3

Tal como Anna me había dicho, El Milano estaba en la manzana 1900 de North Sycamore. Ocupaba la mayor parte de la manzana. Aparqué bastante cerca del falso atrio de acceso y pasé bajo el rótulo de neón azul claro para entrar en el garaje del sótano. Bajé luego a pie por una rampa con barandilla y llegué a un espacio iluminado, con aire fresco y coches relucientes. Un negro, esbelto y poco oscuro, que llevaba un guardapolvo impoluto de puños azules, salió de una oficina acristalada. Tenía el pelo negro, tan liso como el de un director de orquesta.

—¿Ocupado? —le pregunté.

—Sí y no, señor.

—Tengo un coche fuera que necesita que le quiten el polvo. Unos cinco dólares de quitar el polvo.

No funcionó. No era el tipo adecuado. Los ojos castaños se le pusieron pensativos y lejanos.

—Eso es una buena cantidad de quitar el polvo, señor. ¿Puedo preguntarle si alguna otra cosa iría incluida?

—Una cosita. ¿Está aquí dentro el coche de la señorita Harriet Huntress?

Echó una mirada. Lo vi seguir con los ojos la fila reluciente hasta llegar a un descapotable amarillo canario que era tan llamativo como un retrete en medio del césped de un parque público.

—Sí, señor. Está aquí.

—Me gustaría saber su número de apartamento y una forma de subir allí sin tener que pasar por el vestíbulo. Soy detective privado —le enseñé una chapa. La miró, pero no le hizo gracia.

Sonrió con una expresión parca, la más imperceptible que había visto en mi vida.

—Cinco dólares es una bonita cantidad para un trabajador, señor. Pero se queda un poquito corto para ser lo bastante atrayente para arriesgar mi empleo. Digamos que se queda corto, como de aquí a Chicago, señor. Le sugiero que se ahorre sus cinco dólares y pruebe con el sistema habitual de entrar.

—Es usted todo un tipo —le dije—. ¿Qué va a ser cuando sea mayor, una estatua de metro y medio?

—Yo ya he crecido, señor. Tengo treinta y cuatro años. Felizmente casado y con dos niños. Buenas tardes, señor —y giró sobre sus talones.

—Bueno, pues adiós —dije—. Y perdone el aliento a whisky. Acabo de llegar de Butte, Montana.

Volví a subir la rampa y tomé la calle hasta llegar a donde tendría que haber ido en primer lugar. Tenía que haber sabido que con cinco pavos y una chapa no iba a comprarme nada en un sitio como El Milano.

Probablemente, el negro estuviera en ese instante llamando por teléfono a las oficinas.

El edificio era enorme, de estuco blanco, estilo moruno, con unas grandes farolas caladas en el patio de la entrada y enormes datileras. La entrada quedaba en el ángulo interior de una ele, se subían unos peldaños, se pasaba bajo un arco ornamentado con mosaico de California o lo que también llaman aglomerado de fregadero.

Un portero uniformado me abrió la puerta y entré. El vestíbulo no era tan grande como el Yanquee Stadium, pero casi. Tenía el suelo cubierto de una alfombra azul claro, con goma espuma debajo. Era tan blanda que me entraron ganas de tumbarme y rodar. Crucé hacia el mostrador, apoyé un codo encima y miré a un recepcionista flaco y pálido, con uno de esos bigotitos que se podrían esconder debajo de la uña de un dedo. Jugueteaba con él y miraba detrás de mi cabeza una tinaja de aceite de Alí Babá lo bastante grande para albergar a un tigre.

—¿Está la señorita Huntress?

—¿A quién anuncio?

—Al señor Marty Estel.

Aquello no dio más resultado que mi comedia del garaje. Apretó algo con el pie izquierdo. Al final del mostrador se abrió una puertecilla de color azul y oro, y apareció por ella un hombretón de pelo rubio pajizo, con ceniza de puro en el chaleco, que se apoyó con aire ausente al final del mostrador y se quedó mirando la tinaja de aceite de Alí Babá como si intentara aclarar si era una escupidera o no. El recepcionista elevó el tono de voz.

—¿Es usted el señor Marty Estel? —preguntó.

—Vengo de su parte.

—¿Y eso no es un poco distinto? ¿Y cuál es su nombre, señor, si uno puede preguntarlo?

—Uno puede preguntarlo —dije—. Y uno puede no decirlo. Esas son mis órdenes. Perdone la testarudez y todo ese rollo.

No le gustaron mis maneras. En realidad no le gustó nada de mí. Dijo con frialdad:

—Me temo que no puedo anunciarlo. Señor Hawkins, ¿podría darme su opinión sobre un asunto?

El del pelo pajizo quitó los ojos de la tinaja de aceite y se deslizó a lo largo del mostrador hasta quedar a una mínima distancia de mí.

—¿Sí, señor Gregory? —dijo con un bostezo.

—Que os den a los dos —dije—. Y eso incluye a sus amistades femeninas.

—Venga a mi despacho, amigo —dijo Hawkins con una sonrisa—. A ver si podemos arreglarle las cosas, digamos.

Lo acompañé a la madriguera de donde había salido. Era bastante grande, como para que cupiera una mesa de medio metro, dos sillas, una escupidera alta hasta las rodillas, y una caja de puros abierta. Colocó sus posaderas sobre la mesa y me sonrió con gran amabilidad.

—No ha jugado sus cartas demasiado bien, ¿verdad, colega? Soy el detective de esta casa. Desembuche.

—Hay días que uno no está para jugar bien —dije—. Y otros que me gusta jugarlas como un tahúr. —Saqué la cartera y enseñé la chapa y la pequeña fotocopia de la licencia que guardo en una carpeta plastificada.

—Ah, uno de los nuestros, ¿eh? —me dijo asintiendo—. Lo primero que tenías que haber hecho es preguntar por mí.

—Claro. Solo que no sabía que existías. Yo quería ver a esa, la Huntress. Ella no me conoce, pero tengo asuntos con ella, y no son asuntos para hacer ruido.

Se movió metro y medio a un lado y se plantó el puro en el otro lado de la boca. Me miró a la ceja derecha.

—¿Y en qué demonios andas? ¿Por qué quisiste untar al negrito de abajo? ¿Te pagan gastos?

—Pudiera ser.

—Yo soy buena gente —dijo—. Pero tengo que proteger a los clientes.

—Casi no te quedan cigarros —dije mirando a los noventa o así que tenía en la caja. Tomé un par de ellos, los olí, metí un billete de diez dólares doblado debajo y volví a colocarlos en su sitio.

—Eso ha estado bien —dijo—. Tú y yo podemos entendernos. ¿Qué habría que hacer?

—Decirle que vengo de parte de Marty Estel. Me recibirá.

—Pero si me hace un feo, me juego el trabajo.

—No hay cuidado. Tengo gente importante detrás de mí. —Alargué la mano para recuperar los diez, pero me la apartó.

—Correré el riesgo —dijo. Cogió el teléfono y pidió que le pusieran con la suite 814 y se puso a tararear. El tarareo sonaba talmente como una vaca mareada. De pronto se inclinó hacia delante y toda su cara se convirtió en una sonrisa edulcorada.

La voz se le derritió.

—¿Señorita Huntress? Aquí Hawkins, detective de la casa. Hawkins. Sí... Hawkins. Claro que conoce usted un montón de gente, señorita Huntress. Verá, tengo un caballero en mi despacho que quiere verla a usted con un recado de un tal señor Estel. No podemos dejarlo subir sin que usted lo diga, porque no quiere darnos su nombre... Sí, Hawkins, el detective de la casa, señorita Huntress. Sí, dice que usted no lo conoce personalmente, pero a mí me parece una persona correcta... Okey, muchísimas gracias, señorita Huntress. Ahora mismo le digo que suba.

Colgó el teléfono y le dio unos golpecitos con la mano.

—Lo único que te faltaba era un poco de música de fondo —dije.

—Puedes ir arriba —dijo soñador. Alargó la mano ensimismado hacia la caja de puros y recogió el billete doblado—. Un monumento —dijo en voz baja—. Cada vez que pienso en esa mujer tengo que salir a dar una vuelta a la manzana. Vamos allá.

Salimos otra vez al vestíbulo y Hawkins me acompañó al ascensor y me envió arriba. Cuando se cerraban las puertas del ascensor lo vi camino de la entrada, probablemente para dar su vuelta a la manzana.

El ascensor tenía el suelo enmoquetado y espejos y luz indirecta. Subía suave como el mercurio de un termómetro. Las puertas se abrieron con un susurro, eché a andar sobre la alfombra del pasillo y llegué ante una puerta con el número 814. Apreté un botoncito que había a un lado y oí unas campanas que sonaban en el interior y se abrió la puerta.

Vestía un traje de calle de lana verde claro y un sombrerito ladeado que le caía sobre la oreja como una mariposa. Tenía los ojos separados, de color azul lapislázuli, y el pelo rojo oscuro, como un fuego ya controlado, pero todavía peligroso. Era demasiado alta para ser mona. Llevaba demasiado maquillaje, pero le quedaba bien, y el cigarrillo con el que me apuntaba llevaba incorporado un filtro de unos siete centímetros de largo. No parecía muy dura, pero sí que escuchaba lo que le parecía y se quedaba con aquello que alguna vez podría utilizar. Me miró de arriba abajo, con frialdad.

—Bueno, ¿cuál es el recado, ojos castaños? —dijo.

—He venido para entrar —dije—. Nunca he sabido hablar estando de pie.

Se rió sin demasiadas ganas, apartó la punta de su cigarrillo y se deslizó con él hacia una habitación alargada y bastante estrecha llena de muebles bonitos, llena de ventanas, llena de cortinas, llena de todo. Detrás de una pantalla ardía un fuego, un tronco grande encima de un quemador de gas. Había una alfombra de seda oriental y un bonito diván rosa delante del fuego y, al lado del diván, whisky escocés y sifón sobre un taburete, hielo en un cubo y todo preparado para que un hombre se sintiera como en casa.

—Será mejor que se tome una copa —dijo—. Probablemente tampoco sepa hablar sin un vaso en la mano.

Me senté y cogí el whisky. La chica se sentó en una butaca mullida y cruzó las piernas. Me acordé de Hawkins dando la vuelta a la manzana. Ahora veía un poco de lo que había en su punto de vista.

—Así que viene de parte de Marty Estel —me dijo rechazando una copa.

—No lo he visto nunca.

—Ya me lo parecía a mí. ¿De qué va el negocio, listillo? A Marty le encantará saber cómo se sirve de su nombre.

—Ya estoy temblando. ¿Por qué me dejó subir?

—Por curiosidad. Estaba esperando individuos como usted cualquier día de estos. Y nunca esquivo los problemas. Seguro que es una especie de detective, ¿no es cierto?

Encendí un cigarrillo y asentí.

—Privado —dije—. Tengo un pequeño trato que proponerle.

—Propóngalo —dijo con un bostezo.

—¿Cuánto pediría por dejar en paz al joven Jeeter?

—Me interesa usted tan poco que casi no puedo ni decírselo —dijo con otro bostezo.

—No me meta tanto miedo. De verdad, ¿cuánto pide usted? ¿O le parece un insulto?

Sonrió. Tenía una bonita sonrisa. Tenía unos dientes preciosos.

—Ahora soy una chica mala. No me hace falta pedir. Me lo traen todo envuelto con una cinta.

—El viejo es un poco bruto. Pero dicen que corta un montón de bacalao por aquí.

—El bacalao no es muy caro.

Asentí y bebí un poco más de mi copa. Era un buen whisky. La verdad es que era perfecto.

—Su idea es que usted no saque nada. Que le demos mala fama y la saquemos del medio. Pero yo soy incapaz de verlo así.

—Pero usted trabaja para él.

—Resulta gracioso, ¿a que sí? Probablemente haya un modo inteligente de enfrentarse a esto, pero de momento no se me ocurre. ¿Cuánto aceptaría usted... si acepta?

—¿Qué me dice de cincuenta de los grandes?

—¿Cincuenta de los grandes para usted y otros cincuenta para Marty?

Se echó a reír.

—Mire, tendría que saber que a Marty no le gustaría verme mezclada en este asunto. Solo pensaba en mi parte.

Cruzó las piernas para el otro lado. Eché otro cubito de hielo en mi vaso.

—Yo pensaba en unos quinientos —le dije.

—¿Quinientos, qué? —preguntó, sorprendida.

—Dólares, no Rolls Royces.

—Me divierte usted —dijo riéndose con ganas—. Tendría que decirle que se fuera al cuerno, pero me gustan los ojos castaños. Ojos castaños cálidos con pepitas de oro dentro.

—Pues es un desperdicio. Yo no tengo un céntimo.

Sonrió y se puso un nuevo cigarrillo entre los labios. Me incliné para encendérselo. Levantó los ojos y me miró a los míos. Los suyos tenían chispitas.

—Igual yo ya tengo unos cuantos céntimos —dijo con voz suave.

—Igual por eso es por lo que contrató al gordo... para que usted no pudiera hacerlo bailar a su aire. —Volví a sentarme.

—¿Quién contrató a qué gordo?

—El viejo Jeeter contrató a un gordo que se llamaba Arbogast. Se ocupó del caso antes que yo. ¿No lo sabía? Se lo cargaron esta misma tarde.

Lo dije como sin darle importancia, en busca de efecto sorpresa, pero ni se inmutó. La sonrisa provocativa no abandonó la comisura de sus labios. Ni le cambiaron los ojos. Soltó el aliento con un ruido apagado.

—¿Y eso tiene que ver algo conmigo? —me preguntó con calma.

—No lo sé. No sé quién lo mató. Lo hicieron en su oficina, alrededor del mediodía o muy poco después. Puede ser que no tenga nada que ver con el asunto de Jeeter. Pero sucedió muy a punto..., justo después de que me hubiera puesto en marcha con el trabajo, pero antes de tener oportunidad de hablar con él.

—Entiendo —asintió—. Y usted piensa que Marty hace cosas como esa. Naturalmente, se lo dijo a la policía.

—Naturalmente, no.

—Me parece que ahí se ha pasado usted un poco, hermano.

—Sí. Pero pongámonos de acuerdo en un precio y mejor si es bajo. Porque cualquier cosa que me hagan a mí los polis le harán mucho más de lo mismo a Marty Estel y a usted cuando les llegue la historia... si les llega.

—Un toquecito de chantaje —dijo la chica con frialdad—. Me parece que podríamos llamarlo así. No vaya usted demasiado lejos conmigo, ojos castaños. Y por cierto, ¿sé cómo se llama?

—Philip Marlowe.

—Pues escuche, Philip. En otro tiempo salía en los ecos de sociedad. Mi familia era gente bien. Ese viejo, Jeeter, arruinó a mi padre... Todo muy correcto y legal, así es como esa clase de buitres arruinan a la gente..., pero el caso es que lo arruinó, mi padre se suicidó y mi madre murió y tengo una hermana pequeña en un colegio del Este y quizá no sea demasiado escrupulosa a la hora de conseguir dinero para ocuparme de ella. Y puede también que me ocupe de ese viejo Jeeter uno de estos días..., aunque para hacerlo tenga que casarme con su hijo.

—Hijo adoptivo, prohijado —dije—. No son parientes.

—Le dolerá con la misma intensidad. Y dentro de un par de años, el chico tendrá todos los billetes verdes que quiera. Podría irme peor..., aunque la verdad es que bebe demasiado.

—Eso no lo diría delante de él, señora mía.

—¿No? Eche una mirada hacia atrás, pies planos. Tendría que hacer que le quitaran la cera de los oídos.

Me levanté y me volví rápidamente. Estaba plantado a poco más de un metro de mí. Había salido por alguna puerta y cruzado sigilosamente por encima de la alfombra y yo estaba demasiado ocupado en hacerme el gracioso sin estar atento para oírlo. Era alto, rubio, llevaba un traje de corte deportivo con camisa de cuello abierto y fular. Tenía la cara colorada y los ojos le brillaban y no enfocaban demasiado bien. Estaba un poquito borracho para esas horas del día.

—Lárguese mientras pueda andar —me dijo con un bufido—. Lo he oído. Harry puede decir lo que quiera de mí. Me gusta. ¡Desaparezca antes de que le meta los dientes por el gaznate!

Detrás de mí, la chica soltó una risita. Eso no me gustó. Di un paso hacia el rubio alto. Parpadeó. Grande como era, era un pusilánime.

—Machácalo, nene —dijo la chica a mi espalda con frialdad—. Me encanta ver a estos que van de duros ponerse de rodillas.

Volví la cabeza para mirarla con ironía. Eso fue una equivocación. Probablemente estuviera un poco desentrenado, pero todavía era capaz de pegarle a una pared y no rebotar. Me golpeó mientras tenía la cabeza vuelta hacia atrás. Que te peguen así, duele. Me golpeó con mucha fuerza en la punta de atrás del hueso de la mandíbula.

Salí disparado a un lado, intenté afianzar las piernas, pero me deslicé a causa de la alfombra de seda. No sé cómo, aterricé de morros y mi cabeza no resultó tan dura como el mueble contra el que impactó.

Durante un instante confuso, vi aquella cara colorada que me miraba despectiva con aire triunfal. Creo que el chico me dio un poquito de lástima... incluso entonces.

La oscuridad se cerró y perdí el conocimiento.

Todos los cuentos
titlepage.xhtml
sec_0001.xhtml
sec_0002.xhtml
sec_0003.xhtml
sec_0004.xhtml
sec_0005.xhtml
sec_0006.xhtml
sec_0007.xhtml
sec_0008.xhtml
sec_0009.xhtml
sec_0010.xhtml
sec_0011.xhtml
sec_0012.xhtml
sec_0013.xhtml
sec_0014.xhtml
sec_0015.xhtml
sec_0016.xhtml
sec_0017.xhtml
sec_0018.xhtml
sec_0019.xhtml
sec_0020.xhtml
sec_0021.xhtml
sec_0022.xhtml
sec_0023.xhtml
sec_0024.xhtml
sec_0025.xhtml
sec_0026.xhtml
sec_0027.xhtml
sec_0028.xhtml
sec_0029.xhtml
sec_0030.xhtml
sec_0031.xhtml
sec_0032.xhtml
sec_0033.xhtml
sec_0034.xhtml
sec_0035.xhtml
sec_0036.xhtml
sec_0037.xhtml
sec_0038.xhtml
sec_0039.xhtml
sec_0040.xhtml
sec_0041.xhtml
sec_0042.xhtml
sec_0043.xhtml
sec_0044.xhtml
sec_0045.xhtml
sec_0046.xhtml
sec_0047.xhtml
sec_0048.xhtml
sec_0049.xhtml
sec_0050.xhtml
sec_0051.xhtml
sec_0052.xhtml
sec_0053.xhtml
sec_0054.xhtml
sec_0055.xhtml
sec_0056.xhtml
sec_0057.xhtml
sec_0058.xhtml
sec_0059.xhtml
sec_0060.xhtml
sec_0061.xhtml
sec_0062.xhtml
sec_0063.xhtml
sec_0064.xhtml
sec_0065.xhtml
sec_0066.xhtml
sec_0067.xhtml
sec_0068.xhtml
sec_0069.xhtml
sec_0070.xhtml
sec_0071.xhtml
sec_0072.xhtml
sec_0073.xhtml
sec_0074.xhtml
sec_0075.xhtml
sec_0076.xhtml
sec_0077.xhtml
sec_0078.xhtml
sec_0079.xhtml
sec_0080.xhtml
sec_0081.xhtml
sec_0082.xhtml
sec_0083.xhtml
sec_0084.xhtml
sec_0085.xhtml
sec_0086.xhtml
sec_0087.xhtml
sec_0088.xhtml
sec_0089.xhtml
sec_0090.xhtml
sec_0091.xhtml
sec_0092.xhtml
sec_0093.xhtml
sec_0094.xhtml
sec_0095.xhtml
sec_0096.xhtml
sec_0097.xhtml
sec_0098.xhtml
sec_0099.xhtml
sec_0100.xhtml
sec_0101.xhtml
sec_0102.xhtml
sec_0103.xhtml
sec_0104.xhtml
sec_0105.xhtml
sec_0106.xhtml
sec_0107.xhtml
sec_0108.xhtml
sec_0109.xhtml
sec_0110.xhtml
sec_0111.xhtml
sec_0112.xhtml
sec_0113.xhtml
sec_0114.xhtml
sec_0115.xhtml
sec_0116.xhtml
sec_0117.xhtml
sec_0118.xhtml
sec_0119.xhtml
sec_0120.xhtml
sec_0121.xhtml
sec_0122.xhtml
sec_0123.xhtml
sec_0124.xhtml
sec_0125.xhtml
sec_0126.xhtml
sec_0127.xhtml
sec_0128.xhtml
sec_0129.xhtml
sec_0130.xhtml
sec_0131.xhtml
sec_0132.xhtml
sec_0133.xhtml
sec_0134.xhtml
sec_0135.xhtml
sec_0136.xhtml
sec_0137.xhtml
sec_0138.xhtml
sec_0139.xhtml
sec_0140.xhtml
sec_0141.xhtml
sec_0142.xhtml
sec_0143.xhtml
sec_0144.xhtml
sec_0145.xhtml
sec_0146.xhtml
sec_0147.xhtml
sec_0148.xhtml
sec_0149.xhtml
sec_0150.xhtml
sec_0151.xhtml
sec_0152.xhtml
sec_0153.xhtml
sec_0154.xhtml
sec_0155.xhtml
sec_0156.xhtml
sec_0157.xhtml
sec_0158.xhtml
sec_0159.xhtml
sec_0160.xhtml
sec_0161.xhtml
sec_0162.xhtml
sec_0163.xhtml
sec_0164.xhtml
sec_0165.xhtml
sec_0166.xhtml
sec_0167.xhtml
sec_0168.xhtml
sec_0169.xhtml
sec_0170.xhtml
sec_0171.xhtml
sec_0172.xhtml
sec_0173.xhtml
sec_0174.xhtml
sec_0175.xhtml
sec_0176.xhtml
sec_0177.xhtml
sec_0178.xhtml
sec_0179.xhtml
sec_0180.xhtml
sec_0181.xhtml
sec_0182.xhtml
sec_0183.xhtml
sec_0184.xhtml
sec_0185.xhtml
sec_0186.xhtml
sec_0187.xhtml
sec_0188.xhtml
sec_0189.xhtml
sec_0190.xhtml
sec_0191.xhtml
sec_0192.xhtml
sec_0193.xhtml
sec_0194.xhtml
sec_0195.xhtml
sec_0196.xhtml
sec_0197.xhtml
sec_0198.xhtml
sec_0199.xhtml
sec_0200.xhtml
sec_0201.xhtml
sec_0202.xhtml
sec_0203.xhtml
sec_0204.xhtml
sec_0205.xhtml
sec_0206.xhtml
sec_0207.xhtml
sec_0208.xhtml
sec_0209.xhtml
sec_0210.xhtml
sec_0211.xhtml
sec_0212.xhtml
sec_0213.xhtml
sec_0214.xhtml
sec_0215.xhtml
sec_0216.xhtml
sec_0217.xhtml
sec_0218.xhtml
sec_0219.xhtml
sec_0220.xhtml
sec_0221.xhtml
sec_0222.xhtml
sec_0223.xhtml
sec_0224.xhtml
sec_0225.xhtml
sec_0226.xhtml
sec_0227.xhtml
sec_0228.xhtml
sec_0229.xhtml
sec_0230.xhtml
sec_0231.xhtml
sec_0232.xhtml
sec_0233.xhtml
sec_0234.xhtml
sec_0235.xhtml
sec_0236.xhtml
sec_0237.xhtml
sec_0238.xhtml
sec_0239.xhtml
sec_0240.xhtml
sec_0241.xhtml
sec_0242.xhtml
sec_0243.xhtml
sec_0244.xhtml
sec_0245.xhtml
sec_0246.xhtml