5

Avanzamos ociosa, elegantemente, con la lluvia tamborileando sobre el techo y escurriéndose por las ventanillas de un lado. Fuimos serpenteando por calles en cuesta llenas de curvas, entre fincas que cubrían varios acres, y cuyas casas eran unos racimos lejanos de buhardillas de tejados chorreantes detrás de los árboles difusos.

Una bocanada de humo de cigarrillo flotó hasta debajo de mi nariz y el hombre de los ojos enrojecidos me dijo:

—¿Qué te contó?

—Poca cosa —dije—. Que Mona se largó de la ciudad la noche que los periódicos dieron la noticia. El viejo Winslow ya lo sabía.

—No le haría falta escarbar mucho para averiguar eso —dijo Ojos Rojos—. A los maderos no les hizo falta. ¿Qué más?

—Dijo que le habían disparado. Quería que lo sacase de la ciudad. Al final se largó él solo. No sé por qué.

—Suéltalo todo, fisgón —dijo Ojos Rojos en tono seco—. No te queda otra salida.

—Eso es todo —dije, y miré la lluvia caer por la ventanilla.

—¿Llevas el caso para el viejo?

—No. Es un agarrado.

Ojos Rojos se rió. Notaba la pistola del zapato pesada y floja, y muy lejos.

—Puede que eso sea todo lo que haya que saber de O’Mara —dijo.

El hombre del asiento de delante volvió la cabeza un poco y gruñó:

—¿Dónde demonios dijiste que estaba esa calle?

—En lo alto de Beverly Glen, estúpido. Mulholland Drive.

—Ah, eso. Jesús, ese pavimento no vale una mierda.

—Ya lo asfaltaremos con el fisgón —dijo Ojos Rojos.

Las fincas iban disminuyendo y los chaparros se iban haciendo con las laderas del monte.

—No eres mala persona —dijo Ojos Rojos—. Solo que duro, como el viejo. ¿No captas la idea? Queremos saber todo lo que dijo. Porque así sabremos si tenemos que liquidarte o no.

—Vete al infierno —dije—. De todos modos no me vas a creer...

—Prueba. Para nosotros no es más que un trabajo. Lo hacemos y seguimos adelante.

—Debe de ser un buen trabajo —dije—. Mientras dure.

—Haces demasiados chistecitos, socio.

—Hace tiempo, sí, mientras tú estabas en el reformatorio. Aún sigo cayendo mal a la gente.

Ojos Rojos se rió otra vez. No parecía que fuera mucho de farol.

—Por lo que nosotros sabemos, con la ley estás limpio. Esta mañana no metiste la pata. ¿Correcto?

—Si digo que sí, igual me despachas ahora mismo. Está bien.

—¿Qué me dices de uno de los grandes para tus gastos y nos olvidamos de todo el asunto?

—Eso no te lo crees ni tú.

—Sí, claro que sí. Mira, esta es la idea. Hacemos el trabajo y seguimos. Somos una organización. Pero tú vives aquí, tienes perspectivas y un negocio. Juegas el juego.

—Claro —dije—. Juego el juego.

—Nosotros, no —dijo Ojos Rojos en tono suave—, nunca nos cargamos a un tipo legal. Es malo para el negocio.

Se recostó en su rincón, la pistola sobre la rodilla derecha, y se llevó la mano a un bolsillo interior. Desplegó sobre la rodilla una cartera grande marrón, pescó dos billetes y los deslizó doblados a lo largo del asiento. La cartera regresó al bolsillo.

—Son tuyos —dijo muy serio—. No durarás ni veinticuatro horas si no te agarras al cable.

Cogí los billetes. Dos de quinientos. Me los metí en el chaleco.

—Vale —dije—. Así que ahora ya no seguiré siendo legal, ¿no es cierto?

—Piénsatelo, detective.

Nos sonreímos mutuamente, un par de chicos simpáticos que se caen bien en un mundo áspero y nada amistoso. Luego Ojos Rojos giró la cabeza de golpe.

—Está bien, Louie. Olvídate de lo de Mulholland. Para aquí.

El coche estaba en mitad de un largo tramo de curvas que subían la colina desolada. Las cortinas de lluvia gris arrollaban por la pendiente. No había techo, ni horizonte. Veía a trescientos metros, pero no veía nada vivo fuera de nuestro coche.

El conductor se acercó al borde del talud y apagó el motor. Encendió un cigarrillo y pasó un brazo por el respaldo del asiento.

Me sonrió. Tenía una sonrisa agradable, como la de un caimán.

—Beberemos algo para celebrarlo —dijo Ojos Rojos—. Me gustaría poder ganarme uno de los grandes así de fácil. Solo por atarme la nariz a la barbilla.

—Tú no tienes barbilla —le dijo Louie sin quitar la sonrisa.

Ojos Rojos dejó el Colt sobre el asiento y se sacó una petaca pequeña del bolsillo lateral. Parecía material de primera, sello verde, embotellado en depósito. Desenroscó el tapón con los dientes, olfateó el licor y chasqueó los labios.

—Aquí no hay garrafa —dijo—. Es selección de la compañía. Échale un tiento.

Se inclinó sobre el asiento y me alargó la botella. Podría haberle cogido de la muñeca, pero estaba Louie y mi tobillo estaba demasiado lejos. Aspiré levemente desde la parte superior de los pulmones, mantuve la botella cerca de los labios y la olí con atención. Detrás del aroma requemado del bourbon había algo más, un ligerísimo olor a fruta que en cualquier otro sitio no me hubiera dicho nada. De repente, y sin razón alguna, me acordé de algo que había dicho Larry Batzel, algo como: «Al este de Realito, hacia las montañas, cerca de la antigua planta de cianuro». Cianuro. Esa era la palabra.

Noté una rápida tensión en las sienes al llevarme la botella a la boca. Sentía que se me arrugaba la piel y notaba el aire súbitamente frío. Sostuve la botella en alto a la altura del licor y le di un largo trago haciendo ruido. A conciencia y relajante. En mi boca entró más o menos media cucharilla pero ni una gota se quedó dentro.

Tosí con fuerza y me eché hacia delante como si me atragantara. Ojos Rojos se rió.

—No me digas que te has mareado solo con un trago, compadre.

Dejé caer la botella y me agaché todavía más sobre el asiento tosiendo violentamente. Deslicé las piernas hacia la izquierda, puse la izquierda debajo. Me derrumbé encima de ellas, con los brazos inertes. Ya tenía la pistola.

Disparé por debajo del brazo izquierdo. Casi sin mirar. No llegó a tocar el Colt salvo para hacerlo caer del asiento. Aquel tiro bastó. Lo oí dar una sacudida. Solté otro tiro hacia arriba, hacia donde tenía que estar Louie.

Pero Louie no estaba allí. Se había escondido tras el respaldo del asiento. Estaba callado. Todo el coche, todo el paisaje estaba en silencio. Hasta la lluvia pareció quedarse totalmente en silencio por un momento.

Seguía sin tener tiempo de mirar a Ojos Rojos, pero no estaba haciendo nada. Dejé caer la Luger y arranqué la Thompson de debajo de la alfombra, coloqué la mano izquierda en la empuñadura delantera, sujeté el arma contra el hombro, mirando hacia abajo. Louie no había hecho el menor ruido.

—Escucha, Louie —dije con voz suave—. Tengo aquí a la tartamuda. ¿Qué te parece?

Un disparo atravesó el asiento. Un disparo que Louie sabía que no serviría de nada. Abrió unas aristas en el cristal irrompible. Más silencio. Louie dijo con voz espesa:

—Pues yo tengo aquí una piña. ¿La quieres?

—Tira de la anilla y sujétala en la mano —dije—. Se ocupará de los dos a la vez.

—¡Demonios! —dijo Louie con violencia—. ¿La ha diñado? No tengo ninguna piña.

Entonces miré a Ojos Rojos. Se le veía muy cómodo en el rincón del asiento, recostado hacia atrás. Parecía que tenía tres ojos, uno todavía más rojo que los otros dos. Para un tiro por debajo del brazo era algo de lo que se podía estar orgulloso. Más que bueno.

—Sí, Louie, la ha diñado —dije—. ¿Cómo nos ponemos de acuerdo?

Ahora oía su fuerte respiración y la lluvia había dejado de ser silenciosa.

—Bájate del trasto este y yo me largo volando —gruñó.

—Te bajas tú, Louie. Y yo salgo volando.

—¡Jesús! ¡No puedo irme a casa andando desde aquí, compadre!

—No hará falta, Louie. Mandaré un coche a buscarte.

—Jesús, yo no he hecho nada. Lo único que he hecho ha sido conducir.

—Entonces te acusaremos solo de conducción temeraria. Eso podéis arreglarlo entre tú y tu organización, Louie. Bájate antes de que le quite el corcho al juguetito.

El cierre de una puerta hizo clic y unos pies golpearon sobre el estribo con un ruido sordo y después sobre el asfalto. Me enderecé de repente, metralleta en mano. Louie estaba en la carretera bajo la lluvia, las manos vacías y la sonrisa de caimán todavía en la cara.

Salí del coche por encima de los pies cuidadosamente calzados del muerto, recogí el Colt y la Luger del suelo y volví a dejar los seis kilos de la pesada metralleta en el suelo del coche. Saqué las esposas del cinturón y fui hasta Louie. Se dio la vuelta con cara hosca y puso las manos en la espalda.

—No tienen nada contra mí —se quejó—. Tengo protección.

Cerré las esposas y lo cacheé buscando armas, con mucho más cuidado de lo que él lo había hecho conmigo. Tenía una aparte de la que había dejado en el coche. Arrastré a Ojos Rojos fuera del coche y lo dejé para que se las arreglara por su cuenta en la carretera mojada. Empezó a sangrar otra vez, pero estaba bien muerto. Louie lo miró con amargura.

—Era muy listo —dijo—. Distinto. Le gustaban los trucos. Hola, chico listo.

Saqué la llave de las esposas y abrí una de ellas, lo arrastré un poco y la enganché a la muñeca del muerto. A Louie se le pusieron los ojos redondos y horrorizados, y por fin desapareció su sonrisa.

—Jesús —gimió—. ¡Santo...! ¡Jesús! ¡No irás a dejarme así, compadre!

—Adiós, Louie —dije—. El que despachaste esta mañana era amigo mío.

—¡Santo...! —gimió Louie.

Me metí en el sedán y lo puse en marcha, fui hasta un sitio donde pudiera dar la vuelta y arranqué colina abajo dejándolo allí. Estaba de pie tan tieso como un árbol carbonizado, la cara blanca como la nieve, con el muerto a sus pies con una mano encadenada alzada hasta la mano de Louie. En sus ojos se adivinaba el horror de mil pesadillas.

Lo dejé allí bajo la lluvia.

Empezó a oscurecer temprano. Dejé el coche a un par de manzanas del mío y lo cerré, puse las llaves en el filtro del aceite. Anduve hasta mi descapotable y me fui hacia el centro.

Llamé a la brigada de Homicidios desde una cabina, pregunté por Grinnell, le dije rápidamente lo que había pasado y dónde encontrar a Louie y el sedán. Le dije que pensaba que eran los matones que habían ametrallado a Larry Batzel. No le dije nada de Dud O’Mara.

—Buen trabajo —dijo Grinnell con voz rara—. Pero será mejor que vengas rápidamente. Hay una orden de búsqueda contra ti, es a cuenta de lo que ha contado un lechero que llamó hará una hora.

—Enterado —dije—. Pero tengo que comer. No levantes la liebre, pasaré por ahí dentro de un rato.

—Será mejor que vengas ya, muchacho. Lo siento, pero será lo mejor.

—Bueno, vale —dije.

Colgué y me fui del barrio sin perder tiempo. Tenía que desaparecer ya. O lo hacía, o me desaparecían a mí.

Comí algo cerca del Plaza y salí para Realito.

Todos los cuentos
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