Manfred Mai
Buscando regalos

Tobías y Miguel eran mellizos, pero no se parecían como un huevo a otro, sino que eran completamente diferentes.

Tobías era un muchacho tranquilo. A menudo pasaba largas horas en su habitación, jugando, haciendo construcciones o leyendo.

A Miguel aquello le parecía aburrido. Prefería estar en la calle con sus amigos inventando travesuras.

En casa estaba sólo cuando no tenía más remedio.

Precisamente poco antes de Navidad, fue una de las veces que tuvo que quedarse. La madre había ido con Tobías al médico. Después, quería ir con los dos a la ciudad a comprar un añoran para cada uno. Mientras tanto, Miguel tenía que esperar en casa. Generalmente aquello le ponía de mal humor, pero esta vez se alegraba. Porque así podía dedicarse con toda tranquilidad a buscar los regalos de Navidad.

—¿Dónde los habrá escondido mamá? —se preguntaba—. Quizás en el armario del dormitorio.

Buscó la escalera plegable y se subió a mirar. No encontró los regalos pero sí una fuente con dulces de Navidad. Inmediatamente cogió un puñado de ellos y mientras se los comía, seguía buscando los regalos. Y, efectivamente los encontró. Dos cajas escondidas en el armario de las escobas. En una ponía Miguel, en la otra Tobías.

Miguel sacó la suya y la abrió. Dentro había una bomba para hinchar el balón y, lo que hizo a Miguel dar un salto de alegría, un coche dirigido a distancia por radio. Lo tomó en sus manos y lo examinó por todas partes. Hacía mucho tiempo que soñaba con tener un coche así. Luego lo puso en el suelo, tomó el mando a distancia y lo puso en marcha. Despacio al principio, después cada vez más rápido. Como Miguel no tenía aún practica, en un momento clave, dirigió el coche en una dirección equivocada. En vez de a la derecha fue hacia la izquierda y chocó con fuerza contra la puerta de la cocina. Consecuencia. La rueda derecha rota. Miguel se asustó. Se arrodilló a contemplar la desgracia, mientras las lágrimas le corrían por las mejillas. De repente se puso en pie, corrió al armario de las escobas de nuevo y abrió precipitadamente el otro paquete.

Dentro había un libro y también otro coche de carreras. Lo sacó y lo puso en su caja. Después buscó cinta adhesiva, pegó con ella cuidadosamente la rueda rota al auto y lo metió en la caja de Tobías. Finalmente colocó todas las cosas igual que estaban al principio. Aquella noche, Miguel tardó mucho en quedarse dormido. El corazón le daba golpes cada vez más fuertes y sentía en el estómago un hormigueo insoportable. —Tobi —cuchicheó.

Tobías no respondió. Miguel se levantó silenciosamente y salió de la habitación andando de puntillas. La puerta del salón estaba entreabierta. Dentro se oía la televisión. Miguel se arrodilló y pasó a cuatro patas por delante de la puerta. Justamente cuando quería abrir el armario de las escobas, salió la madre del salón.

—¡Miguel! —exclamó asombrada—, ¿qué haces aquí?

—Yo, ah… nada, tengo que ir al servicio —tartamudeó Miguel.

—¿Al servicio? Esa puerta no es la correcta —dijo la madre, moviendo la cabeza de un lado a otro. Miguel no dijo nada más. Desapareció en el servicio, se sentó allí y esperó un poco. Luego hizo correr el agua y salió. Por suerte no estaba la madre fuera. Rápidamente corrió a la habitación y se metió en la cama.

—Mañana —se dijo a sí mismo—, mañana sin falta vuelvo a cambiar los coches de caja.

Al día siguiente, en la escuela estuvo todo el tiempo distraído y la maestra le llamó la atención. Cuando finalmente acabó la clase, Miguel corrió a casa.

—¿Qué es lo que te pasa? —preguntó la madre asombrada.

—¡Vienes a casa antes que Tobías! Eso no había sucedido nunca. ¿Ha pasado algo?

—Nada —contesto lacónico Miguel. La madre le miró pensativamente.

Cuando después de comer, Miguel no salió a jugar con sus amigos, empezó a preocuparse seriamente. Puso la mano en la frente de Miguel y dijo:

—Uhm…, fiebre no tienes, pero hay algo en ti que no está en orden. Yo lo noto.

—En la escuela también estaba un poco raro —dijo Tobías—. La señora Schneider le ha…

—Cierra el pico —saltó Miguel. Ya en la habitación dio una patada al castillo de lego que hizo saltar las piezas por todas partes. Después se tumbó sobre la cama llorando.

Poco más tarde vino la madre y se sentó a su lado.

—¿Qué es lo que tiene mi pequeño? ¿No quieres decírmelo? —preguntó. Miguel no se movió.

—Escucha —dijo la madre—, tengo que ir a recoger a papá. Vuelvo enseguida. Luego hablaremos tú y yo tranquilamente.

Acarició la cabeza de Miguel con cariño y salió de la habitación. Miguel se dio la vuelta, se limpió las lágrimas con la mano y esperó a sentir la llave girando en la puerta de la entrada. Entonces se levantó y silenciosamente fue por el pasillo. Se detuvo ante la puerta del salón y echó una ojeada dentro. Tobías estaba sentado a la mesa haciendo los deberes, sin notar la presencia de Miguel. Éste fue al armario de las escobas, lo abrió y no dio crédito a sus ojos. ¿Qué era aquello? ¡Las cajas de los regalos habían desaparecido! Permaneció un buen rato atontado ante el armario. Luego su cerebro comenzó a trabajar.

—¿Qué tengo que hacer ahora? —se preguntó—. ¿Buscar los regalos?

¿Comprar un coche de carreras nuevo? ¿Confesarlo todo? ¿No decir nada?

Miguel volvió a su habitación y pensó largamente sobre el asunto.

Y por fin supo, lo que tenía que hacer…