Margret Rettich
El forastero

En el pueblo se conocen todos. No siempre se llevan bien, pero todos saben lo que pueden esperar unos de otros. Incluso la gente de las casas nuevas ya está integrada.

—Los desconocidos me causan inquietud —dice Dora Studte. Los demás son de la misma opinión.

Cierto día, un extraño se apea del autobús. Tiene el rostro moreno oscuro, sucio y sin afeitar. Sus cabellos cuelgan largos y enmarañados por los hombros. Sus botas casi no tienen suelas. Tiene la chaqueta remendada y los pantalones rotos. Lleva una mochila en la espalda llena de pegatinas. El forastero camina por el pueblo y las gentes que se cruzan con él se arriman a las paredes de las casas para dejarle pasar. Otros le miran por las puertas entreabiertas o detrás de las cortinas. Él se dirige a las casas nuevas.

Las gentes cuchichean entre sí después de que haya pasado.

—¡Un vagabundo! ¡Un maleante! —murmuran en voz baja mientras cierran las puertas y ventanas. Esto no es corriente en el pueblo, donde todos se conocen y saben la vida y milagros de cada uno.

El sábado siguiente, la señora Just, que habita en una de las casas nuevas, va de compras. Un joven alto, aseado, con el pelo corto, pantalones limpios y un jersey nuevo, la acompaña. La señora Just explica en la tienda:

—Éste es Alfredo, mi sobrino, que quiere pasar aquí sus vacaciones.

Alfredo saluda cortésmente.

Pronto le conocen todos en el pueblo y es muy apreciado. Ya saben a qué atenerse en lo que a él respecta.

Alfredo ayuda al cartero a repartir paquetes, ayuda a Rückmers, el aldeano, a recoger el centeno, y hasta a limpiar el gallinero de Erdmann.

—Qué diferencia hay entre el amable Alfredo y el sospechoso forastero que apareció por aquí hace unos días —dice Dora Studte—, casi no se puede creer que dos personas puedan ser tan diferentes.

Todos los que escuchan están de acuerdo.

Un día dice Alfredo:

—Mis vacaciones se terminan mañana y tengo que volver a la ciudad.

La gente del pueblo siente su marcha. Muchos se acercan a la parada del autobús a despedirle. Le ven venir desde lejos, hasta que liega a la parada, acompañado de su tía. En la espalda lleva una mochila gigantesca. Cuando se da la vuelta para subir al autobús, ven que está llena de pegatinas.

—Alfredo ha recorrido medio mundo, pero en ninguna parte ha disfrutado tanto como aquí —dice la señora Just, despidiendo con la mano al autobús que se aleja.

—En el fondo, no tengo nada contra los forasteros, y menos si éstos son tan amables como Alfredo —dice Dora Studte. Y todos los que la escuchan están de acuerdo.