3

LOU LID

No lo conté bien. Y cada vez tenía peor pinta. Reavis, el hombre que salió de la oficina de Homicidios de la central, me escuchaba con los ojos clavados en el suelo, y había otros dos secretas apostados detrás de él a modo de escolta. Hacía un buen rato que habían mandado una unidad de patrulla a guardar el cuerpo.

Reavis era un hombre delgado, de cara estrecha, callado, de unos cincuenta años, con la piel lisa y gris y ropas inmaculadas. La raya de sus pantalones parecía el filo de un cuchillo, y se los subía con sumo cuidado cada vez que se sentaba. La camisa y la corbata era como si se las hubiera puesto nuevas diez minutos antes y el sombrero como si se lo hubiera comprado viniendo de camino.

Estábamos en la sala del oficial de guardia de la comisaría de Los Ángeles Oeste, justo saliendo del bulevar de Santa Mónica, cerca de Sawtelle. Dentro estábamos solo nosotros cuatro. Unos borrachos esperaban en una celda a que se los llevaran al calabozo de los borrachos para presentarlos al juez a primera hora y no pararon de soltar gritos de llamada de aborígenes australianos durante todo el tiempo que estuvimos hablando.

—De manera que le hacía de guardaespaldas para esta noche —dije al final—. Y desde luego no fue un trabajo de primera.

—Yo no le daría más vueltas —dijo Reavis con indiferencia—. Podría haberle pasado a cualquiera. A mí me parece que lo tomaron por ese Lindley Paul, le arrearon para ahorrarse discusiones y tener tiempo suficiente, y quizás ni tuvieran siquiera el material con ellos ni pretendieran darlo tan barato. Cuando descubrieron que usted no era Paul se cabrearon y la pagaron con él.

—Pero él tenía pistola —dije—. Una Luger magnífica, aunque con dos escopetas delante no te sientes muy guerrero.

—En cuanto a ese hermano del lado negro... —dijo Reavis. Alargó la mano hacia un teléfono que había en la mesa.

—No fue más que una voz en la oscuridad. No pude estar seguro.

—Sí, pero descubriremos qué andaba haciendo sobre esa hora. Lou Lid. Un nombre que se queda.

Levantó el teléfono del soporte y le dijo al hombre de la centralita:

—Llamando a Jefatura, Joe... Aquí Reavis, de L. A. Oeste, por lo de ese atraco con homicidio. Busco a un pistolero negro o medio negro, de nombre Lou Lid. Entre veintidós y veinticuatro años, café con leche, aspecto pulcro, bajo, digamos sesenta kilos, un ojo bizco, he olvidado cuál. Tiene ficha por algo, pero no mucho, ha entrado y salido cantidad de veces. Los de la Setenta y Siete lo conocerán. Quiero comprobar sus movimientos de esta noche. Dale una hora a la brigada de color y luego pásalo por radio.

Volvió a colgar el teléfono y me guiñó un ojo.

—Tenemos los mejores detectives morenos al oeste de Chicago. Si está en la ciudad, lo pillarán sin tener que buscar siquiera. ¿Nos vamos allí ahora?

Bajamos las escaleras, nos metimos en un coche patrulla y nos fuimos por Santa Mónica hacia Las Palisades.

Horas más tarde, en el frío amanecer gris, llegué a mi casa. Estaba tragándome una aspirina con whisky y mojándome la nuca con agua muy caliente cuando repiqueteó el teléfono. Era Reavis.

—Bueno, ya tenemos a Lou Lid —dijo—. Pasadena lo pescó, a él y a un mexicano que se llama Fuente. Los recogieron en el bulevar de Arroyo Seco, y no exactamente con palas, pero con el mismo cuidado.

—Continúe —dije sujetando el teléfono con fuerza suficiente como para romperlo—, suélteme el chiste.

—Ya lo había adivinado usted. Los encontraron debajo del puente de la calle Colorado. Amordazados, amarrados por delante y por detrás con alambres viejos. Y aplastados como naranjas maduras. ¿Le gusta?

Respiré fuerte.

—Es justo lo que necesitaba para dormir como un crío —dije.

El duro pavimento de asfalto del bulevar de Arroyo Seco está a setenta y cinco metros justo bajo el puente de la calle Colorado... también conocido a veces como el puente de los suicidas.

—Bueno —dijo Reavis después de una pausa—, parece que movió usted algo podrido. ¿Qué me dice ahora?

—Solo una suposición rápida, diría que fue un secuestro frustrado del dinero del chantaje a cargo de un par que se pasaron de listos, que encontraron una pista para dar con él, decidieron ir por su cuenta y acabaron rebozados en la pasta.

—Pero eso necesitaría apoyo desde dentro —dijo Reavis—. Se refiere a alguien que sabía que se habían llevado las cuentas pero que no las tenía. A mí me parece más bien que lo que intentaban era largarse de la ciudad con el botín en vez de pasárselo al jefe. O incluso que el jefe pensara que eran demasiadas bocas que alimentar.

Me dio las buenas noches y me deseó dulces sueños. Bebí whisky suficiente para quitarme el dolor de cabeza. Que era más de lo que podía sentarme bien.

Bajé al despacho lo bastante tarde como para resultar elegante, pero sin sentirme así. Dos grapas en el cogote habían empezado a taladrarme y el esparadrapo que llevaba en la parte afeitada me ardía tanto como el juanete de un camarero.

Mi despacho lo constituían dos habitaciones pegadas a la cafetería del hotel Mansion House y a sus efluvios. La pequeña era una sala de recepción que siempre dejaba sin cerrar por si algún cliente quería entrar y esperar, si es que existía algún cliente que quisiera entrar y esperar.

Allí estaba Carol Pride, olisqueando el gastado sofá rojo, las dos sillas desparejas, la pequeña alfombra cuadrada y la mesa de tamaño juvenil con revistas de antes de la revocación.

Llevaba un traje de tweed marrón moteado de solapas anchas y camisa y corbata masculinas, unos bonitos zapatos, un sombrero negro que en mi opinión podía haberle costado veinte dólares, pero parecía como si lo hubiera hecho uno mismo con una sola mano usando un papel secante viejo.

—Bueno, se ha levantado usted —dijo—. Es agradable verlo. Estaba empezando a pensar que quizás hiciese todo el trabajo en la cama.

—Vaya, vaya —dije—. Pase usted a mi gabinete.

Abrí la puerta de comunicación con mi llave, porque me pareció mejor que simplemente darle una ligera patada a la cerradura, aunque surtía el mismo efecto, y entramos en el resto de la suite, que era una alfombra rojo óxido con cantidad de tinta encima, cinco archivadores verdes, tres de ellos llenos de clima de California, un calendario de anuncio en el que aparecían las quintillizas Dionne rodando por un suelo azul celeste, unas pocas sillas casi de nogal, y la mesa de despacho habitual con las marcas de tacón habituales encima y el típico sillón giratorio detrás. Me senté en ese sillón y puse el sombrero encima del teléfono.

La verdad es que hasta entonces no la había visto bien, ni siquiera con las luces que había en Castellamare. Parecía rondar los veintiséis años y tenía cara de no haber dormido muy bien. Tenía una cara pequeña, cansada y bonita, bajo un pelo castaño ahuecado, una frente bastante estrecha pero más alta de lo que se considera elegante, una naricita inquisitiva y el labio superior una pizca demasiado largo en una boca más que una pizca demasiado grande. Sus ojos podrían ser muy azules si se esforzaran. Se la veía tranquila, pero no por timidez. Se la veía elegante, pero no a lo Hollywood.

—Lo leí en el periódico de la tarde que sale por la mañana —dijo—. Lo que salía.

—Y eso significa que la policía no lo contará como una gran historia. Que se la habrán guardado para los diarios de la mañana.

—Bueno, de todos modos, he trabajado un poco sobre el tema para usted —dijo.

La miré fijamente, empujé una cajetilla plana de cigarrillos sobre la mesa y me preparé la pipa.

—Se está equivocando —dije—. Yo no llevo este caso. Ya tragué bastante polvo anoche y tuve que dormirme a base de darle a la botella. Es trabajo de la policía.

—Yo no creo que lo sea —dijo—. O por lo menos no todo. Y de todos modos tiene usted que ganarse el sueldo. ¿O no cobra honorarios?

—Cincuenta pavos —dije—. Los devolveré cuando sepa a quién devolvérselos. Ni mi madre pensaría que me los he ganado.

—Me gusta usted —dijo ella—. Parece alguien que era casi un canalla y entonces algo se lo impidió... Justo en el último minuto. ¿Sabe a quién pertenecía el collar de jade?

Me enderecé dando un salto que me dolió.

—¿Qué collar de jade? —casi grité. A ella no le había contado nada de un collar de jade. Y en el periódico tampoco salía nada del collar de jade.

—No hace falta ser muy listo. He hablado con el hombre que lleva el caso, el teniente Reavis. Le conté lo de anoche. Me entiendo bien con la policía. Se pensó que yo sabía más de lo que sabía. Así que me contó cosas.

—Bueno... ¿Y a quién pertenece? —pregunté después de un denso silencio.

—A una tal señora de Philip Courtney Prendergast, que vive en Beverly Hills, al menos parte del año. Su marido tiene un millón o cosa así y el hígado fatal. La señora Prendergast es una rubia de ojos negros que anda por ahí mientras el señor Prendergast se queda en casa y toma calomelanos.

—A las rubias no les gustan los rubios —dije—. Y Lindley Paul era más rubio que un cantor de los Alpes suizos.

—No sea bobo. Eso le pasa por leer revistas de cine. A esa rubia le gustaba ese rubio. Lo sé seguro. Me lo dijo el redactor de sociedad del Chronicle. Pesa cien kilos y tiene bigote; lo llaman Giddy Gertie.

—¿Le contó él lo del collar?

—No. Eso me lo contó el encargado de las joyerías Blocks. Le dije que estaba escribiendo un artículo sobre jades raros para la Police Gazette. Así que aquí me tiene, ahora hago yo los chistes.

Encendí la pipa por tercera vez e incliné la silla para atrás y casi me caigo de espaldas.

—¿Reavis sabe todo eso? —pregunté intentando mirarla sin que se notase.

—No me dijo que lo supiera. Pero puede descubrirlo bastante fácilmente. Y no tengo dudas de que lo hará. Nadie le toma el pelo.

—Excepto usted —dije—. ¿Le contó lo de Lou Lid y el mexicano Fuente?

—No. ¿Quiénes son?

Se lo expliqué.

—Caramba, eso es terrible —dijo con una sonrisa.

—¿Su padre no sería policía por casualidad, verdad? —le pregunté con suspicacia.

—Jefe de policía de Pomona durante casi quince años.

No dije nada. Me acordé de que el jefe de policía de Pomona, John Pride, había sido asesinado a tiros por dos delincuentes juveniles unos cuatro años atrás. Al cabo de un rato dije:

—Tendría que haber caído. De acuerdo, ¿qué más?

—Me juego cinco a uno que a la señora Prendergast no le devolvieron el collar y que el bilioso de su marido pesa lo bastante para que esa parte de la historia y su nombre no aparezcan en los periódicos, y que necesita un detective simpático que le ayude a recuperarse sin escándalos.

—¿Qué escándalos?

—Ah, no sé. Pero es de las que tienen una cesta llena de escándalos en el vestidor.

—Supongo que habrá desayunado con ella —dije—. ¿A qué hora se levanta?

—No, no puedo verla hasta las dos. Y me levanto a las seis.

—¡Cielo santo! —dije, y saqué una botella del cajón de abajo del escritorio—. La cabeza me duele una cosa terrible.

—Solo una —dijo Carol Pride en tono cortante—. Y solo porque le pegaron. Aunque estoy por decir que eso debe de pasar con bastante frecuencia.

Me eché el whisky al coleto, puse el tapón a la botella pero sin apretarlo demasiado y luego respiré hondo.

La chica rebuscó en el bolso marrón.

—Hay algo más —dijo—. Pero puede que esta parte tenga que manejarla usted por su cuenta.

—Es agradable saber que sigo trabajando aquí —dije.

Empujó tres cigarrillos largos rusos por encima de la mesa. No sonrió.

—Mire dentro de las boquillas —dijo—, y saque sus propias conclusiones. Los birlé de aquella pitillera china anoche. Todos tienen algo que da que pensar.

—Y usted es hija de un policía —dije.

Se puso de pie, limpió un poco de ceniza de pipa del borde de la mesa con el bolso y se fue hacia la puerta.

—También soy una mujer. Y ahora tengo que ir a ver a otro redactor de sociedad y descubrir más cosas sobre la señora de Philip Courtney Prendergast y su vida amorosa. Divertido, ¿verdad?

La puerta del despacho y mi boca se cerraron prácticamente en el mismo momento.

Cogí uno de los cigarrillos rusos. Lo sujeté entre los dedos e inspeccioné la boquilla hueca. Parecía que allí dentro había algo enrollado, como un trozo de papel o de cartón, algo que no hubiera mejorado la aspiración del cigarrillo. Pude sacarlo al fin con la hoja de la lima de uñas de mi navaja de bolsillo.

Era un cartoncito, en efecto, una tarjeta de visita fina de color marfil, tamaño de hombre. Tenía tres palabras grabadas, nada más: «Soukesian el Vidente».

Miré en las otras boquillas y encontré una tarjetita idéntica en cada una. A mí no me decían nada. Nunca había oído hablar de Soukesian el Vidente. Al cabo de un rato decidí buscarlo en la guía de teléfonos. Había un Soukesian. Sonaba a armenio, así que volví a mirarlo en las páginas amarillas bajo la rúbrica «Alfombras orientales». Allí estaba también, en efecto, pero eso no demostraba nada. No tienes que ser vidente para vender alfombras orientales. Solo tienes que ser vidente para comprarlas. Y algo me decía que aquel Soukesian de la tarjeta no tenía nada que ver con alfombras orientales.

Tenía una vaga idea de cuál debía de ser su negocio y qué clase de personas sus clientes. Y cuanto más grande se hiciera, menos se anunciaría. Si le dabas tiempo suficiente y le pagabas lo bastante, seguro que curaba cualquier cosa, desde un marido cansado hasta una plaga de langostas. Sería experto en mujeres frustradas, en asuntos de amor enredados y con trampas, en chicos fugados que no habían escrito a su casa, en si vender las propiedades ahora o esperar a otro año, en si ese papel dañará mi imagen ante el público o la mejorará. Incluso debían de acudir a él hombres: tipos que bramaban como toros dando vueltas por sus despachos y que de todas maneras en su interior no dejaban de ser unos blandengues. Pero sobre todo mujeres: mujeres con dinero, mujeres con joyas, mujeres a las que se podía retorcer como un hilo de seda alrededor de un fino dedo asiático.

Recargué la pipa y espanté mis pensamientos sin mover la cabeza demasiado y traté de averiguar por qué razón un hombre llevaría una pitillera vacía con tres cigarrillos dentro que no eran para fumar, y oculto en cada uno de esos tres cigarrillos el nombre de otro hombre. ¿Quién iba a encontrar ese nombre?

Aparté la botella a un lado y sonreí. Cualquiera que registrase con un peine de dientes finos los bolsillos de Lindley Paul, con cuidado y tomándose su tiempo, acabaría encontrando las tarjetas. ¿Quién hacía cosas así? La poli. ¿Y cuándo? Cuando el señor Lindley Paul muriera o quedara malherido en circunstancias misteriosas.

Quité el sombrero de encima del teléfono y llamé a un individuo que según él estaba en el negocio de los seguros, un tal Willy Peters, que se sacaba unos cuartos vendiendo números de teléfono que no salen en la guía a base de untar a doncellas y chóferes. La tarifa eran cinco pavos. Supuse que Lindley Paul podía permitirse pagarlos de sus cincuenta.

Willy Peters tenía lo que yo quería. Era un número en Brentwood Heights.

Llamé a Reavis a Jefatura. Me dijo que todo estaba perfectamente salvo sus horas de sueño, y que yo lo único que tenía que hacer era tener la boca cerrada y no preocuparme, pero que la verdad era que habría tenido que contarle lo de la chica. Le dije que tenía razón, pero que quizás él también tuviera una hija y que no estaría muy contento de tener un montón de cazadores de fotos lanzándose sobre ella. Dijo que la tenía y que el caso no me sentaba demasiado bien, pero que eso le podía pasar a cualquiera y que hasta luego.

Llamé a Violetas M’Gee para quedar para comer algún día con él cuando acabara de hacerse una limpieza de dientes y tuviera la boca irritada. Pero había ido a Ventura a devolver a un preso. Luego llamé al número de Brentwood Heights de Soukesian el Vidente.

Al cabo de un momento, una voz femenina con un ligero acento extranjero contestó:

—¿Diga?

—¿Puedo hablar con el señor Soukesian?

—Lo siente muchísimo. Soukesian no habla nunca por telefon. Yo su secretaria. ¿Le tomo el mensaje?

—Sí. ¿Tiene lápiz?

—Pero por supuesto que yo tiene lápiz. El mensaje, si es amable.

Primero le di mi nombre y dirección y profesión y número de teléfono. Y me aseguré de que lo había escrito correctamente. Luego le dije:

—Es sobre el asesinato de una persona que se llama Lindley Paul. Sucedió anoche junto a Palisades cerca de Santa Mónica. Me gustaría consultar al señor Soukesian.

—Tendrá mucho gusto —su voz era tan calma como una ostra—. Pero por supuesto no puede darle la cita hoy. Soukesian siempre muy ocupado. Quizá mañana...

—La semana que viene sería estupendo —dije con entusiasmo—. En las investigaciones sobre asesinatos nunca hay prisa. Usted dígale simplemente que le doy dos horas antes de ir a la policía a contar lo que sé.

Se hizo el silencio. Puede que sonase un aliento retenido a toda prisa o puede que fuera solo ruido de los cables. Luego la voz extranjera dijo lentamente:

—Yo se lo digo. No comprendo...

—Pues date prisa, angelito. Espero en mi despacho.

Colgué, me rasqué la nuca, guardé las tres tarjetas en la cartera y me pareció que tenía ganas de comer algo caliente. Así que salí.

Todos los cuentos
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