Los dioses nos hacen competir

Si el lector es mínimamente observador, se dará cuenta de que nos han impuesto el llamado «modelo productivo», que no es más que una carrera de obstáculos que debemos superar a lo largo de nuestra vida para llegar a una jubilación, en ocasiones, indigna; ya que las nuevas leyes reducen los emolumentos económicos que nuestros mayores perciben de los Estados y, por otra parte, aumentan la edad de jubilación, de tal manera que el individuo llega deprimido y exhausto a esa meta final y, cuando mira hacia atrás, la mayoría de la veces se da cuenta de que el esfuerzo no ha merecido la pena, debido a la crueldad y dureza del camino y su falta de sustancialidad.

Siempre nos mantienen compitiendo, y para ello utilizan las matemáticas que sabiamente nos catalogan y nos ubican en el organigrama social. Ya desde niños califican nuestro trabajo con las llamadas «notas». En nuestros trabajos nos califican por nuestros salarios, nos asignan números y categoría social, designada también en números, correspondiente a una persona a la que mediante su DNI se le ha asignado un número que tiene que recibir esa cantidad económica en un número de cuenta, en una fecha determinada que también es otro número. Todos estos números competitivos nacen del artefacto que más almas ha destruido: el reloj. Números que infructuosamente intentamos alcanzar y que nunca conseguimos. Cuando nos levantamos a cierta hora para ir al trabajo, en el que entramos a determinada hora y, después de un tiempo, descansamos a otra hora concreta para que, finalmente, a la hora fijada en la jornada laboral, retornemos a casa, cenemos a otra hora determinada y después veamos el programa de televisión que tiene también un horario programado.

Como vemos, del mismo modo que el cruel dios Cronos, que en la mitología griega era Saturno, famoso por haber devorado a sus hijos para que no lo destronaran, nuestros cronos nos devoran día a día en una carrera que jamás ganaremos.

Todo esto es de sobra conocido por los dioses que nos impusieron ese modo de conducta como forma inconsciente de sometimiento. Por si fuera poco, nuestro tiempo de ocio también está determinado por la competición. Vemos cómo nuestro equipo deportivo preferido compite contra sus rivales o cómo, cuando hacemos una actividad deportiva, competimos contra otros sujetos o incluso contra nosotros mismos intentando mejorar nuestras marcas.

Asimismo, podemos observar cómo esta obsesiva competición a la que se ciñe nuestra vida prosigue cuando competimos con nuestros vecinos intentando tener mejores bienes materiales que ellos o cuando competimos en nuestros centros de trabajo, tratando de ser más eficientes y más productivos que nuestros compañeros. Incluso en nuestras vacaciones competimos por ir a un mejor hotel o por estar más cerca del mar cuando vamos a la playa o, a la hora de comer el bufet libre, donde alguien se nos puede adelantar y quitarnos el manjar que tanto nos apetece.

Esa competitividad impuesta es tan antiespiritual que incluso se da la circunstancia, ampliamente probada, de sujetos con capacidades extrasensoriales o un potencial para acceder a los llamados «planos astrales y estados de iluminación», quienes, cuando entraban nuevamente en el ciclo de la competitividad, veían cómo sus capacidades espirituales se diluían totalmente y casi era labor imposible volver a recuperar la magia perdida dentro de ese entorno tan antinatural que astutamente nos han impuesto.

En una ocasión tuve la oportunidad de escuchar a una muchacha que había tenido una ECM (experiencia cercana a la muerte). Esta mujer contaba cómo, después de haber sufrido un grave accidente y haber sido ingresada de urgencia para ser reanimada y operada rápidamente, en un momento determinado su corazón dejó de latir. Ella contaba cómo en ese preciso instante se pudo ver a sí misma y al equipo de doctores que la rodeaban intentando, infructuosamente, llevarla de nuevo a la vida; posteriormente, observó cómo penetraba en un túnel de luz por el que viajaba a gran velocidad. La muchacha añadía que nunca se había sentido tan bien y que durante aquel misterioso trayecto notaba que sus sentidos se exaltaban y, en un momento concreto, vio pasar toda su vida a una gran velocidad en algo parecido a una pantalla de cine. Ella recuerda también que, pese a que la retrospectiva era muy rápida, sentía cómo podía fijarse en todos los pequeños detalles de cada momento de su existencia, e incluso analizarlos, y se dio cuenta de que lo más importante habían sido las pequeñas cosas, frente a los grandes acontecimientos que socialmente consideramos como los hitos más relevantes.

Asimismo, ella recuerda cómo un ser que no pudo distinguir, pero que sintió que se trataba de un ser superior, le decía en ese momento que su vida se había centrado en competir en una carrera que jamás ganaría, y que había sido cegada por las grandes metas y se había perdido la belleza que nos proporcionan las pequeñas cosas. Posteriormente, ese ente le dijo que su momento aún no había llegado, que tenía cosas por hacer y debía volver. Así lo hizo, y dejó perplejos a todo el grupo de médicos y sanitarios que la rodeaban, quienes habían estado a punto de tirar la toalla al tratar de reanimarla.

Esta mujer cambió totalmente su forma de entender la vida y se volvió una persona mucho más humana, accesible y cercana de lo que antes era. También algo interior la llevó a acercarse al crecimiento espiritual, lejos de la llamada «religión tradicional».

Es fácil ver cómo la gran mayoría de las personas que experimentan una ECM pasan de ser sujetos ambiciosos a convertirse en personas generosas, de sujetos materialistas a personas desprendidas. De ser gentes egocéntricas a ser sujetos con un alto grado de humildad, porque parece ser que esa trascendencia espiritual les muestra la verdadera misión de sus vidas, que no es la de alimentar al sistema perpetuamente, sino la de evolucionar espiritualmente. Incluso he tenido ocasión de escuchar y leer que algunas de estas experiencias han proporcionado a algunos de estos sujetos cualidades tales como la percepción extrasensorial o la precognición, accesible a muy pocos.

La conspiración reptiliana
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