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Era un aficionado. Si se hubiera quedado a un metro y pico, hubiera podido tener algo. Levanté la mano y me quité el cigarrillo de la boca y lo sostuve despreocupadamente.
—¿Qué le hace pensar que conozco a ese tal Ikky Rosenstein?
Se rió con una risita aguda y me clavó más el cañón en el estómago.
—¿A que le gustaría saberlo? —El mohín de desprecio barato, el vacío inútil de esa sensación de poder de tener un arma de grueso calibre en una mano pequeña.
—Sería un detalle decírmelo.
Al abrir la boca para soltar otra gracia, dejé caer el cigarrillo y lancé una mano. Cuando me hace falta, soy muy rápido. Hay muchachos más rápidos, pero no aprietan el estómago con un revólver. Puse el pulgar detrás del gatillo y la mano por encima. Le di un rodillazo en la ingle. Se dobló con un gemido. Le retorcí el brazo a la derecha y me quedé con su revólver. Enganché un talón a su talón y se fue al suelo. Se quedó allí tirado parpadeando de dolor y de sorpresa con las rodillas dobladas encima del estómago. Rodó de un lado a otro entre lamentos. Me agaché y lo sujeté por la mano izquierda y tiré de él para ponerlo de pie. Le llevaba quince centímetros y veinte kilos. Tendrían que haberme mandado un mensajero más grande y mejor entrenado.
—Vamos a mi salón de filosofar —dije—. Podemos charlar un poco y usted se tomará una copa para recuperarse. La próxima vez no se ponga tan cerca de su objetivo como para que pueda agarrarle la mano del arma. Ahora miraré solamente si lleva más artillería encima.
No la llevaba. Le conduje por la puerta y lo senté en una butaca. No jadeaba excesivamente. Sacó un pañuelo y se enjugó la cara.
—La próxima vez —dijo entre dientes—. La próxima vez.
—No sea tan optimista. No da el papel.
Le serví un trago de whisky en un vaso de cartón, se lo puse delante. Abrí su treinta y ocho y dejé caer la munición en el cajón del escritorio. Volví a cerrar el tambor y dejé el arma sobre la mesa.
—Se lo podrá llevar cuando se marche... si es que se marcha.
—Este es un modo muy sucio de luchar —dijo todavía buscando aire.
—Pues claro. Pegarle un tiro a alguien es mucho más limpio. Entonces, ¿cómo llegó hasta aquí?
—Que le follen.
—No me sea miserable. Tengo amigos. No muchos, pero alguno. Haré que lo empapelen por asalto a mano armada y ya sabe lo que le pasará entonces. Saldrá con una orden judicial o bajo fianza y eso será lo último que se sepa de usted. A los de arriba no les gustan los fracasados. Así que, ¿quién lo envió y cómo supo que tenía que venir aquí?
—A Ikky lo tenían controlado —dijo en tono hosco—. Es un inútil. Yo lo seguí hasta aquí sin el menor problema. ¿Y para qué iba a visitar a un sabueso privado? La gente quería saberlo.
—Más.
—Váyase al infierno.
—Ahora que lo pienso, no necesito entregarlo por asalto a mano armada. Puedo sacárselo directamente a palos aquí y ahora.
Me levanté de la silla y adelanté una mano abierta.
—Si me toca usted, caerán por aquí un par de gorilas duros de verdad. Y si no vuelvo con mi informe, lo mismo. La verdad es que no tiene en la mano ni un solo triunfo. Solo lo parece —dijo.
—No tiene nada que contar, ¿eh? Si ese tal Ikky vino aquí a verme, usted no sabe ni por qué ni si nos pusimos de acuerdo. Y si es un gánster, no es el tipo de clientes que me gustan.
—Vino para convencerlo de que intentara salvar su escondrijo.
—¿De quién?
—Eso sería hablar.
—Pues adelante. Me parece que la boca le funciona perfectamente. Y dígale a los muchachos que está por llegar el día en que yo ponga la cara por un hampón. —En mi negocio hay que decir alguna mentirijilla de vez en cuando. Ahora las decía—. ¿Qué hizo Ikky para dejar de caerles bien? ¿O eso también sería hablar?
—Se cree que es usted todo un hombre —dijo, despectivo, frotándose el rodillazo—. En mi liga no llegaría ni a corredor suplente.
Me reí en su cara. Luego lo agarré por la muñeca derecha y se la retorcí hasta ponérsela detrás. Empezó a chillar. Con la mano izquierda busqué el bolsillo interior y le saqué la cartera. Lo solté. Intentó llegar al revólver que estaba sobre la mesa y casi le secciono el antebrazo de un corte seco. Se cayó en la butaca de los clientes y quedó gemebundo.
—Podrá llevarse su pistola —le dije—, cuando yo se la dé. Ahora pórtese bien o tendré que machacarlo solo por divertirme.
En la cartera encontré un permiso de conducir a nombre de Charles Hickon. No me serviría de mucho. A los gamberros de ese tipo siempre los llaman por sus motes callejeros. A este probablemente lo llamasen Enano, o Flaco, o Canicas, o simplemente «Tú». Le lancé la cartera para devolvérsela. Cayó al suelo. No pudo ni atraparla.
—Demonios —dije—, debe de haber una campaña de ahorro en marcha si lo mandaron a recoger algo más que colillas de cigarrillo.
—Que te follen.
—Muy bien, mangante. Lárgate a la lavandería. Aquí tienes tu pistola.
La cogió, se la encajó con mucha ceremonia en la cartuchera de la cintura, se puso de pie, me lanzó una mirada lo más de malo que guardaba en su almacén y echó a andar hacia la puerta con la misma languidez de una zorra con estola de visón nueva. Al llegar a la puerta se volvió y me lanzó su mirada asesina.
—A seguir limpio, fanfarrón. Lo tuyo se ensucia fácil —me dijo.
Con esta deslumbrante muestra de diálogo teatral, abrió la puerta y se esfumó.
Al cabo de un ratito cerré con llave la otra puerta, desconecté el timbre, apagué las luces de la oficina y salí. No vi a nadie con pinta de ejecutor. Cogí el coche, me fui a casa, preparé una maleta, me fui a la estación de servicio donde casi les caía simpático, encerré el coche allí y lo cambié por un Chevrolet de Hertz. Me fui en él a la calle Poynter, dejé la maleta en el sórdido apartamento que había alquilado a primera hora de la tarde y me fui a cenar al Victor’s. Eran las nueve en punto, demasiado tarde para ir hasta Bay City y llevar a Anne a cenar. Haría rato que se habría preparado su propia cena.
Pedí un Gibson doble con limas frescas y me lo bebí y me sentí tan hambriento como un colegial.