Personal autorizado
Hemos hablado de los poderes ejecutivos por encima del Estado, del dinero negro que puede financiar tales proyectos y, por supuesto, de su ubicación geográfica. Pero queda una de las partes más importantes: el personal técnico autorizado.
Podemos tener todo el dinero del mundo y las mejores instalaciones del planeta, pero, si no disponemos de las personas adecuadas para hacer funcionar un proyecto secreto a gran escala, nunca obtendremos resultados. No es difícil suponer que numerosos científicos importantes han sido destinados a las instalaciones secretas de las que hemos estado hablando. Existen escasas filtraciones de información por parte de este personal científico y técnico. Muy posiblemente debido a las fuertes represalias a las que pueden ser sometidos. Pero lo que sí sabemos es que existe una larga lista de científicos muertos en extrañas circunstancias cuando estaban trabajando en tecnología avanzada. Un total de 88 científicos e investigadores fallecieron prematuramente o en circunstancias poco explicables, todos vinculados a proyectos científicos. Solamente en 1987, murieron 12 científicos, y aún hoy se desconocen las causas reales de su fallecimiento. No siendo una profesión peligrosa, llama la atención el que supere estadísticamente a la mortalidad en otras profesiones consideradas de alto riesgo, como sería, por poner un ejemplo, la de bombero. Como homenaje a estos científicos, vamos a citar brevemente algunos de los casos más sangrantes.
Por ejemplo, Keith Bowden, muerto a los 46 años. Era experto en programación científica por la Universidad de Essex y trabajó para Marconi Inc. en el desarrollo de supercomputadoras y aviónica controlada por ordenador. Falleció en un accidente automovilístico al chocar contra una vieja barrera de ferrocarril cuando circulaba por una carretera de doble carril. La policía aseguró que había bebido, pero la familia y sus amigos negaron dicha acusación. Veredicto: muerte por accidente.
Roger Hill, muerto en 1985 a los 49 años. Experto diseñador de radares que trabajó también para Marconi Inc., empresa dedicada a la tecnología militar. Circunstancias de la muerte: disparo de escopeta en su casa. Veredicto: muerte por suicidio.
El teniente coronel Anthony Godley, desaparecido en 1983 a los 49 años. Trabajó como jefe de la Unidad de Estudio en el Royal College of Military Science. Circunstancias de la muerte: desapareció misteriosamente en abril de 1983 sin dar ninguna explicación. Se le da por muerto.
Jonathan Wash, muerto el 19 de noviembre de 1985 a los 29 años. Experto en comunicaciones digitales. Trabajó para el GEC y el Centro de Investigaciones Secretas de la British Telecom, situado en Martlesham Heath (Suffolk). Circunstancias de la muerte: falleció a consecuencia de una caída desde la habitación de un hotel en Abidjan (África Occidental), mientras trabajaba en un proyecto para la British Telecom. Días antes, el señor Wash había confesado a personas de su confianza sentirse en peligro.
El 4 de agosto de 1986 murió Vimal Dajidhai a los 24 años. Era un experto ingeniero de software, responsable de los sistemas de control informático de los torpedos Stingray y Tigerfish, proyecto de la empresa Marconi On the Water System, en Croxley Green (Hertfordshire). Su muerte se produjo en extrañas circunstancias al caer del puente colgante de Clifton (Bristol), desde una altura de 74 metros. En el informe de la policía, se menciona una extraña punción hecha por una aguja en la nalga izquierda. Vimal Dajidhai tenía un futuro prometedor y había planificado cambiar de trabajo en la ciudad de Londres, decisión que solo conocían algunos de sus amigos más cercanos. En el momento de su muerte solamente le quedaba una semana de contrato con Marconi.
Arshad Sharif murió en 1986 a los 26 años. Experto en sistemas satelitales para la detección de submarinos. Se ató un extremo de cuerda al cuello y el otro, a un árbol. Subió a su coche y aceleró hasta que le sobrevino la muerte. Sharif había trabajado anteriormente también para la British Aerospace en los sistemas tecnológicos de guiado de armas. Veredicto: muerte por suicidio.
Richard Pugh murió en 1987, tenía 37 años y era experto consultor informático para el Ministerio de Defensa británico. Estaba especializado en comunicaciones digitales. Fue encontrado muerto en su casa con los pies atados, una bolsa de plástico en la cabeza y una cuerda atada alrededor de su cuello y su cuerpo. El veredicto fue, increíblemente, muerte por accidente.
No se sorprenda el lector de que el sistema considere que muertes de este tipo son accidentes o suicidios. En mis investigaciones he descubierto que, después de pegarse un tiro en la cabeza y esparcir los sesos por el habitáculo de un vehículo, algunos tipos conseguían milagrosamente lanzar el arma suicida a cientos de metros de distancia. O, como usted ha leído anteriormente, quienes al suicidarse son capaces de meterse dos tiros en el cráneo.
El sistema está diseñado de tal manera que, aunque usted pueda manifestar su incredulidad y ejercer su capacidad crítica con respecto a este tipo de sucesos, el tiempo hará que sean borrados de su mente y ¡fin de la historia!
Pero continuemos con la larga serie de fallecimientos de científicos y personal técnico que se produjo solamente en el año 1987. Como muestra de la cantidad de muertes en extrañas circunstancias que, en muchas ocasiones, ni siquiera tienen repercusión mediática. Un ejemplo de esto puede ser lo que le ocurrió el 12 de enero de 1987 al doctor John Brittan, de 52 años, que por entonces realizaba una investigación secreta en el Royal College of Military Science de Shrivenhan (Oxfordshire) dependiente del Ministerio de Defensa. El señor Brittan, un mal día poco después de regresar de un viaje de trabajo a los Estados Unidos, decidió meterse en su garaje, arrancar el vehículo y asfixiarse con monóxido de carbono. Veredicto: muerte por accidente.
David Skeels, quien en 1987 tenía 43 años y era experto ingeniero de la empresa Marconi, fue encontrado muerto en el interior de su coche, en el que había introducido una manguera previamente conectada al tubo de escape del vehículo.
En el año 1987, Victor Moore, de 46 años, también experto ingeniero de Marconi Space and Defense Systems, falleció de una sobredosis. Veredicto: muerte por suicidio.
El 22 de febrero de 1987, Peter Peapell, quien por entonces contaba con 46 años de edad, era un científico experto del Royal College of Military Science en el desarrollo de pruebas sobre la resistencia del titanio a los explosivos y el análisis informático de señales metaloides. Fue encontrado muerto, supuestamente por inhalación de monóxido de carbono, en el garaje de su casa en Oxfordshire. Fue una muerte tan sorpresiva que su mujer entró en estado de shock al encontrarlo en la parte posterior del vehículo, a los pies del tubo de escape, donde presuntamente había introducido su boca para inhalar los gases letales mientras el vehículo estaba arrancado. La policía, a su vez, también quedó desconcertada por la posición en la que fue hallado el cadáver. El caso nunca fue debidamente resuelto.
El 30 de marzo de 1987, David Sands, de 37 años, trabajaba para Easams of Camberley, una filial de Marconi en el condado de Surrey (Inglaterra). Conducía su coche cuando se dispuso a realizar un cambio de sentido y terminó chocando contra una cafetería abandonada. Se descubrieron diversas latas de gasolina en el lugar del accidente. No se pudo probar el suicidio como causa de la muerte. Veredicto: muerte por accidente de coche.
En abril de 1987 se ahogó George Kountis (se desconoce su edad). Trabajaba como analista de sistemas en la Politécnica de Bristol. Tuvo un accidente de coche y cayó al río Mersey. Veredicto: muerte por accidente de tráfico.
El mismo mes de abril de 1987 murió Shani Warren, de 26 años, asistente en una compañía llamada Micro Scope. Su cadáver fue encontrado en un pequeño lago de 45 metros de profundidad. Ahogado como George Kountis, ese mismo día. Warren llevaba una cuerda alrededor de su cuello, sus manos atadas a la espalda y sus pies, igualmente atados. Había sido contratado por la empresa Marconi 4 semanas antes de su muerte. Veredicto: el caso sigue abierto. Se baraja la hipótesis de que se hubiera atado a sí mismo para, posteriormente, arrojarse al lago con la intención de suicidarse.
El 10 de abril de 1987 murió Stuart Gooding, de 23 años, estudiante de investigación de posgrado en el Royal College of Military Science. Tuvo un accidente de coche mientras estaba de vacaciones en Chipre. La muerte coincidió con unas prácticas que estaba llevando a cabo el Royal College en Chipre. Veredicto: muerte por accidente.
El 24 de abril de 1987 murió Mark Wisner, de 24 años, ingeniero de software en el Ministerio de Defensa británico. Fue encontrado muerto en la casa que compartía con dos colegas. Llevaba una bolsa de plástico en la cabeza, cinta aislante tapándole la boca. Habría muerto en idénticas circunstancias a las de Richard Pugh 3 meses atrás. Veredicto: muerte por accidente.
El 3 de mayo de 1987 falleció Michael Baker, de 22 años. Experto en comunicación digital en un proyecto de Defensa en Plessey, era, además, miembro del SAS (Signal Corps). Tuvo un accidente fatal de coche al chocar contra un paso a nivel cerca de Poole (Dorset). Veredicto: muerte por accidente.
En junio de 1987 perdió la vida Frank Jennings, de 60 años. Era un ingeniero experto en armas electrónicas en Plessey. Murió víctima de un ataque al corazón. No se llevó a cabo ninguna investigación.
Como vemos, en 1987 una de las profesiones de máximo riesgo era ser científico y trabajar para los servicios de inteligencia o el departamento militar de alguna potencia. Pero el año 1988 también fue un año prolífico en muertes misteriosas de hombres brillantes que trabajaban en alta tecnología secreta. En reconocimiento a su labor y en su memoria, hablaremos muy brevemente de cómo perdieron la vida.
Russell Smith, contaba en 1988 con 23 años de edad cuando falleció, era técnico de laboratorio de investigación en el Departamento de Energía Atómica de Harwell (Oxfordshire). Lamentablemente, un buen día el señor Smith decidió terminar misteriosamente con su corta vida y brillante carrera lanzándose por un acantilado en Boscastle, en el condado de Cornualles. El veredicto fue muerte por suicidio.
El 25 de marzo de 1988, con 52 años de edad, Trevor Knight, por entonces ingeniero electrónico para la Marconi Space and Defense Systems, en Stanmore (Middlessex), encontró la muerte en su casa en Harpenden (Hertfordshire), al introducir en el interior de su vehículo una manguera que previamente había insertado en el tubo de escape del automóvil. El señor Knight no escribió una, sino tres notas de suicidio en las que dejó claras sus intenciones. Nadie cercano a Knight pudo entender semejante acto; a pesar de que había reconocido públicamente que no le gustaba su trabajo, ni familiares ni amigos se habían percatado de ningún detalle que les hiciera temer la posibilidad del suicidio.
En agosto de 1988, Alistair Beckham, de 50 años, ingeniero de Plessey Defense Systems, fue encontrado muerto poco después de haberse electrocutado en una caseta que tenía en su jardín. Llevaba múltiples cables conectados a su cuerpo.
Por lo que se ve, el mes de agosto de 1988 fue un mes peligroso para que los científicos de Defensa se acercasen a un cableado eléctrico. El 22 de agosto, Peter Ferry, de 60 años, general de brigada retirado y subdirector de marketing para Marconi, fue encontrado muerto en el piso que la compañía le había facilitado como vivienda al haberse electrocutado con unos cables eléctricos que introdujo en su boca.
Pero el monóxido de carbono sigue siendo la causa de muerte más común para los científicos de Defensa, como Andrew Hall, gerente de ingeniería para la British Aerospace, quien en septiembre de ese mismo año murió a los 33 años intoxicado por monóxido de carbono. Había introducido en el coche una manguera que estaba previamente conectada al tubo de escape.
Ese año se llevaría también por delante la vida de Stanley Irving Seagal, a los 35 años de edad. Trabajaba para la fábrica Merck en avanzadas investigaciones sobre el sida. Un nefasto día, el señor Irving decidió tomar el avión de Panamérica que más tarde fue derribado sobre Lockerbee (Escocia). Se da la macabra circunstancia de que se sentó en la fila número 13. Pienso que durante aquel año, siendo científico, lo peor que podía pasarte era viajar en avión y que te asignaran la fila número 13. Sobre el accidente de Lockerbee podemos asegurar que existen muchos aspectos que aún no han sido explicados, pero estos darían para otro libro.
La enumeración continúa hasta un total de 88 científicos de alto nivel que murieron en trágicas circunstancias. Solamente entre el año 2000 y 2004 fallecieron 54 científicos que trabajaban en investigaciones secretas. Como vemos, hay suficientes razones para que los hombres de ciencia que trabajan en proyectos secretos, y en especial para el Departamento de Defensa o Inteligencia, mantengan sus actividades profesionales en el más absoluto secreto, pues en ello les va la vida.
Les contaré una anécdota que tuve la ocasión de escuchar a un periodista británico de fama mundial, cuyo nombre es David Icke, y por el que siento gran admiración. El señor Icke cuenta que, en 1997, mientras efectuaba una gira de conferencias por Estados Unidos, tuvo la oportunidad de conocer a un tipo peculiar en una de ellas. Aquel hombre se dirigió discretamente a Icke y en la conversación que mantuvo con él le indicó que trabajaba para la CIA. Posteriormente, mantuvieron una entrevista personal en la que el sujeto le aseguró a Icke que había entrado en el servicio de la CIA en su juventud, porque pensaba que de esa manera iba a ayudar a su país. Era experto en magnetismo y, con el paso del tiempo, se dio cuenta de que su actividad dentro de la agencia de inteligencia no era tan honesta y patriótica como inicialmente pensaba. Era consciente de que sus actividades servían a fines muy oscuros y decidió contactar con el señor Icke para relatarle su desagradable experiencia personal. Icke le preguntó que por qué seguía trabajando para aquella organización si se encontraba descontento. En ese momento, el hombre se desabrochó la camisa y le mostró a Icke un extraño parche del tamaño de un sobre, plastificado, que tenía adherido a su pecho. A través del parche se podía ver un extraño líquido anaranjado que había en su interior. Señalándolo, añadió que esa era la causa principal por la que no abandonaba. Este hombre declaró que, cuando se dio cuenta de que no estaba trabajando para unos fines tan humanitarios como él esperaba, intentó rebelarse negándose a seguir colaborando con ellos. Pero un día salió de su casa y..., no recordaba nada más. Despertó en una habitación, estaba tumbado sobre una camilla y notó una extraña sensación sobre el pecho. Cuando se desabrochó la camisa, descubrió que alguien le había colocado ese extraño «parche» que contenía el líquido ámbar. Aparentemente, la CIA denomina así a «eso» y, cuando «parchean» a alguien, consiguen manipularlo para que haga todo lo que se le pide. Cosa que los parcheados hacen, ya que, si no, no podrán reemplazar el parche, que contiene una droga necesaria para su supervivencia, cuando el líquido se agote. Si no se renueva el parche, la muerte es muy dolorosa y angustiosa.
Este hombre lo había experimentado en sus propias carnes, ya que intentó rebelarse cuando ya se lo habían puesto, y no se lo reemplazaron. Al sufrir las terribles consecuencias por la falta de esa extraña droga ámbar, se replanteó volver a trabajar y mantener la disciplina impuesta. Solo entonces volvió a ser parcheado. Le detalló a Icke que la duración del efecto del parche era de 72 horas. Además, le aseguró que existe un gran número de científicos repartidos por todo el mundo, incluso en bases subterráneas, que están parcheados. Si deciden no poner su inteligencia al servicio del «plan», se les retira inmediatamente el parche. Incluso este científico comentó que llegó a padecer cáncer y, como era necesario para seguir trabajando en el proyecto que la CIA tenía en marcha, le suministraron un misterioso suero que le curó. Este fármaco, por supuesto, no está a disposición de la población normal.
Como vemos, todo está tan perfectamente organizado dentro de las estructuras de inteligencia y los centros de desarrollo científico militar que es muy complicado salirse de esa estructura sin sufrir las consecuencias. Y hasta aquí llega lo que sabemos. El problema es que estamos convencidos de que detrás hay muchísimo más que desconocemos porque, solo a través de las fisuras del grueso búnker, se producen contadas filtraciones de información secreta de las estructuras antes mencionadas, que nos permiten ver una pequeña porción del sombrío paisaje que se encuentra detrás de lo que todos nosotros percibimos como la realidad, pero que no es más que una mera percepción.
Por consiguiente, vemos que puede existir una estructura de poder con ingentes recursos económicos y humanos y, sin embargo, ser totalmente invisible a los ojos de los medios de comunicación. Eso es algo que conocía perfectamente John Fitzgerald Kennedy, quien, ya dos años antes de ser asesinado, el 27 de abril de 1961, dio un extraño discurso ante la American Newspaper Publisher Association, intentando concienciar a los medios de comunicación sobre una terrible conspiración que estaba acechando los poderes del Estado y de la que él tenía constancia. En aquel discurso pronunció las siguientes palabras44:
«Quiero hablarles hoy de nuestras responsabilidades comunes frente a un peligro común. Los acontecimientos de las pasadas semanas puede que hayan arrojado algo de luz a algunos; pero las dimensiones de esta amenaza han emergido en el horizonte desde hace muchos años. Sean cuales sean nuestras esperanzas para el futuro, eliminar esta amenaza o vivir con ella, se entiende como un camino sin escapatoria por el que tendremos que caminar, dada la gravedad que su desafío supone para nuestra supervivencia y seguridad, un desafío al que debemos hacer frente de inusual manera en cada esfera de actividad humana.
»Este desafío fatal impone a nuestra sociedad dos ámbitos en los que debemos involucrarnos. Uno, la prensa, y otro, el propio presidente. Sé que estos entornos pueden parecer contradictorios, pero debemos reconciliarnos para lograr vencer este peligro nacional. Me refiero, en primer lugar, a la necesidad de informar al gran público sobre ello. Y en segundo lugar, la de mantener importantes cuestiones oficiales en secreto.
»La sola mención de la palabra «secreto» debe ser repugnante en el contexto de una sociedad libre y abierta. Nosotros somos personas que, inherente e históricamente, nos hemos opuesto a las sociedades secretas, a los juramentos secretos y a los procedimientos secretos. Decidimos hace ya tiempo que los peligros de ocultar hechos de importancia eran injustificados, puesto que tenían mucho más peso los peligros que acarrea justificar ese secreto. Incluso hoy en día, hay poco valor para resistirse a la amenaza de una sociedad cerrada mediante la imitación de sus restricciones arbitrarias.
»Se requiere un cambio de visión, un cambio de táctica, un cambio en las misiones por parte del gobierno, el pueblo, cada hombre de negocios o líder sindical y cada medio de comunicación. Porque una conspiración rígida y despiadada alrededor del mundo está en contra de nosotros y confía, primeramente, en medios ocultos para expandir su esfera de influencia: en la infiltración, en lugar de la invasión, en la subversión, en lugar de las elecciones, en la intimidación, en vez de la libre elección, en las guerrillas de noche, en lugar de los ejércitos de día. Es un sistema que ha reclutado grandes cantidades de recursos humanos y materiales para construir una máquina muy bien soldada y altamente eficiente que combina operaciones militares, diplomáticas, de inteligencia, de economía, científicas y políticas».
Se da la circunstancia de que, 10 días antes de ser asesinado en Dallas en 1963, Kennedy exigió a John McCone, director de la CIA por aquel entonces, que le mostrara documentos altamente confidenciales con respecto a expedientes ovni. Concretamente, fue el 12 de noviembre de 1963 cuando está fechada esta petición. Asimismo, es enviado un segundo requerimiento al administrador de la NASA, James E. Webb, en el que le expresaba la conveniencia de cooperar con la antigua Unión Soviética para efectuar actividades espaciales conjuntas. Los documentos fueron previamente desclasificados gracias al Acta de Libertad de Información, y recopilados por el profesor William Lester. El memorándum fue enviado el mismo día que la solicitud en la que mostraba su interés por el asunto ovni, por lo que deducimos que Kennedy tenía un especial interés sobre el tema. Desconocemos de dónde proviene dicho interés, pero desde luego para él era de vital importancia.
Otro acontecimiento inusual fue la reunión que días antes mantuvo con el anterior presidente de Estados Unidos, Dwight Eisenhower. Una reunión que duró poco más de una hora y de la que no trascendió absolutamente nada, pero sus colaboradores cercanos comentaron que de ella el presidente salió muy apesadumbrado, como si le hubiesen revelado algún hecho inesperado de vital importancia.
Y como todo el mundo sabe, cuando John F. Kennedy visitaba Dallas, el 22 de noviembre de 1963, a las 12:30 horas de la mañana, fue tiroteado en el coche presidencial, vehículo que desde luego, hoy en día nunca utilizarían nuestros actuales políticos, aunque Kennedy no parecía tener miedo. Actualmente se usan coches blindados, que pesan varias toneladas, con una coraza prácticamente indestructible. Suponemos que su temor es mayor que el de Kennedy. Pero dejando este tema y volviendo al asesinato de Kennedy, en este libro no trataremos sobre la conspiración de su magnicidio, del cual se han escrito cientos de miles de hojas y, desde luego, aquí no aportaríamos nada nuevo. Solo deseo apuntar que la versión oficial presentada por la Comisión Warren sobre la teoría de un asesino solitario es, sencillamente, insostenible.
Por consiguiente, podemos pensar que hay poderes que operan en la sombra y están por encima del presidente de Estados Unidos y del resto de presidentes del mundo; poderes que manejan vastos recursos económicos, disponen de enormes recursos humanos y técnicos y, por supuesto, tienen un control absoluto de la información que, en la sociedad actual, es como decir que tienen el control de todo. Incluso Sun Tzu, general chino de hace 2.500 años y autor de la magistral e inmortal obra El arte de la guerra, afirmaba en sus escritos que la información era vital para poder ganar un conflicto bélico y hacerse con el control de cualquier reino.
La pregunta que surge después de conocer todo este entramado de poder es: ¿quién se sienta detrás del trono y ejerce más poder que los más poderosos emperadores sin que nadie se percate de ello? Responderemos en las páginas siguientes.