo la voz—. Ahora se marcha, va a casa. Quinientos dólares. No decir nada quinientos dólares llegan en una semana desde hoy.

—Bien —dije—. ¿Usted tener mi dirección?

—Muy gracioso —comentó la voz—. Ja, ja.

Algo me golpeó en la rodilla derecha y la pierna se me plegó de repente de esa manera en que se pliegan cuando te golpean en ese punto. La cabeza empezó a dolerme por donde iba a recibir un estacazo de la culata, pero ahí me engañó. Me dio el viejo golpe del conejo, y fue uno de primera en su categoría. Llevado a cabo con el canto de una manita muy, muy dura. La cabeza se me fue y se marchó hasta la mitad del lago y giró como un bumerán y volvió y me atizó en lo más alto de la columna con un estacazo mareante. Por el camino consiguió de algún modo hacerse con un bocado de agujas de pino.

Se produjo un intervalo de medianoche en un cuarto pequeño con las ventanas cerradas y sin aire. El pecho me peleaba contra el suelo. Me habían puesto una tonelada de carbón sobre la espalda. Uno de los bultos más duros me apretaba en medio de la espalda. Hice algunos ruidos, pero no debieron de resultar muy importantes, porque nadie se molestó en ver de qué se trataba. Oí el motor de una barca que se hacía más fuerte y los pasos sordos pero suaves de unos pies que avanzaban sobre las agujas de pino acompañando un sonido seco, deslizante. Luego un par de gruñidos fuertes y pasos que se alejan. Después, los pasos que vuelven y una voz punzante con algún tipo de acento.

—¿Qué tienes ahí dentro, Charlie?

—Ah, nada —dijo Charlie en un murmullo—. Me fuma en pipa, no hace nada. Visita de verano, ja, ja.

—¿Vio el fiambre?

—No me lo vio —dijo Charlie. Me pregunté por qué.

—Okey, vámonos.

—Ah, demasiado malo —dijo Charlie—. Demasiado malo. —Desapareció el peso de la espalda y los bultos de carbón duro de mi columna—. Demasiado malo —dijo Charlie otra vez—. Pero hay que hacer.

Esta vez no se anduvo con bromas. Me pegó con la pistola. Acérquese y le dejaré palpar el bulto que tengo en el cráneo. En realidad tengo varios.

Pasó el tiempo y me vi de rodillas, quejándome. Puse un pie en el suelo y conseguí levantarme. Me limpié la cara con el dorso de la mano, puse el otro pie en el suelo y conseguí trepar fuera del agujero en el que me sentía metido.

El resplandor del agua, ya oscura sin sol, pero plateada por la luna, estaba directamente delante de mí. A la derecha, el gran árbol caído. Eso me devolvió el recuerdo. Me moví con precaución hacia él frotándome la cabeza con las yemas de los dedos y mucho cuidado. Estaba hinchada y blanda, pero no sangraba. Me paré y miré hacia atrás en busca del sombrero y luego me acordé de que lo había dejado en el coche.

Rodeé el árbol. La luna era tan brillante como solo puede serlo en las montañas o en el desierto. Casi se podría leer el periódico bajo su luz. Era muy fácil ver que ya no había cuerpo alguno en tierra ni pistola alguna tirada junto al tronco con las hormigas recorriéndola. Parecía que hubieran alisado el suelo con un rastrillo.

Me quedé allí de pie y escuché, y todo lo que oí fueron los latidos de la sangre en mi cabeza y todo lo que sentí fue lo mucho que me dolía. Luego la mano se me fue en busca de la pistola y la pistola seguía en su sitio. Y la mano se fue también en busca de la cartera y la cartera seguía en su sitio. La saqué y repasé el dinero. También parecía estar todo.

Di media vuelta y me fui arrastrando los pies hasta el coche. Quería volver al hotel, tomarme un par de copas y tumbarme. Quería encontrarme a Charlie al cabo de un tiempecito, pero no justo ahora. Primero quería tumbarme un buen rato. Todavía estoy creciendo y necesitaba descansar.

Me metí en el coche, lo arranqué y conduje por aquel suelo blando hasta volver al camino de tierra y luego por este hasta la carretera principal. No me crucé con ningún coche. La música seguía a buena marcha en el pabellón de baile, a un lado, y la cantante de voz ronca cantaba ahora «I’ll Never Smile Again», nunca volveré a sonreír.

Una vez llegué a la carretera principal encendí las luces y me dirigí al pueblo. La policía local colgaba su letrero en una caseta de pino de una sola habitación a mitad de la manzana del varadero de barcas enfrente del cuartel de bomberos. Dentro se veía una bombilla desnuda encendida detrás de una puerta de madera con cristales.

Detuve el coche al otro lado de la calle y me quedé sentado un minuto entero contemplando el interior de la caseta. Dentro había un hombre, sin sombrero y sentado en una silla giratoria ante un viejo escritorio de persiana. Abrí la puerta del coche e hice el gesto de salir, pero me detuve a medio camino, cerré otra vez la puerta, arranqué el motor y me marché.

Después de todo tenía que ganarme mis cien dólares.

Todos los cuentos
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