Doris Jannausch
Cuando la flor hizo cosquillas a las nubes

Hace mucho, mucho tiempo, había en un prado grande y verde, una pequeña flor amarilla que se aburría. El sol se había escondido tras las nubes y todo el campo de alrededor estaba sumido en un sueño invernal.

—Hay que emprender algo —pensaba la flor para sí. Algo especialmente descabellado. Pero. ¿Cómo emprender algo descabellado cuando lo que hay alrededor duerme todo el invierno?

Llegaron pequeñas nubes arrastradas por el viento con mucha prisa. Estaban tan bajas que casi rozaban a la pequeña flor. Ésta se irguió rápidamente e hizo cosquillas a las nubecitas.

—¡Para, para! —reían éstas—, cuando nos hacen cosquillas, nos reímos incesantemente, tanto si queremos como si no.

Les gustó tanto la pequeña y loca flor que se posaron en el prado y la cubrieron con su blanca niebla. No pasó mucho tiempo y ya estaban compartiendo una animada conversación.

—En realidad, ¿dónde vais? —preguntó la flor.

—A todas partes y a ninguna —replicaron las nubecitas—. Nuestra abuela ha acordado un plan de vuelo con el viento y éste nos lleva consigo.

—¿Tenéis una abuela? —se asombró la flor.

—Sí, y muy severa. Ella no tolera que le lleven la contraria.

—Nosotras, las flores, no tenemos ninguna abuela, y podemos hacer lo que nos venga en gana —se alegró la flor cosquilleando de nuevo a las nubecitas.

¡Qué risas y qué gritos resultaron del cosquilleo!

De repente, se puso todo oscuro y una voz poderosa tronó:

—¿Qué pasa aquí?

Era la abuela de las nubes, enfadada. Las nubecitas se asustaron y se pusieron rápidamente en fila para continuar su camino. La más pequeña de ellas, en señal de despedida, acarició a la flor con su suave mano de niebla y dijo:

—¡Ten cuidado! No se puede bromear con la abuela.

Y ciertamente, apenas habían partido las nubes, cuando la abuela hizo estremecer el aire, hizo llover un poco y dijo enfadada:

—Has inducido a mis nietas a dejar el trabajo a pesar de que tienen ante sí un largo camino. ¿No tienes nada mejor que hacer que estar aquí parada y haciendo cosquillas a las nubes?

—No —contestó la flor riendo—, y tú, vieja nube oscura, ¡pasa rápido para que yo vea el sol y me pueda abrir, para que nos sonría el sol de nuevo!

La abuela nube relampagueó, se hizo redonda y gritó con gran estruendo:

—Me estás resultando un poco fresca, tú, insensata Fuente de Cielo.

—¡Oh, qué nombre tan bonito! —dijo la flor alegremente en vez de con enfado, como esperaba la nube abuela—. A partir de ahora me llamaré sólo Fuente de Cielo.

Y como si fuera una loca travesura hizo cosquillas también a la abuela nube.

Aquello fue demasiado. Ésta se levantó amenazadoramente y gritó:

—Haré caer sobre ti tanta lluvia, que no podrás levantar más al cielo las desvergonzadas hojas de tu cabeza.

Dicho y hecho. Y sólo cuando las hojas amarillas de la cabeza colgaban hacia tierra como pequeñas campanillas, siguió su camino la enfadada abuela nube.

Finalmente aclaró y de nuevo salió el sol. La fuentecita de Cielo decía para sí alegremente: «Es bueno que no pueda volver a hacer cosquillas a las nubes. A la larga resulta aburrido. Ahora que tengo auténticas campanillas, puedo anunciar con ellas la primavera».

Así lo hizo y el campo que estaba alrededor despertó con alegría.