Gina Ruck-Pauquèt
El café de los gatos
La señorita Matilde tenía una cafetería con ocho mesas. Era un bonito café y a la gente le gustaba mucho. La señorita Matilde vivía con una gata grande como una paloma, que se llamaba Mo-Moll. La mayor parte de las personas encontraban a Mo-Moll agradable. Intentaban que se acercara para acariciarla, pero la gata se mostraba indiferente.
Le atraían más las personas que no la querían. Ronroneaba entre sus piernas o saltaba sobre su regazo. Entonces había gritos y reclamaciones. La señorita Matilde no decía nada.
Pero el porqué de la preferencia de Mo-Moll, precisamente por las personas que la rechazaban, era un misterio. Quizás quería sólo convencerlas de que era una gata especialmente agradable. O tal vez sólo quisiera molestarlos. De cualquier manera, los enemigos de los gatos estaban cada vez más enfadados.
—Este gato tiene que desaparecer —decían.
—Un gato no forma parte de un café.
La señorita Matilde miró a Mo-Moll, que parecía sonreír.
—La gata se queda —dijo la señorita Matilde con voz baja y amable—. Según una leyenda antigua —continuó—, sólo las personas que en vida anterior fueron ratas, se horrorizan delante de un gato.
Entonces éstos se enfadaron. Salieron echando pestes y no volvieron más. Esto no le causó ningún trastorno a la señorita Matilde, porque desde entonces los amigos de los gatos de toda la ciudad frecuentan su café.
Mo-Moll iba de una mesa a otra y todos querían acariciarlo. Cuando todo aquello le resultó demasiado para ella sola, tuvo siete gatitos. Desde entonces había en el café de Matilde ocho gatos, uno para cada mesa.