8

La boca del policía grande buscaba aire. Luego se le puso toda la cara tensa, se volvió de un salto y la Luger soltó una tos seca, dura.

Me lancé al suelo mientras la metralleta liberaba una ráfaga corta. Galbraith se derrumbó junto al escritorio, cayó de espaldas con las piernas retorcidas. Le brotó sangre de la nariz y la boca.

El guardia disfrazado de enfermera se puso tan blanco como el gorro almidonado. La pistola saltó. Sus manos intentaron arañar el techo.

Se produjo un silencio raro, atónito. El humo de la pólvora apestaba. El Granjero habló desde su atalaya en la ventana a alguien que estaba fuera de la casa.

Una puerta se abrió y se cerró nítidamente y por el pasillo se acercaron pasos a todo correr. La puerta de nuestra sala se abrió de par en par. Diana Saint entró con una brazada de automáticas en las manos. Era una mujer alta, guapa, pulcra y morena, con un sombrero negro puesto al desgaire y pistolas en ambas manos enguantadas.

Me levanté del suelo manteniendo las manos a la vista. Lanzó una voz tranquila hacia la ventana sin mirar para allí.

—Okey, Jerry. Puedo con ellos.

La cabeza, los hombros y la metralleta del Granjero se apartaron del marco de la ventana dejando ver el cielo azul y las ramas delgadas y distantes de un árbol alto.

Se oyó un ruido sordo como de pies que caían desde una escalera sobre un porche de madera. Dentro de la habitación éramos cinco estatuas, dos de ellas yacentes.

Alguien tenía que moverse. La situación parecía pedir dos muertos más. Desde el punto de vista de Saint yo no podía verlo de otro modo. Había que hacer limpieza.

El truco no había funcionado cuando no era un truco. Probé de nuevo ahora que lo era. Miré tras la espalda de la mujer, puse una sonrisa dura en la cara y dije con voz ronca:

—Hola, Mike. Justo a tiempo.

No la engañé, por supuesto, pero sí la cabreé. Tensó el cuerpo y me soltó un tiro con el arma de la mano derecha. Era una pistola muy grande para una mujer y le dio un salto. La otra pistola saltó con ella. No vi adónde iba el tiro. Yo me lancé bajo las pistolas.

Le di en el muslo con el hombro y cayó para atrás y se golpeó la cabeza contra la jamba de la puerta. No me mostré muy amable al quitarle las pistolas de las manos de un golpe. Cerré la puerta de una patada, alargué la mano, di vuelta a la llave con un tirón y esquivé como pude un zapato de tacón alto que hacía cuanto podía por aplastarme la nariz.

—De primera —dijo Duncan, y se lanzó al suelo a por su pistola.

—Vigila la ventanita si quieres seguir vivo —le rugí.

Luego me vi detrás del escritorio arrancando el teléfono de debajo del cuerpo muerto del doctor Sundstrand y arrastrándolo cuanto me permitía el cable para separarlo lo más posible de la línea de tiro de la puerta.

Me tumbé sobre la barriga en el suelo y empecé a marcar.

Los ojos de Diana cobraron vida.

—¡Me han cogido, Jerry! ¡Me han cogido! —chilló.

La ametralladora empezó a destrozar la puerta mientras yo aullaba al oído de un sargento aburrido en su oficina.

Volaban trozos de escayola y de madera como los puñetazos en una boda irlandesa. El plomo impactaba contra el cuerpo del doctor Sundstrand como si un escalofrío le estuviera devolviendo la vida. Dejé el teléfono, agarré las pistolas de Diana y empecé a tirar contra la puerta por nuestro lado. A través de una grieta ancha podía ver tela. Tiré contra ella.

No podía ver lo que hacía Duncan, pero entonces lo supe. Un disparo que no podía venir del otro lado de la puerta impactó plenamente en la punta de la barbilla de Diana Saint y la abatió.

Otro disparo que no venía de la puerta me arrancó el sombrero. Rodé por el suelo y grité a Duncan. Su pistola dibujó un arco rígido detrás de mí. Su boca emitía un rugido animal. Yo volví a gritar.

Cuatro manchas redondas rojos aparecieron en una línea diagonal a la altura del pecho, sobre el uniforme de enfermera. Fueron creciendo incluso en el breve espacio que le llevó a Duncan caer. Por alguna parte sonaba una sirena. Era mi sirena, venía en mi dirección, se iba oyendo más fuerte.

La metralleta se paró en seco y un pie golpeó la puerta. Se estremeció, pero el cerrojo aguantó. Le metí cuatro plomos más, bien separados del cerrojo.

La sirena sonaba más fuerte. Oí los pasos del Granjero mientras se alejaba corriendo por el pasillo. Un portazo. Un coche que arrancaba en el callejón. El ruido de su marcha disminuía al mismo tiempo que el aullido de la sirena iba in crescendo.

Me arrastré hasta la mujer y contemplé la sangre de su cara y de su pelo, y los puntos blandos empapados del delantero de su ropa. Le toqué la cara. Abrió los ojos lentamente como si los párpados le pesaran mucho.

—Jerry —murmuró.

—Muerto —le mentí, sombrío—. ¿Dónde está Isobel Snare, Diana?

Los ojos se cerraron. Relucieron lágrimas, las lágrimas del que muere.

—¿Dónde está Isobel, Diana? —le supliqué—. Sé legal y dímelo. Yo no soy poli. Soy amigo suyo. Dímelo, Diana.

Puse en mis palabras ternura y tristeza, toda lo que tenía. Entreabrió los ojos. Volvió a sonar el murmullo: «Jerry...» y se desvaneció cerrando de nuevo los ojos. Luego los labios se movieron una vez más y exhalaron una palabra que sonó a algo como «Monte».

Eso fue todo. Murió.

Me levanté lentamente y escuché las sirenas.

Todos los cuentos
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