Ursel Scheffler
El primer día de circo
—No hemos ido nunca al circo —se quejaron los monitos a la mona madre. Entonces la mona madre puso a sus siete hijos catorce calcetines y catorce zapatos, siete pantalones azul oscuro, siete jerseys de círculos de colores y fue al circo con ellos. Compró ocho entradas para la función de tarde, claro que pidió la última fila, porque era la más barata.
Poco después estaban los monitos en el último banco como las gallinas en el palo del gallinero. Balanceaban las piernas, agitaban las manos, movían la cabeza de un lado a otro y casi no podían aguantar hasta que finalmente empezó la representación. La orquesta entonó una marcha, las luces se apagaron, los artistas salieron a la pista.
—¡No vemos nada! —se lamentaban los monitos y comenzaron a saltar de un lado a otro. Se colaron una fila más adelante, luego otra.
De repente, uno estaba sentado sobre los hombros de un hombre, otro en el regazo de una vieja dama. El tercero arrebató el chupachús a un chico. El cuarto trepaba por el mástil del circo, el quinto lanzaba palomitas de maíz al público. El sexto y el séptimo discutían entre sí por un sombrero robado.
La gente comenzó a impacientarse. Todos miraban hacia los traviesos monitos. Y mientras los artistas, serios y concentrados, realizaban sus difíciles números en la pista, se oían risitas sofocadas entre el público. El demonio andaba suelto, siete pequeños monos con sus jerseys de colores haciendo locuras. La mona madre, a causa del miedo, tenía empapado de sudor su nuevo vestido de verano. Llamaba a los monitos, pero ellos no le hacían ningún caso, al contrario, se adelantaron hasta la pista. Por un momento permanecieron en el borde observando.
—Eso lo podemos hacer mejor nosotros —pensaron y comenzaron a imitar a los artistas. Se subieron por las escaleras y se balancearon en los trapecios. Hicieron el pino, dieron volteretas y de vez en cuando alguno cayó en la red. El más pequeño hacía cosquillas al director de la orquesta hasta que éste tuvo un ataque de risa. Luego arrebató los bombones helados al hombre que los vendía, y se los lanzó a los niños, y si no hubiera llegado entonces el número del león, con lo que los monos asustados regresaron a la última fila, junto a la madre, habría resultado toda la representación una auténtica farsa.