Gina Ruck-Pauquèt
El prisionero
La mujer le había atraído en la calle. Dominó había olisqueado su mano porque era de natural curioso. Estaba en camino de vuelta a casa y sabía muy bien donde vivía. La mujer le había acariciado, luego le tomó en sus brazos. Dominó pataleaba, pero no le dejó libre, sino que con los manos le apretaba contra sí hasta que le hizo daño.
—Vente conmigo —dijo ella—, así no estaré tan sola.
Ahora estaba en su vivienda encerrado. Habían pasado dos días y dos noches. Ella le había puesto comida y leche para beber. Pero Dominó no quería ni comer ni beber. Tampoco quería tumbarse en la mullida cesta. Y en ningún caso quería que le cogiera en sus manos. Él quería ir a casa.
Miró por la ventana de la calle, que ahora estaba más lejos que nunca. Había cesado de maullar. La mujer había salido a la calle un par de veces. Entonces había espiado el momento de su regreso. Cuando giró la llave en la cerradura estaba preparado para saltar. Pero la mujer puso el pie rápidamente entre la puerta y el marco. Luego se rio.
En ese tiempo Dominó había dormido poco. En sueños oía las voces de sus dueños y los rumores de la vivienda que había sido su hogar. Al tercer día desistió de su propósito inicial. Se escondió bajo el sofá y esperó sin moverse. Giró la llave en la cerradura, y el pie de la mujer se adelantó en la abertura. El gato no salió a su encuentro y esto la desconcertó.
—¿Dónde estás? —preguntó intentando ojear toda la estancia. Como no le vio en ninguna parte, fue a la habitación contigua. Dominó notó que había olvidado cerrar la puerta. De un sólo salto se plantó fuera. Corrió escaleras abajo y después a lo largo de la calle.
En los árboles había carteles colgando. «Se ha extraviado un gato. Atiende por Dominó. Se dará recompensa».
Dominó no sabía leer los carteles. Pero encontró la puerta y dio un maullido. Estaba de nuevo en casa.