Gina Ruck-Pauquèt
El extraño animal
Cindy y su padre pasaban las vacaciones en el sur de Francia. Viajaban con el coche por todas partes, visitaban las plazas de toros vacías, se bañaban en el mar y observaban a los caballos.
—¿Por qué no intentas cabalgar alguna vez? —preguntó el padre. Cindy tenía miedo de los caballos y de otras muchas cosas. A veces pensaba que su padre hubiera preferido que ella fuera un chico. Al menos, eso le había dicho su madre una vez. Y, sin embargo, había nacido Cindy, una niña, delgada, pálida y nerviosa.
Desde que sus padres estaban divorciados, Cindy vivía con su madre.
—Esto es una reserva protegida para pájaros —explicó el padre, que llevaba unos prismáticos colgados al cuello. Cindy se asustaba del griterío que armaban las bandas de gaviotas volando sobre los charcos. Le gustaba el sol de la tarde reflejándose en el agua. De repente, Cindy vio un animal que nadaba en el centro del turbio charco grande, dirigiéndose a la orilla izquierda. En realidad, Cindy sólo vio la cabeza del animal, oscura y redonda. Podría haber sido la cabeza de un gato.
Pero, Cindy sabía que a los gatos no les gusta el agua. Además el animal se movía en el agua de una manera extraña. Cindy recordó una emisión de televisión en la que había visto cómo nadaban las serpientes. Quiso saber la clase de animal que era, y sin pensarlo corrió hacia él. El camino estrecho y cubierto de matojos discurría entre el charco y un canal estrecho en la otra parte. Cindy caminaba ahora lentamente. No quería asustar al animal. La hierba seca estaba alta. Hacía calor y en el aire flotaba el polen de las flores.
El animal no sintió que Cindy se acercaba. Quizás soplaba el viento hacia ella. Cuando estaba a unos metros, el animal salió del agua y cruzó el camino. Era grande como un gato y tenía la piel fina.
De repente, Cindy sintió miedo y miró hacia atrás. No se veía a su padre por ninguna parte. Debía haberse alejado mucho en tan corto tiempo. A derecha e izquierda agua, el camino lleno de hierba, el cielo y el animal. Eso era todo. Ahora, éste miraba hacia arriba, directamente a donde ella estaba, con sus grandes ojos redondos. «¿Qué debía hacer si le atacaba?», pensó.
Las gaviotas habían cesado de gritar.
—Lo siento mucho —dijo Cindy con voz baja—, no debía haber venido hasta aquí. Éste es tu territorio. Ya me voy.
Pero no se atrevía a dar la vuelta.
—Por favor —continuó—, no me hagas nada.
El animal tenía las patas cortas y bigote. Se puso en marcha, dejándose caer rápidamente en el canal, nadó un par de veces y se detuvo en la orilla, cubierta por las plantas que colgaban. Cindy supuso que allí debería estar su madriguera. En cualquier momento podía desaparecer. Comprendió que el animal también tenía miedo, y se arrodilló para poder ver sin ser vista. A través del estrecho canal se miraron largamente. Ahora sus ojos estaban a la misma altura. La mirada del animal, más que mostrar temor, parecía curiosa. Era como si el animal se comunicara con ella de manera silenciosa.
—¡Qué bien vivir aquí! —dijo Cindy—. No diré a nadie dónde vives.
Por un momento deseó poder quedarse allí para siempre. Pensaba que con el tiempo habrían podido ser buenos amigos.
Entonces su padre la llamó. Más tarde, cuando le explicó su encuentro, éste dijo que debía ser una nutria, pero para Cindy siguió siendo «el animal».
Recordaba a menudo el encuentro y se figuraba al animal solitario en su madriguera bajo la hierba alborotada. Solitario, pero muy feliz.