Ingrid Uebe
Estupendos cucuruchos

La heladería estaba de nuevo abierta. Sabrina se dio cuenta enseguida. El papel que solían pegar en las ventanas durante el invierno, había desaparecido. Ahora brillaban los cristales con el sol de primavera, y en la puerta había un cartel. En él habían dibujado un cucurucho de galleta, con tres bolas de helado encima. Una marrón, de chocolate, otra rosa, de frambuesa y otra verde, de pistacho. Debajo estaba escrito con hermosa caligrafía:

«Estupendos cucuruchos».

Sabrina se rio. El cartel le gustaba.

—Quiero ir a mirar —dijo.

—¿El qué? —preguntó su abuela, y la madre añadió:

—En la heladería no hay mucho que mirar.

Sabrina, sin embargo, tenía otra opinión. En el escaparate se podía leer la clase de cremas heladas que había en venta. Por lo menos una docena, y entre ellas de limón, de albaricoque y de membrillo. Éstas eran las que a Sabrina le gustaban más. Se podía ver el interior de la tienda. Un gran ramo de tulipanes decoraba el mostrador, detrás del cual Marco Serafini, el dueño de la heladería, andaba de un lado a otro. Cuando reconoció a Sabrina, le saludó con la mano. El año pasado, fue una buena cliente. —¡Vamos, continúa! —le indicó su madre—. Tenemos que comprar todavía.

—Hemos comprado ya mucho —replicó Sabrina.

—En realidad, estoy cansada.

—Yo también estoy cansada —corroboró la abuela.

—Nos podemos sentar un rato en aquel banco. Allí da el sol.

A Sabrina le parecía aburrido, sentarse así al sol.

—Quiero un helado —dijo—, de limón, albaricoque y membrillo.

—Ni hablar de eso —contestó la madre—. Aún falta mucho para el verano.

—Los helados se pueden tomar también en primavera. Es cuando mejor saben.

—Pero no cuando no se tiene nada en el estómago. Tu desayuno ha sido bastante escaso.

—No puedo comer mucho por la mañana temprano. Tampoco en verano.

—Es verdad, pero en verano hace más calor.

Sabrina suspiró. Aquello no le parecía muy lógico. Mamá parecía no tener un buen día. Estaban sentadas en el banco al sol. La bolsa de la compra estaba al lado. En la pequeña plaza sólo se oía el ruido del agua que caía de una fuente. La abuela miró a la madre de lado. —A propósito, tú tampoco desayunabas mucho en tus tiempos —dijo con una picara sonrisa.

—Seguro que algo más que medio panecillo —contestó la madre. La abuela movió la cabeza—. Muchas veces ni eso.

—Pero solamente tomaba helados en verano.

La abuela movió de nuevo la cabeza.

—Pero siempre asegurabas que es en primavera, cuando mejor sabe el helado.

—¿De veras? —preguntó la madre con aire pensativo, y añadió—: los de chocolate, vainilla y plátano eran mis preferidos.

Permanecieron un rato en silencio ofreciendo la cara al sol. —En realidad hace ya bastante calor —dijo la abuela—. Ten cuidado de mis cosas. Voy a ver a Marco Serafini. Cuando regresó, unos minutos después, traía tres cucuruchos consigo.

—Dos de limón, albaricoque y membrillo, otro de chocolate, vainilla y plátano —dijo repartiendo los cucuruchos y sentándose en el centro.

—El que más me gusta es el de membrillo —exclamó Sabrina.

—A mí el chocolate —dijo su madre.

—A mí el limón —completó la abuela.

Las tres reían mientras lamían los helados.

—Estupendo cucurucho —dijo la abuela.

—Estupenda abuela —remachó Sabrina.