Edgar Wüpper
El señor Martín no tiene remedio

Maribel está sentada en la terraza acariciando a su gato Mucki. En el jardín de la finca vecina, el señor Martín contempla sus rosas con orgullo. De repente su rostro se ensombrece y murmura enfadado:

—¡No puede ser verdad! ¡Todo se ha llenado de pulgones otra vez! ¡Trude!… —llama— las rosas tienen pulgones.

La señora Martín no contesta. Está tendida en la hamaca leyendo el periódico. —Un momento, esto lo solucionamos rápido —dice el señor Martín, entrando de prisa en la caseta del jardín.

Maribel observa con atención cómo unos minutos después sale de nuevo llevando en la espalda un depósito amarillo, del que sale una goma con una jeringa en su extremo. —Ah, ha sonado vuestra última hora —dice triunfante el señor Martín.

Maribel se levanta y va hacia la cerca.

—Buenos días, señor Martín —dice. Casi sin mirarla, él contesta:

—Buenos días, Maribel.

—Vd. es más listo que los pulgones ¿verdad? —pregunta ella.

—Puedes estar segura —contesta el señor Martín—, van a morir como moscas.

—No me parece tan inteligente —opina Maribel.

El señor Martín se detiene desconcertado, le mira y pregunta ¿por qué?

—Porque si Vd. echa veneno en las hojas, morirán también las mariquitas y otros insectos útiles.

—Ésa es otra de las cosas que te ha enseñado tu abuela ¿verdad? —pregunta el señor Martín.

—Es cierto. Ella, que es más lista, planta ajo debajo de las rosas, y así ahuyenta a los pulgones.

—¿Ajo? —el señor Martín hace una mueca y dice—: Es de risa. Con eso apestarían mis rosas en lugar de oler bien.

—De cualquier manera, a mi abuela le sirve.

—Tú eres una marisabidilla como ella —contesta el señor Martín y se ajusta al mismo tiempo el depósito en la espalda. Pero Maribel no se da por vencida.

—¿Y cuánto cuesta ese veneno? Seguro que no es barato —insiste.

—Eso a ti no te importa —responde él.

—Y si Vd. lo respira, encima enfermará gravemente.

—Ya basta —dice el señor Martín, golpeando el suelo con el pie—. Así que tú crees que los pulgones huelen el ajo y desaparecen ¿verdad? Y que los vampiros también tienen miedo del ajo, ¿no?

Maribel no cede.

—Mi abuela siempre dice que intentarlo no cuesta nada.

—Tu abuela, tu abuela…, me vas a volver loco.

—Nos apostamos un helado de naranja —propone ella.

El señor Martín achica los ojos y tuerce la cabeza. No se sabe si va a estornudar o si tiene que reírse. Después de unos instantes dice sonriendo:

—Está bien, vamos a probar. Pero ¡ay de ti! como no dé resultado.

—Entonces tendrá Vd. su helado —contesta Maribel con la cara resplandeciente—. Ahora mismo tengo que subir a contarle todo a mi abuela. Ella dice siempre que este señor Martín no tiene arreglo.