11

Entró primero la señora Sype, las piernas tiesas, los ojos empañados, los brazos doblados rígidamente por los codos y las manos al frente como para agarrarse a la nada, palpando en busca de algo que no existía. Una pistola se apoyaba en su espalda, la pequeña treinta y dos de Carol Donovan sujeta con eficiencia por la manita implacable de Carol Donovan.

Madder venía el último. Estaba borracho, envalentonado por la botella, con la cara roja y feroz. Esgrimió el Smith & Wesson contra mí y me lanzó una mirada pícara.

Carol Donovan empujó a un lado a la señora Sype. La mujer fue dando tumbos hasta el rincón y cayó de rodillas, con los ojos en blanco.

Sype se quedó mirando a la joven Donovan. Estaba desconcertado porque era una chica y joven y guapa. No estaba acostumbrado a que alguien así anulara su potencia de fuego. Si hubieran entrado hombres, los hubiera hecho pedazos a tiros.

La cara blanca de la chiquita morena se enfrentó a él fríamente y dijo con su voz helada y dura:

—Muy bien, abuelo. Suelta el cañón. Y deprisita, ahora.

Sype se agachó lentamente sin quitarle los ojos de encima. Dejó su enorme Colt de vaquero sobre el suelo.

—Aléjalo de una patada, abuelo.

Sype le dio una patada. El arma patinó sobre las tablas desnudas y llegó hasta el centro de la sala.

—Así me gusta, vejete. Vigílalo tú, Rush, mientras le quito el hierro al sabueso.

Las dos armas giraron y los duros ojos grises me miraron a mí. Madder avanzó un poco hacia Sype y le apuntó al pecho con su Smith & Wesson.

La chica sonrió, una sonrisa nada bonita.

—¿Un chico listo, eh? —dijo—. Seguro que siempre acabas saliendo a flote, ¿verdad? Metiste la pata, pies planos. No registraste a tu compadre el flaco. Tenía un mapita en un zapato.

—No lo necesitaba —dije con voz suave y le sonreí.

Intenté que la sonrisa fuera atractiva porque la señora Sype avanzaba de rodillas por el suelo y cada movimiento la colocaba más cerca del Colt de Sype.

—Pero ahora me parece que os va a llevar la corriente, a los dos, a tu sonrisa y a ti. Quietas las pezuñas mientras cojo tu artillería. Arriba, amigo.

Era una chica, de cosa de un metro cincuenta y cinco de alta, y pesaría unos cincuenta kilos. Una simple chica. Yo medía uno ochenta y cinco. Pesaba noventa kilos. Levanté las manos y le pegué en la mandíbula.

Fue una locura, pero ya había tenido todo lo que podía aguantar de aquel numerito Donovan-Madder, de las armas de los Donovan-Madder, de la labia de duros de los Donovan-Madder. Así que le pegué en la mandíbula.

Se fue para atrás un metro y la pistolita se le disparó. El plomo me quemó en las costillas. La chica empezó a caer. Cayó despacio, como en una película a cámara lenta. Había un aire tonto en todo aquello.

La señora Sype agarró el Colt y le pegó un tiro en la espalda.

Madder giró rápido, y en el instante en que se volvía, Sype se lanzó sobre él. Madder dio un salto atrás y gritó y volvió a apuntar a Sype. Sype se paró en seco y en su cara delgada volvió a aparecer aquella amplia sonrisa de loco.

La bala del Colt lanzó a la chica hacia delante como una puerta que azota un fuerte viento. Una ráfaga de tela azul, algo golpeó contra mi pecho: su cabeza. Le vi la cara por un momento al rebotar contra mí, una cara extraña que no había visto antes.

Luego se convirtió en un objeto encogido en el suelo a mis pies, pequeña, muerta, extinta, con el rojo que le salía por debajo, y la mujer alta y callada detrás de ella con el Colt humeante sujeto con ambas manos.

Madder disparó dos veces contra Sype. Sype se derrumbó hacia delante todavía con su sonrisa y se golpeó contra el extremo de la mesa. El líquido amoratado que había usado con el pez enfermo lo salpicó todo. Madder volvió a dispararle mientras iba cayendo.

Hice aparecer la Luger y disparé contra Madder al sitio más doloroso que pude pensar y que no resultara fatal: en plena corva. Se vino abajo exactamente como si hubiera tropezado contra un alambre oculto. Le puse unas esposas antes incluso de que hubiera empezado a quejarse.

Fui dando patadas a pistolas aquí y allá y llegué junto a la señora Sype y le quité el Colt grande de las manos.

Durante unos momentos la habitación permaneció en una calma total. Remolinos de humo se alzaban hacia el cielo, una película gris, pálida bajo el sol de la tarde. Oí el estruendo del oleaje en la distancia. Luego oí un silbido mucho más cerca.

Era Sype, que intentaba decir algo. Su mujer se arrastró hasta él, todavía de rodillas, se acurrucó a su lado. En los labios tenía sangre y burbujas. Cerró los párpados con fuerza, intentando aclararse la cabeza. Sonrió a su mujer. Su voz silbante dijo muy débilmente:

—Los negros, Hattie, los negros.

Luego el cuello se le quedó inerte y la sonrisa de su cara se desdibujó. La cabeza rodó hacia un lado sobre el suelo desnudo. La señora Sype lo tocó, luego se puso de pie muy despacio y me miró, tranquila, con los ojos secos. Dijo con una voz grave y clara:

—¿Querrá usted ayudarme a llevarlo a la cama? No me gusta que esté aquí con esa gente.

—Claro —dije yo—. ¿Qué fue lo que dijo?

—No lo sé. Alguna tontería sobre sus peces, supongo.

Levanté a Sype por los hombros y ella por los pies y lo trasladamos al dormitorio y lo pusimos sobre la cama. Ella le dobló las manos sobre el pecho y le cerró los ojos. Se acercó a las ventanas y bajó las persianas.

—Eso es todo, gracias —dijo sin mirarme—. El teléfono está abajo.

Se sentó en una silla al lado de la cama y apoyó la cabeza en el cubrecama cerca del brazo de Sype.

Salí de la habitación y cerré la puerta.

Todos los cuentos
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