Monika Sperr
El perro olvidado

Un perrito con manchas pardas se aprieta miedoso contra la pared de la casa. Está junto a una papelera, atado a una argolla de hierro. A su derecha se encuentra la entrada a unos grandes almacenes y a la izquierda la puerta de un taller de automóviles.

Constantemente están pasando un sinfín de piernas humanas delante del perro. Entran y salen de los almacenes. Y el perro espera siempre a que un par de ellas se detengan ante él. Dos piernas que pertenecen a una niña a la que quiere con todo el corazón. Pero la niña se ha olvidado del perrito. No ha encontrado en los almacenes lo que buscaba y por eso se ha ido a otro más lejos.

Al principio, el perrito no ha dado importancia a la espera. Ha seguido olisqueando el conocido olor de la niña mientras podía y después se ha sentado a esperar sobre las patas traseras. No se atrevió a tumbarse por miedo a que la niña pasara ante él sin verle. De ninguna manera quería perderla. Empezó también a alargar su nariz con curiosidad hacia la gente que iba y venía, porque los perros conocen el mundo principalmente por la nariz y no por los ojos.

Sin embargo, el pequeño perro recibió un par de golpes dolorosos en el hocico de alguna pesada bolsa de plástico, por lo que se aplastó contra la pared un poco trastornado. En algún momento ha pasado un coche grande con humo apestoso, casi rozando la pared sobre la que se apoya. Desde entonces está temblando de miedo. A veces, alguna de las muchas personas que pasan ante él, se detiene y le dice unas palabras amables. Entonces el perro extiende su cabeza hacia la entrada de la tienda y gime lastimosamente. Como no se deja consolar o tocar por nadie, los que se interesan por él pierden enseguida las ganas de seguir ocupándose del animal.

Y así está el pequeño perro con manchas pardas, después de muchas horas, atado todavía en la calle, junto a la pared y tiritando. Empieza a oscurecer. En la calle se encienden los letreros luminosos y las lámparas que la alumbran. También los coches llevan los faros encendidos.

Ya hace tiempo que no gime y llora más el olvidado perrito. Está allí tumbado tiritando y suspira tan profundamente, como sólo puede suspirar quien tiene que aguantar las mayores penas.

De repente se oyen unos pasos rápidos cada vez más cerca y una voz clara con toque de desesperación y esperanza exclama:

—¡Punki, Punki mío! ¿Estás aquí todavía?

Entonces, el perrito con manchas pardas salta de alegría, tan alto, que la correa se suelta de la argolla de la pared como por arte de magia.

Y no corre, sino vuela el pequeño perrito al encuentro de la niña.