10
La lancha se mecía en el agua al final de un embarcadero muy corto, moviéndose como lo hacen los barcos incluso en las aguas más quietas. Un toldo de lona cubría la mayor parte, atado aquí y allá, pero no en todos los sitios donde debería estarlo. Pasado el corto muelle destartalado un camino salía serpenteando a través de los endrinos para llegar a la carretera principal. A un lado quedaba un camping con un faro blanco en miniatura como marca registrada. De una de las cabañas llegaba una música de baile, pero la mayor parte de los campistas se habían ido a dormir.
Bajamos allí caminando porque dejamos el coche en el arcén de la carretera. Barron llevaba una linterna grande en la mano y no dejaba de alumbrar a un sitio y a otro, encendiéndola y apagándola. Cuando estuvimos al borde del agua, al final del camino del embarcadero, alumbró con la linterna el suelo y lo observó con atención. Había huellas frescas de neumáticos.
—¿Qué le parece? —me preguntó.
—Parecen huellas de neumáticos —dije.
—¿Y tú qué piensas, Andy? —dijo Barron—. Este hombre es encantador, pero no me da ninguna idea.
Andy se inclinó hacia delante y estudió las marcas.
—Neumáticos nuevos y grandes —dijo, y echó a andar hacia el muelle. Volvió a inclinarse y señaló. El sheriff dirigió la luz a donde señalaba—. Ajá, aquí dieron la vuelta —dijo Andy—. ¿Y qué? Ahora mismo este sitio está lleno de coches nuevos. Si estuviéramos en octubre significaría algo. La gente que vive aquí arriba compra los neumáticos de uno en uno, y además de los baratos. Estos son de los buenos, de todo terreno.
—Habría que ver la lancha —dijo el sheriff.
—¿Qué pasa con ella?
—Habría que ver si la han usado hace poco —dijo Barron.
—Demonios —dijo Andy—, si sabemos que la han usado hace poco, ¿o no?
—Siempre suponiendo que tú hubieras supuesto lo correcto —dijo Barron suavemente.
Andy lo miró un momento en silencio. Luego escupió en el suelo y volvió hacia donde habíamos dejado el coche. Cuando había dado una docena de pasos dijo mirando para atrás:
—No eran suposiciones —volvió otra vez la cabeza y continuó avanzando entre los árboles.
—Bastante susceptible —dijo Barron—, pero un buen tipo. —Bajó hasta el embarcadero, se inclinó sobre la lancha y pasó la mano por la parte delantera del costado, debajo del toldo. Volvió andando despacio y asintiendo con la cabeza—. Andy tiene razón. Siempre la tiene, el puñetero. ¿Qué clase de neumáticos diría usted que eran los de esas marcas, señor Evans? ¿Le dicen algo?
—Cadillac V-12 —dije—. Un cupé de lujo con asientos de cuero rojo y dos maletas detrás. El reloj del salpicadero va doce minutos y medio atrasado.
Se quedó de pie, pensándolo. Luego asintió con su cabezota y suspiró.
—Bueno, espero que eso le haga ganar dinero —dijo, y dio media vuelta.
Volvimos al coche. Andy estaba otra vez sentado detrás del volante. Tenía un cigarrillo en marcha. Miraba justo delante de él por el parabrisas lleno de polvo.
—¿Dónde vive ahora Rooney? —preguntó Barron.
—Donde ha vivido siempre —dijo Andy.
—Vaya, eso está justo subiendo un trozo por el camino de Bascomb.
—No he dicho nada distinto —gruñó Andy.
—Pues vamos allí —dijo el sheriff entrando en el coche. Yo me subí a su lado.
Andy rodeó el coche y anduvimos poco más de medio kilómetro y luego empezó a dar vuelta. El sheriff le dijo cortante:
—¡Espera un minuto!
Se bajó e iluminó con la linterna la superficie del camino. Volvió a subir al coche.
—Me parece que tenemos algo. Las huellas allí abajo junto al muelle no significan mucho. Pero esas mismas huellas aquí arriba puede que signifiquen más. Y si siguen hasta Bascomb, van a significar muchísimo. Aquellos campamentos antiguos de los buscadores de oro parecen hechos por encargo para los chanchullos.
El coche se metió por la carretera lateral y fue subiendo lentamente hasta un alto. El camino estaba rodeado de grandes riscos y la ladera salpicada de ellos. El claro de luna los hacía relucir de un blanco puro. El coche subió gruñendo casi un kilómetro y luego Andy volvió a pararse.
—Okey, Ojo de Águila, aquí está la cabaña —dijo. Barron volvió a bajarse y dio un pequeño paseo con la linterna. En la cabaña no había luz. Volvió al coche.
—Llegan hasta aquí —dijo—. Traen a Ted a casa. Cuando se marchan tuercen en dirección a Bascomb. ¿Tú te figuras a Ted Rooney mezclado en alguna cosa turbia, Andy?
—No, a no ser que le paguen por ello —dijo Andy.
Me bajé del coche y Barron y yo subimos a la cabaña. Era pequeña, rústica, cubierta de pino del país. Tenía un porche de madera, una chimenea de cinc enganchada con alambres y un retrete destartalado detrás de la cabaña al borde de los árboles. Estaba oscuro. Subimos al porche y Barron llamó con fuerza a la puerta. No pasó nada. Probó con el pomo. Cerrada con llave. Bajamos otra vez del porche, rodeamos la cabaña por detrás mirando las ventanas. Todas cerradas. Barron probó con la puerta de atrás que estaba a nivel del suelo. Esta también estaba cerrada. Dio golpes fuertes. Los ecos del sonido se desperdigaron entre los árboles y rebotaron en lo alto de la ladera entre las peñas.
—Se ha ido con ellos —dijo Barron—. Seguro que ahora no lo dejarían. Probablemente se pararon lo justo para que cogiera sus cosas... o algunas. Sí.
—No lo creo —dije yo—. Lo único que querían de Rooney era la lancha. Esa lancha fue la que recogió al anochecer el cuerpo de Fred Lacey al final de Speaker Point. Probablemente le hayan puesto un lastre al cuerpo y lo hayan soltado en medio del lago. Y habrán esperado a que estuviera oscuro para hacerlo. Rooney estaba metido en el ajo y le pagaron. Y esta noche querían la lancha otra vez. Pero seguro que pensaron que ya no necesitaban a Rooney al lado. Y si se han escondido en Bascomb Valley en cualquier lugarcito tranquilo, fabricando o almacenando billetes falsos, no tendrían ningún interés en que Rooney los acompañara allí.
—Otra vez son suposiciones suyas, hijo —dijo el sheriff amablemente—. De cualquier forma, no dispongo de una orden de registro. Pero sí que puedo echar una miradita a la casa de muñecas de Rooney. Espéreme.
Se alejó hacia el excusado. Tomé dos metros de carrerilla y me lancé contra la puerta de la cabaña. Tembló entera y el panel superior se rajó en diagonal. Detrás de mí el sheriff me llamó con un «eh» muy bajito, como involuntario.
Volví a tomar dos metros otra vez y choqué contra la puerta. Cedió y caí dentro de la casa a cuatro patas sobre un trozo de linóleo que olía a sartén de pescado. Me puse de pie, alargué la mano y giré el interruptor de una bombilla desnuda que colgaba. Barron estaba justo detrás de mí haciendo ruiditos guturales de desaprobación.
Había una cocina con fogón de leña, unos cuantos estantes de madera sucios con platos encima. El fogón todavía emitía cierta tibieza. En la encimera había varias cazuelas sin lavar que olían. Crucé la cocina y me dirigí al cuarto de estar. Encendí otra bombilla desnuda. A un lado había una cama estrecha, hecha de cualquier modo, con una colcha pringosa encima. Había una mesa y unas sillas de madera, un mueble antiguo de radio, ganchos en la pared, un cenicero con cuatro pipas apagadas dentro, y una pila de revistas baratas en un rincón, en el suelo.
El techo era bastante bajo para conservar el calor. En la esquina había una trampilla por la que se podía subir al desván. La trampilla estaba abierta y debajo de la abertura había una escalera de mano. Una maleta vieja de lona con manchas de agua estaba abierta sobre una caja de madera y dentro había prendas sueltas de vestir. Barron se acercó y miró la maleta.
—Parece que Rooney estaba preparado para mudarse o irse de viaje —dijo—. Y entonces esos chicos pasaron por aquí y lo recogieron. No terminó de hacer la maleta, pero sí que metió el traje. Un hombre como Rooney no tiene más que un traje y nunca se lo pone a no ser que «baje de la montaña».
—Aquí no está —dije—. Pero cenar cenó aquí. La cocina todavía está tibia.
El sheriff lanzó una mirada especulativa a la escalera. Fue hasta ella y subió y empujó la trampilla con la cabeza. Levantó la linterna e iluminó hacia arriba. Luego dejó caer la trampilla y bajó otra vez la escalera.
—Es probable que guardase la maleta ahí arriba —dijo—. He visto que también tiene un viejo baúl de barco ahí arriba. ¿Preparado para irnos?
—No veo ningún coche —dije—. Debía de tener uno.
—Ajá. Tenía un Plymouth viejo. Apague las luces.
Volvió a la cocina y miró por allí y luego apagamos las dos luces y salimos de la cabaña. Cerré lo que quedaba de la puerta trasera. Barron estaba examinando unas huellas de neumáticos en el granito descompuesto, blando, siguiéndolas hacia atrás hasta un espacio que quedaba debajo de un roble grande donde un par de áreas oscuras bastante grandes mostraban que allí se había estacionado muchas veces un coche que perdía aceite. Regresó balanceando su linterna, luego volvió la vista hacia el excusado.
—Puede usted volver con Andy —me dijo—. Yo todavía tengo que inspeccionar esa casita de muñecas.
No dije nada. Observé cómo cruzaba el terreno hasta el excusado y abría el cerrojo y luego la puerta. Vi el haz de la linterna iluminar dentro y una docena de rendijas y el tejado destartalado por donde se escapaba la luz. Eché a andar junto al lateral de la cabaña y llegué al coche. El sheriff tardó mucho tiempo en volver. Apareció andando despacio, se paró al lado del vehículo y dio otro mordisco a su tableta de tabaco. Lo hizo girar dentro de la boca y luego empezó a mascar.
—Rooney —dijo— está en el retrete. Dos tiros en la cabeza. —Se subió al coche—. Tiros de un arma grande, y mortales de necesidad. A juzgar por las circunstancias, diría que alguien tenía una prisa de mil diablos.