Doris Jannausch
Klapan el fantasma

En las proximidades del prado de los gnomos, hay un castillo viejo. Hace mucho, mucho tiempo vivió allí el caballero Rigoberto. Pero ahora el castillo está vacío. En sus alrededores, por las noches, se aparece el fantasma Klapan. Nadie le ha visto nunca, pero todos pueden oírle. A medianoche, cuando los gnomos duermen, empieza el fantasma a gemir y a lamentarse, hasta que se despiertan asustados y llenos de pavor.

—¡Ay de mí! ¡Ay de mí! Pobre de mí, Klapan! —grita el fantasma por la noche. Un día dijo Zwickel a su amigo Zwackel:

—¿Qué te parece, si vamos a visitar una vez a ese Klapan?

—Me parece una buena idea —contestó su amigo.

En la primera noche de luna llena se pusieron en camino hacia el viejo castillo. Ante ellos está enorme y espantoso. Se elevan al cielo las portadas medio derrumbadas y las ventanas sin cristales miran al vacío.

Sin temor caminan Zwickel y Zwackel por el patio del castillo. La puerta de hierro está cerrada. Trepan por el muro y se meten por una ventana.

—¡Qué suerte, que nosotros los gnomos sepamos escalar! —dice Zwickel alegre. Se sientan en un banco de la ventana y esperan. No ocurre nada, hasta que de repente a medianoche…

—¡Ay de mí! ¡Ay de mí! —suena una voz espantosa por todo el castillo—. ¡Ay de mí, pobre Klapan!

Del susto, Zwackel casi se cae de la ventana. Zwickel llega justo a tiempo de sujetarle. Chirriando se abre la pesada puerta de hierro y entra el fantasma, cubierto con una larga túnica blanca, moviendo los brazos y flotando en la antigua sala de los caballeros. Sus ojos relucen como carbones ardientes.

—¡Ay de mí! ¡Ay de mí! —grita el fantasma, porque no se le ocurre otra cosa.

—¡Ay de mí! ¡Ay de mí! —gritan Zwickel y Zwackel imitándole.

Klapan se detiene asombrado y se acerca flotando en el aire como un ángel de Navidad. Cuando ve a los curiosos hombrecitos empieza a temblar y a castañetear los dientes haciendo honor a su nombre.

—¿Quién diablos sois vosotros? —pregunta Klapan.

—Somos los jóvenes gnomos —contestan.

—Pss —dice el fantasma con desprecio—, los gnomos no existen.

—Fantasmas tampoco —replican ellos.

—A pesar de todo, podemos ser amigos —propone Zwackel.

—¡Amigos! —El fantasma aúlla de alegría. ¡Qué bien!

¡Si supierais qué solo me encuentro! ¡Sin ningún otro fantasma en todo el contorno! ¡Y todas las noches estas apariciones estúpidas! ¿Queréis que juguemos a algo?

—Con gusto —replica Zwickel—. Si nos prometes no gemir tan alto por las noches. Vivimos justamente al lado, en el prado de los gnomos. Todas las noches nos despiertan tus gritos.

—Cuánto lo siento. —Klapan promete cambiar.

De un carcomido cajón saca un juego. Se llama «No te amargues, caballero» y ya el viejo Rigoberto había jugado con él en su tiempo. Se compone de un tablero pintado con casillas redondas, de figuras de madera pintadas de diferentes colores y de un dado.

—Esto es igual que «Gnomo no te enfades» —grita Zwickel. Juegan tan entusiasmados que a Klapan se le pasa la hora en que los fantasmas tienen que desaparecer. Esto no le había pasado nunca.

Desde aquella noche hubo silencio en el castillo. Los gnomos respiraron tranquilos y pensaron que quizás Klapan se había mudado a otro castillo.

Pero Zwickel y Zwackel lo saben mejor. De vez en cuando visitan a su amigo Klapan para jugar con él. Casi siempre le dejan que gane y esto le alegra como si fuera el rey de las nieves.

Bueno, no como el rey de las nieves sino como un fantasma feliz.