Operación Luna

Sé que muchos de vosotros os preguntaréis qué tiene que ver todo esto con el espacio. La respuesta es simple. Si tenemos en cuenta que la gran mayoría de instituciones y corporaciones tienen intereses ocultos y fines distintos para los que fueron creadas, ¿qué sucedería si una institución como la NASA (Administración Nacional de la Aeronáutica y del Espacio) o la ESA (Agencia Espacial Europea) no fuesen completamente transparentes? ¿Qué sucedería si en la conquista del espacio hubiese mucho más de lo que nos están contando? La repercusión de lo que no sabemos frente a lo que nos muestran causaría el fin del actual modelo político-económico mundial. Las consecuencias serían tan graves que en el momento en que descubriésemos la verdad de aquello que no nos cuentan, o directamente ocultan, el mundo tal y como lo conocemos dejaría de existir, obligándonos a modificar todas y cada una de las ideas preestablecidas que nos han impuesto.

Desde niños hemos mirado las estrellas. Lamentablemente, nuestra madurez consigue que olvidemos la mirada vertical y observemos el mundo solo horizontalmente, perdiendo la perspectiva de todo lo que alberga el cosmos, algo que parecían conocer bien quienes escribieron el lema de la Universidad Nacional de Tucumán en Argentina: «Pedes in terra ad sidera visus» (Los pies en la tierra y la mirada en el cielo).

Hay un factor que define el progreso humano y es el tipo de energía que es capaz de canalizar y gestionar una civilización. Los antiguos griegos conocían y utilizaban la palanca, aprovechaban la energía del viento para la navegación y producían calor mediante la combustión de maderas y sencillos carbones. En el Medievo, se siguió utilizando el carbón y se perfeccionaron las viejas palancas griegas, pero no fue hasta la llegada de la Revolución Industrial cuando se impuso el motor en detrimento del esfuerzo físico animal o humano. Curiosamente, nuestros más modernos motores de Fórmula 1 o de las más prestigiosas marcas de automóviles son una modificación del llamado «motor de combustión interna», inventado por el alemán Nikolaus August Otto en 1872, siendo una variante del motor original patentado en 1862 por Beau de Rochas.

Han pasado más de 150 años y seguimos utilizando una versión de motor similar. Nos preguntamos por qué. ¿Acaso no han existido ingenieros o inventores capaces de superar el genio del insigne Rochas? Eso es debido a que los intereses económicos mundiales generaban pingües beneficios con un motor que necesitaba acero, carbón e hidrocarburos, pero si las grandes fortunas económicas no hubiesen florecido con este invento, jamás hubieran permitido su expansión y diversificación, como ocurrió, por poner un ejemplo, con el primer motor que funcionaba eficientemente con agua en 1934, diseñado por Charles H. Garrett y patentado el 2 de julio de 1935 con el número 2.006.676.

Los Garrett fueron una familia de inventores. Entre sus hallazgos podemos destacar la primera radio de automóvil, la primera emisora policial y la primera señal de tráfico eléctrica, pero su invento estrella, el coche que funcionaba con agua, nunca alcanzó el éxito. En una demostración efectuada en Dallas, Charles H. Garrett consiguió que su vehículo funcionase ininterrumpidamente durante 48 horas seguidas, según informó el Dallas Morning News36.

En resumidas cuentas, han ofuscado y despreciado toda tecnología de impulsión mecánica que no necesitase uno de los elementos mencionados; evidentemente, la utilización del agua como combustible hubiese dinamitado uno de los negocios más pingües de la historia: el petróleo.

Desde los albores del siglo XX hasta nuestros días, son muchísimas las patentes existentes de motores con agua como combustible. Todas ellas han quedado en el más doloroso olvido y, como vemos, han creado un mar de mentiras para ocultar la tecnología que hubiese liberado al ser humano de su esclavitud económica.

La conspiración reptiliana
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